Antes de que todo el mundo comenzase a hacerme preguntas —y con «todo el mundo» me refería a mi madre—, alcé la mano y la hice callar cuando casi escupía como una ametralladora la primera andanada de palabras.
—Estoy muy cansada, empapada y sucia. ¿Podemos dejar esta conversación para mañana?... Por favor.
Mi madre agachó la mirada y asintió sin estar conforme.
—Yo me quedaré aquí.
Posé una mano sobre el hombro de mi padre y lo empujé para que entrase bajo el porche. No quería que siguiese calándose, o al final cogeríamos todos una pulmonía. Besé su mejilla con cariño y lo miré con una ternura que me embriagó el corazón. Cuánto los quería y cuánto los había necesitado.
—Esperarás a que te llame. Te quedarás en casa, tranquilo, porque yo estaré bien.
—Ese cabrón volverá —aseguró.
—No lo hará.
No me lo creía ni yo. Tampoco me pasó desapercibida la mirada de Dexter, quien tampoco se lo creía.
—¿Estás segura? —Mi padre pareció dudar—. ¿Cuándo te marchas, Klaus?
Puso su atención en él y respiré un poco aliviada, aunque me enfadó el hecho de que pensara que necesitaba a Klaus para sobrevivir.
—Mañana a primera hora —le contestó él.
Pareció molestarle tener que irse tan pronto. A mí también me apenaba esa marcha tan repentina, aunque encajé piezas y supe que, en realidad, había venido no solo para verme, sino para contarme lo que Edgar había soltado como una bomba.
Les ordené a mis pies que entrasen en la casa. Besé la mejilla de mi madre con el mismo cariño y apreté su mano para que se tranquilizase. Le eché un último vistazo a mi padre y Dexter asintió con la cabeza, dándome a entender que esa noche la pasaría con ellos. Había muchas noches en las que mi amigo prefería una buena copa de brandy en compañía de mi padre a estar conmigo hecho un ovillo en el sofá. Durante todo el tiempo que estuvo a mi lado, jamás me lo tomé a mal, y le agradecí con una mirada que me permitiese quedarme a solas con Klaus las horas que nos quedaban.
Tras poner los pies en la moqueta marrón de la entrada, suspiré y miré las vigas de madera del techo. Segundos después, escuché que la puerta de la calle se cerraba. Al enfocar mis ojos en esa dirección, me percaté de la cantidad de golpes que Klaus tenía; no solo en la cara, sino en el costado, en el hombro derecho… Lo que venía siendo una pelea con todas las letras.
No dijimos nada.
No hizo falta.
Me ofreció su mano y la acepté. Me fundí en un abrazo que me reconfortó lo justo y necesario para seguir siendo aquella mujer en la que me había convertido: la que no lloraba por las esquinas o, en su defecto, a la que ya no le quedaban más lágrimas que verter.
Nos encaminamos en silencio hacia el cuarto de baño. Me desprendí de mi ropa empapada y la tiré al suelo de la misma manera que lo hizo él. Juntos, entramos en el pequeño rectángulo y dejamos que el agua caliente templara nuestros congelados cuerpos. Me permití el lujo de permanecer bajo el agua el tiempo suficiente mientras notaba la boca de Klaus besar mi hombro y ascender hasta mi cuello. Me noté la piel de gallina; también mis sentidos disparándose en un sinfín de emociones con cada roce, cada caricia y cada mirada robada. Me volví para encararlo y lo besé con tantas ganas que olvidé sus heridas, hasta que gruñó por lo bajo.
—Lo siento, lo siento —añadí con rapidez, separándome de él.
Me sostuvo por la cintura y volvió a juntarme todo lo que pudo a su cuerpo.
—Voy a necesitar una enfermera que me cure las heridas y que me dé de comer. —Alzó una ceja con picardía.
Yo no sabía cómo podía seguir manteniendo ese humor pese a los acontecimientos de los últimos momentos. Quizá lo llevaba en la sangre. Desde luego, desde el minuto uno que lo conocí, lo que más había conseguido de mí eran risas y carcajadas a todas horas. Muchas veces hablaba con él por un simple mensaje de wasap y me sorprendía a mí misma sonriendo como una boba.
No pensé en el amor. No me planteé siquiera la posibilidad de estar enamorada de Klaus Campbell. Pero lo que sí sabía a ciencia cierta era que con él no lloraba, que con él sonreía, que, con él, los días eran más alegres y las penas, menos penas. Y eso me gustaba mucho.
Salimos de la ducha después de unos cuantos tonteos más y alguna que otra caricia provocativa. Vestidos y secos, llegamos al salón y me entretuve, a horcajadas sobre él, en curarle las heridas del rostro.
—Esto está cogiendo un color feo —apunté, señalando su costado.
—Mañana será un arcoíris —comentó como si nada, con tono guasón.
Lo miré a los ojos, esperando que comenzara una conversación. De nuevo, había algo que me interesaba mucho, y no sabía por qué.
—¿Qué ha pasado con Oliver? —le pregunté con un poco de miedo en mi tono.
Suspiró y me apartó de sus piernas para colocarme sentada en el sillón. Extendió una manta por encima de nuestros cuerpos y me miró muy serio.
—Resulta que han dado con el paradero de Lark, pero no han conseguido localizarlo cuando han ido a buscarlo a su casa. —Lo observé sin interrumpirlo. Bastante me había sorprendido aquella noticia. Instintivamente, pensé en Morgana. ¿Lo sabría?—. No sabemos el motivo, pero, o bien todo apunta a que Oliver organizó una treta mucho más grande de lo que pensamos, o bien algo no cuadra.
—Si Lark está vivo…
—Oliver saldrá de la cárcel, con seguridad. —Se apoyó en el respaldo del sofá—. Sus abogados están haciendo lo imposible para que le rebajen la condena. De hecho, ya han conseguido quitarle dos cargos por los que se le imputó. Es un tipo listo. —Resopló con pesadez, y yo, sin ser consciente, apreté la manta que tenía sobre mí. Contemplé las llamas del fuego de la chimenea y me vi huyendo por el mundo con tal de que aquel hombre no me encontrase—. Tranquila, Enma. No permitiré que te ocurra nada.
—No puedes encerrarme en una burbuja —objeté, sin quitar la vista del fuego—. Me encontrará.
—Podemos registrarte como un testigo protegido y…
Lo miré con mala cara, sin pretenderlo, y lo interrumpí:
—No pienso tirarme toda mi vida encerrada en un piso, custodiada por un policía al que pueden sobornar en cualquier momento.
El rostro de Klaus se tornó más circunspecto, aunque al final lo relajó.
—Tú ves muchas películas de acción. —Sonrió y después volvió a la seriedad—. Yo te protegeré.
—Tú estás en Mánchester. Yo, en Galicia.
Sus ojos enfocaron las llamas también, quizá pensativo por lo que acababa de decirle, lo que me demostró cuando se pronunció de nuevo:
—Buscaremos la solución.
Sabía que soluciones había pocas. Klaus no podía permitirse el lujo de andar las veinticuatro horas del día detrás de mí. Yo no quería vivir con miedo, y tenía claro que, ni dándole todo el dinero que me había dejado Robert, me perdonaría la vida. Lo vi en su mirada en la cabaña. Se me había quedado grabado a fuego. Aprecié tal rencor en él que sabía que una persona con los medios de los que disponía aquel hombre no lo frenarían ante nada ni nadie.
Agarré un mechón de mi pelo y lo retorcí, pensando en cómo formular la siguiente pregunta, y como no me vi capacitada para ello, me levanté e hice tiempo colocando unos platos sobre la mesilla baja del