Supe que había notado el cambio en mi rostro, pues el suyo también se relajó, aunque su pecho seguía subiendo y bajando de forma acelerada. Edgar y la ira seguían sin llevarse bien, por lo que pude observar.
Carraspeé levemente y me giré en dirección a mi habitación. Lo dejé en el salón y no me siguió. Abrí el cajón donde guardaba todos los informes del médico y saqué todas las ecografías de la niña. Exhalé con mucha fuerza antes de pisar el pasillo, pues unas ganas horribles de llorar me atormentaron. Yo no era de piedra, no era invencible, y mucho menos me sentía la mitad de fuerte de lo que me pensaba. Podía tener genio acumulado por culpa de la rabia, pero en el fondo sabía que no era nadie y no era capaz de evitarlo.
Di un paso, después otro y llegué al salón. Me lo encontré de pie, en la misma posición, mirando el crepitante fuego. Traté de controlar los latidos de mi corazón cuando pasé por su lado, sin mirarlo, y lo golpeé en el pecho con las ecografías. De reojo, vi que no apartaba la mirada de mí, ni siquiera cuando elevó una de sus manos para cogerlas. Seguí mi camino y me senté en el sofá central. Apreté los dientes, clavándolos en mi lengua y tratando de que esa angustia que se colaba hasta el fondo de mi garganta no me asfixiase. Noté mis ojos ardiendo y le supliqué a mi mente que no derramase una sola gota. Mucho menos delante de él. Ya había tenido bastante. Quizá tuviera una personalidad distinta, o tal vez el raro era él, pero no quedaría en mí todo el esfuerzo posible por detener aquel torrente de lágrimas que se aproximaba.
Lo contemplé de soslayo. Tenía los ojos brillantes, y eso me mató. Se sentó de golpe en el pequeño sillón de una plaza que tenía justo a la derecha. Examiné cada uno de sus movimientos, lentos y precisos. Contemplaba cada foto con parsimonia. Su ceño se fruncía cuando deslizaba alguno de sus dedos por encima de la ecografía. De vez en cuando, una diminuta sonrisa cargada de tristeza se dibujaba en sus labios. De nuevo, sentí sobre mis hombros el peso de ser la peor persona del mundo.
Una lágrima traicionera resbaló por mi mejilla izquierda y la limpié con disimulo y rapidez. Ni siquiera fui capaz de abrir la boca para respirar, ya que el llanto me arrollaría. Lo escuché suspirar y contemplé el fuego, mordiéndome el labio. No podía mirarlo. No podía.
Sentí el peso del sofá hundirse a mi lado. Había dejado una plaza libre para estar distanciada de él, pero ni eso había surtido efecto. O quizá le importara una mierda, como solía decir a menudo.
—Siento haberte gritado. —Elevé mi rostro lo justo para contemplar un punto fijo en la chimenea. ¿Estaba pidiéndome perdón? Sí, eso estaba haciendo. Tragué saliva y asentí, sin poder hablar—. Enma, mírame.
Pensé que el cuerpo me temblaba. Y si no lo hacía, era mi mente la que provocaba aquel pensamiento. No quería mirarlo. No quería. Sin embargo, Edgar era Edgar, como siempre decía. Colocó dos de sus dedos bajo mi mentón y sentí que la tierra se abría bajo mis pies. No pude moverme siquiera. Ahora, la estatua parecía yo.
Giró mi barbilla lo suficiente y nuestros océanos chocaron. Los míos estaban tristes, desolados y arrepentidos. Los suyos eran un pozo oscuro lleno de temor, desasosiego y anhelo; un anhelo tan grande que era imposible no verlo bajo esa capa brillante que los hacía centellear.
Sin despegar su mano de mi barbilla, un silencio se apoderó del momento y no dejó de contemplarme, como si ese contacto estuviese dándole las fuerzas suficientes para continuar.
—¿A qué has venido? —le pregunté con un hilo de voz y casi atragantándome.
—Para que vuelvas conmigo a Mánchester.
Solté un resoplido y hundí los hombros.
—Edgar, no voy a volver. Me gusta estar aquí. Quiero —incidí— estar aquí.
Me miró con… ¿dudas?
—No puedo permitir que te quedes.
—¿Por qué? —quise saber.
—Porque no —sentenció, y miró hacia otro punto de la casa.
Odiaba los misterios. Sobre todo, los misterios que escondía Edgar Warren.
Me levanté del sofá con la intención de terminar con la absurda conversación. Di dos pasos y, sin darme la vuelta, solo lo justo para poder observarlo de reojo, le dije:
—Márchate, Edgar. —Tragué la congoja que sentí por lo que iba a decirle a continuación. Giré mi rostro para no verlo, pues estaba a punto de derrumbarme—. Y no vuelvas nunca más.
Noté su presencia detrás de mí al instante. El cuerpo me tembló. Las piernas también. Aspiré su aroma, sentí su cercanía, y lo peor de todo era que mi cuerpo vibraba al son del suyo cuando estaba tan cerca. Entreabrí los labios, tratando de que el aire entrase en mis pulmones, cuando lo escuché tan cerca de mi oreja que se me erizó la piel:
—Sabes que nunca he sido un hombre de: «Si me dices que no me quieres, desapareceré para siempre». —Hizo una breve pausa—. Yo sigo amándote de la misma manera, Enma. Sigues siendo mi obsesión. Y, por encima de todo, tu seguridad y la de mi hija irán sobre mis principios y mi moral. —Arrugué el entrecejo. No sabía a qué se refería con eso último. No me dio tiempo a volverme cuando añadió—: Lo siento, nena.
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