Tampoco cuántos minutos estuve sin respirar.
Solo sentí que mi garganta se secaba, que mis ojos no podían abrirse más y que las palabras no conseguían salir, aunque las de mi madre sí que las escuché con claridad:
—Pues menos mal que he traído un montón de platos, porque de haber sabido que veníais dos más, habría preparado más. Enma no me ha comentado nada.
Mi madre seguía hablando como una cotorra, y después lo hizo mi padre:
—¿Y decís que sois amigos de Enma? —La desconfianza se palpaba en su voz.
Noté esa sensación de pánico que te recorre las venas cuando hay algo que no quieres ni ver, cuando sientes que el mundo se abre bajo tus pies, cuando notas tanta tensión que no solo un cuchillo podría cortarla, sino que tú mismo podrías morir de lo rígido que tu cuerpo se pone, de los nervios que estás conteniendo y de la falta de aire que comienzas a experimentar. Sentí los dedos de mis manos sin vida. Las piernas me flaquearon, y supe que poco tiempo le quedaban para derrumbarse.
No aparté mis ojos de aquel hombre, que me contemplaba como si fuese lo más maravilloso que había visto en su vida y también dolido por lo que estaba viendo a mi lado. La tensión era tan grande que el aire no me entraba en los pulmones, y creí que se me había olvidado respirar.
Klaus continuaba con su mano detrás de su espalda, palpando la pistola. Dexter no había parpadeado siquiera, y mi madre y mi padre estaban siendo conducidos a una conversación que ni escuché por parte de Luke, que me miraba de reojo con verdadero pavor.
Edgar.
Edgar.
Era él.
Él.
No podía creer que fuese cierto. Sencillamente, no podía ser. No podía.
El pinchazo en mi pecho se hizo un poquito más evidente al mismo tiempo que Dakota no detenía sus movimientos. Tras llevarme las manos al vientre, vi los celestes ojos de Edgar mirar hacia ese punto. Seguidamente, los elevó hasta posarlos de nuevo en los míos. ¿Cómo narices había dado conmigo? Pareció dudar, pero ese estado se le pasó en los dos segundos que tardó en ver la mano de Klaus rozar la mía. Se observaron con tanto odio que me dolió incluso a mí.
—Enma.
La grave voz de Edgar resonó por todo el lugar y provocó que todos se callasen. No adiviné el motivo, pero las siete personas que estábamos allí no le quitamos los ojos de encima. Sentí un escalofrío al advertir cómo me miraba a mí y después al rubio que me protegía.
Un rubio semidesnudo.
—¿Klaus? —Mi madre reparó en él—. Niño, vas a resfriarte. Por Dios, ¿de dónde venís?, ¿de revolcaros en la playa?
No lo dijo con intención, sin embargo, todos nos miraron de nuevo, algunos con más ahínco que otros. Decidí que ya era hora de dejar de estar escondida, que no necesitaba ser valiente pero sí afrontar mis problemas. Abrí mi bolso y toqué el hombro de Klaus para entregarle las llaves. Cuando se giró, no quedaba ni rastro del hombre risueño y gracioso que me maravillaba, sino de uno completamente distinto y enfadado.
—Toma, entra en casa y ponte algo. Dúchate si quieres, ahora iré yo.
—No pienso dejarte sola con ese capullo —sentenció en voz baja para que no lo escuchase nadie.
Xiana, mi madre, habló:
—Bueno, mi niña, como tienes visita, idos a ducharos. Cuando salgáis, cenaremos.
Tragué saliva, sin dejar de mirar a Klaus. ¿Cenar? ¿Todos? Estaba loca. Rematadamente loca. Mi madre no sabía muchos de los detalles de por qué había regresado a Galicia. Mi padre sí, pero ambos eran desconocedores de quién era el padre de Dakota. De hecho, lo habían preguntado en varias ocasiones y siempre había evadido la respuesta argumentando que eso era algo que solo desvelaría el día que estuviese preparada.
Porque pronunciar su nombre me dolía.
Escuchar su voz me dolía.
Y después de casi haberla olvidado o creer que lo había hecho, la piel se me puso de gallina cuando pronunció mi nombre. Todo pasó a cámara lenta: mi madre se extrañó de que ni hubiese saludado a mis invitados, a Klaus se le marcó la vena del cuello, a Dexter, seguramente, se le había parado el corazón, y yo no sabía cómo manejar una situación de ese calibre sin tener que dar explicaciones.
—Meteos todos en casa —fue lo único que se me ocurrió—. Todos menos tú.
El tono y mi mirada furibunda me salieron tan despectivos que no me reconocí. Quizá era el daño y toda la ira acumulada, no lo sabía, pero me di cuenta de que me observaron con desconcierto. Luke se acercó a mí con cautela, sin dejar de mirar a Klaus, y le preguntó:
—¿Debo pedirte permiso para verla?
Entendí que Luke era amigo de Edgar y que, inevitablemente, este tenía que caerle mal aunque no supiese ni la relación que Klaus tenía conmigo. Toqué el brazo del rubio y le pedí de nuevo con una mirada que se marchase. Asintió sin convencimiento. Eso sí, aniquiló a Edgar con los ojos y luego se marchó. Cuánto rencor había en aquellas miradas, y no sabía por qué. Claro estaba que tampoco había indagado en el tema, aunque en su día llamara mi atención en la comisaría.
Mi madre y mi padre entraron en casa sin replicar, seguidos de Dexter. Lo agradecí, y aunque sabía que mi madre estaba deseosa de pedir explicaciones por la curiosa tensión y por la situación en sí, pude ver que mi padre la sostenía del brazo y tiraba de ella hasta el interior.
—Me alegro de verte —murmuró Luke, sin atreverse a tocarme y a una distancia prudencial. El gesto me pareció incluso incómodo. Señaló mi barriga y sonrió con tristeza tras decir—: Veo que la niña ha crecido mucho.
No le contesté, sino que mis ojos se posaron sobre Edgar, que seguía sin moverse. Escuché la saliva de Luke descender por su garganta. Me apenó darme cuenta de que la conexión que antes teníamos parecía haber muerto, o tal vez yo no era capaz de canalizar las emociones por las que estaba pasando en tan pocos minutos.
Respiré hondo. Sin desviar los ojos de Edgar, me quedé donde estaba cuando Luke giró sobre sus talones y se internó en la vivienda. No sabía qué me daba más pánico. No sabía tampoco si quería salir corriendo, aunque fuese acantilado abajo, o meterme en la casa y cerrar la puerta como una niña pequeña para que no pudiera encontrarme.
—¿Cómo empezamos esta conversación? —fue lo primero que me preguntó, en un tono hosco.
Yo tenía ganas de meterme debajo de la cama para que el monstruo no me alcanzase, pero esa no era una respuesta. Crucé los brazos a la altura de mi pecho y lo miré desafiante, como nunca. Él no se movió de la esquina de la casa. Tenía las manos metidas en los bolsillos de su pantalón. Vestía de traje —como de costumbre, impecable—, y su rostro no había cambiado nada. Llevaba la barba como siempre: recortada y perfectamente perfilada. Su cuerpo me parecía más fornido que antes, pero no me atreví a confirmarlo, y tampoco quería entretenerme en algo tan innecesario. Lo único que deseaba con todas mis fuerzas era que el bosque se lo tragase y desapareciese.
—Yo no he ido a buscarte. Tú sabrás qué quieres —le solté en el mismo tono.
Apretó los dientes, sin dejar de contemplarme con un brillo tan especial que parecía haber descubierto la luna. Dio dos pasos hacia mí y casi me desmayé. Sentí el temblor tan fuerte en mis piernas que tuve que apoyarme en el coche para no caer desplomada. Alcé un dedo en su dirección, sin necesidad de decirle una sola palabra. Él levantó las manos en son de paz, me observó y detuvo su paso.
—Prepara la maleta. Mañana por la tarde nos volvemos a Mánchester.
Lo miré atónita. Después, comencé a reír como una desquiciada. Loca y desquiciada.
¿Había hecho a saber cuántos kilómetros