—Os conocéis, y esa pelea de ahora guarda rencores muy grandes. Aparte de lo evidente, que soy yo —le expuse.
Asintió y volvió sus ojos al fuego.
—¿Por dónde quieres que empiece? —me preguntó.
Miré la cena y después a él, que en ese momento se encontraba contemplándome fijamente.
—Podemos empezar cenando y después lo hablamos…, si quieres.
Aproximó su cuerpo al borde del sofá y, con una sonrisa de oreja a oreja, me aseguró:
—A mí, ese gilipollas no me quita el hambre.
Se llevó un trozo de empanada gallega a la boca y lo imité. Esperé impaciente a que hablase, y no se hizo de rogar demasiado, pues en cuanto se comió el primer trozo y le dio un trago a su cerveza, comenzó a hablar como el que le pregunta a un amigo qué día hace:
—Edgar y yo fuimos amigos.
—¿Amigos? —me extrañé, y detuve el movimiento de mi mano, que iba directo a mi boca con la empanada. Klaus sujetó mi muñeca para que continuase y comiese.
Obedecí y prosiguió:
—Mi madre y la suya fueron muy buenas amigas, y nosotros, prácticamente, nos criamos como hermanos. De hecho, vivíamos a muy poca distancia, íbamos al mismo colegio, después al mismo instituto, y jugábamos al baloncesto en el mismo equipo. En fin, lo que viene siendo unos colegas a muerte.
—Pues, perdóname, pero precisamente amor no es lo que sé ve en vuestras miradas cuando os encontráis.
Carraspeó un poco, se inclinó hacia delante y miró el fuego.
—En la adolescencia, éramos los que partíamos la pana allá donde íbamos. Siempre juntos y siempre liándola. —Sonrió con tristeza—. Las chicas se tiraban a nuestros brazos, nos montábamos unas fiestas impresionantes, y si teníamos que llorar, lo hacíamos el uno en el hombro del otro. —De repente, su tono cambió—: Hasta que crecimos. —Silencio—. Hasta que Edgar empezó en el mundo empresarial y consiguió llegar a la cima. —Me miró con intensidad y sus iris se apagaron poco a poco—. Hasta que se olvidó de su amigo de barrio y ya solo fui un estorbo para él en su meta hacia la fama y el dinero.
Mis labios permanecieron sellados mientras contemplaba la tristeza y la rabia a partes iguales que su rostro mostraba. Qué pena da esa sensación de sentirse abandonado de la noche a la mañana por una persona en la que confías plenamente. Había tenido amigos de esos, aunque intuía que lo que a ellos los unió fue algo mucho más fuerte que cualquier amistad adolescente pasajera.
—Es muy triste… —musité, sin apartarle la mirada.
—Lo es. —Suspiró con fuerza—. Pero las personas son malas por naturaleza, Enma. Y cuando crees que nunca te fallarán, lo hacen.
Medité mi pregunta antes de hacerla:
—¿Alguna vez lo hablasteis?
Negó con la cabeza.
—Imagínate cómo me sentí la primera vez que me lo crucé por la calle cuando ya no nos hablábamos. Yo solo quise darle la enhorabuena por lo que había conseguido. Ni siquiera me había llamado para contármelo. De hecho, llevábamos meses sin hablar. Al contrario que él, yo me presenté en su casa para felicitarlo.
—Y te apartó de su vida —comenté, prediciendo su respuesta.
Rio con amargura y le dio un sorbo a su botellín.
—Me cerró la puerta en las narices. —Abrí los ojos como platos, aunque nada me extrañaba del carácter huraño de Edgar—. Nunca supe por qué lo hizo. Nunca más le pregunté. Me dolió tanto que ni siquiera puedo contarte la de días que le di vueltas al tema, preguntándome qué había hecho mal. Yo no quería ni por asomo nada que tuviera que ver con Waris Luk; al contrario, por aquel entonces, ya estaba a punto de entrar en la Policía.
Tomé una extensa bocanada de aire y miré mis pies. Pobres relaciones las que acaban así. Da una lástima enorme saber que has perdido a alguien sin siquiera tener una explicación. Pero, como la vida misma, esas cosas ocurren, y por el tono de Klaus, a él le había afectado mucho.
Elevé mi vaso y sonreí a la vez que usaba el tono bromista del que Klaus nunca se desprendía:
—Brindemos por las amistades nuevas, pues.
Alzó su botellín a la par que su ceja:
—De momento, prefiero no considerarte una simple amistad. Pero… —alargó mucho la primera vocal y sonrió— brindemos.
—Echa el freno, amigo nuevo.
Reí y tiró de mi mano para juntarme de nuevo al calor sofocante que su cuerpo emanaba. Sus dedos se introdujeron en mi cabello y lo masajearon, ocasionando que cerrase los ojos de puro placer más de una vez. Restregué mi mejilla con su duro pecho y me permití dibujar círculos invisibles por debajo de la manta sobre su muslo derecho.
Su siguiente pregunta me pilló de improviso y detuve mi movimiento en seco:
—Es el padre de Dakota, ¿verdad? —Tragué saliva, intentando que no se me notase. No supe por qué, pero no me atreví a mirarlo. Él, en cambio, despegó mi cuerpo del suyo y agachó el rostro para mirarme a la cara. No era interés lo que había en sus bonitos ojos, sino una afirmación aplastante. Chasqueó la lengua—. No tienes que temer. La vida es así. El destino es así.
Noté que el pecho se me oprimía y que unas ganas de llorar se hacían con el control de mis ojos y mi garganta, que ya se cerraba.
—Klaus… Yo… Lo sien…
—No te disculpes por algo que no debes, Enma. Solo era una pregunta. No le des más importancia, porque para mí no la tiene y el futuro solo depende de ti. —Me atreví a mirarlo pese a que sentía mis ojos arder. Intentó quitarle hierro al asunto soltando un comentario gracioso de los suyos—: Sé mucho de ti. Recuerda que soy poli.
Sonreí, y una lágrima resbaló por mi mejilla. Él la recogió con su pulgar, se lo llevó a los labios y lo besó. Sentí que su pecho se desinflaba cuando volvió a cobijarme bajo sus brazos, e imaginé sin poder evitarlo los pensamientos que debían estar pasando por su cabeza en ese instante. A veces me preguntaba si el destino quería jugárnosla a todos de alguna manera, pues nunca fallaba y siempre daba en el clavo que más dolía. A la vista estaba.
Un silencio extraño se creó entre nosotros, hasta que noté sus dedos tamborilear sobre mi hombro. De reojo, vi que miraba el reloj en su muñeca.
—Bueno, yo creo que ya está bien de lamentos, de silencios y de cena que casi no hemos probado —objetó—. Y ya va siendo hora de calentar el ambiente.
Le dio un puntapié a la mesilla baja y la separó. Empujó mis brazos con suavidad para poder mirarme, apartó un mechón de mi pelo y lo colocó detrás de mi oreja. Alcé una ceja con gracia cuando me puso morritos.
—¿Quiere decirme algo, señor Campbell?
—¿Nos vamos a Escocia entonces? —me preguntó, apartando la manta.
—Tendremos que esperar a que Dakota nazca —puntualicé.
—Trato hecho. Y, ahora, señorita Wilson, ¿es usted tan amable de decirme qué tenemos de postre, o me sirvo yo?
Me fijé en que sus ojos brillaban y una sonrisa maquiavélica asomaba en sus gruesos labios. Reí al sentir uno de sus dedos clavarse en mi cadera e intenté apartarlo, sin éxito. Enarqué una ceja para hacerme la insinuante, aunque de poco me sirvió, porque al final terminamos sobre la moqueta y tan calientes como lo estaban las llamas de la chimenea.
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EDGAR