Yo, a diferencia de mis hijos, he aprendido que a veces es mejor no preguntar.
El caso es que Juan se fue al seminario durante años y años y un buen día me dejó un mensaje en el teléfono invitándome a su primera misa.
Mi hermana Catalina estaba horrorizada de que yo fuera a ir. En mi familia no íbamos a misa. Estábamos bautizadas y con la primera comunión en regla, básicamente porque mi papá decía que no estaba listo para que su madre, mi abuela, pensara que su hijo mayor condenaba a sus hijas a arder en las llamas del infierno, pero con el pretexto de que “fomentaban nuestra libertad religiosa y de conciencia”, mis papás nunca se preocuparon por darnos mayor instrucción. Eso sí, a los tres años mi papá me explicó lo del opio de los pueblos, pero no llegó mucho más lejos.
—¿Y vas a ir?
—Sí.
—¿Por qué?
—Para compartir con él ese momento, Cata, cómo que por qué.
—No te creo nada.
—La verdad, por morbosa; para ver si se le olvida algo o qué.
—Sí, algo así me imaginaba yo.
Pero no se le olvidó nada. O seguramente sí, pero no se le notó, porque yo no me di cuenta. Aunque hay que decir que, primero, yo ni idea tenía de cómo tenía que ser una misa, a tan pocas que había ido en mi vida a esas alturas y, segundo, que estaba yo un tanto distraída.
Porque ah, cómo había cambiado su hermano Andrés en el tiempo que no nos habíamos visto. Finalmente había embarnecido un poquito, lo justo para ya no ser un ñango sin chiste sino un flaco distinguido, se le habían quitado los granos y ahora usaba unos lentes que le tapaban la nariz (o la nariz ya también se le había civilizado). Desde la banca donde yo estaba, muy atrás porque no era cosa de quitarle el lugar a la inmensa familia de Juan, alcanzaba a verle el perfil cuando se agachaba a hablar con su mamá. Siempre había sido el más cercano a su mamá de los tres, mucho más que Juan y años luz más que Jorge, el más grande.
Quién lo hubiera pensado, pensaba, mientras me arrodillaba y me paraba al compás de mis compañeros de banca.
Cuando terminó la misa, se hizo una fila frente a Juan, deslumbrante con toda su indumentaria nuevecita. Yo, pues me formé. Supuse que era para felicitarlo, como cuando va uno a dar el pésame en los velorios.
No suponía que era para besarle la mano.
Cuando vi a la señora de pelo lila con mucho crepé que iba delante de mí agacharse con enormes trabajos y tomar la mano del menso de Juan entre las suyas, no supe qué hacer. En el desconcierto, di un paso atrás, pensando en salirme de la fila y correr hasta mi coche, pero mi tacón hizo contacto con una superficie blanda y el quejido que brotó detrás de mí se escuchó por toda la iglesia.
Obviamente, era Andrés. El pie que había perforado era el de Andrés.
Ahorita ya es parte de la mitología familiar, y Andrés va feliz por la vida diciendo que tiene una uña negra como prueba de que lo nuestro estaba escrito y dictado por Dios mismo, pero en ese momento yo me quise morir y sospecho que él me quiso matar. Y, claro, acabamos con la solemnidad del momento porque Juan se dio cuenta y se atacó de risa.
Y, para contribuir a la teoría de Andrés, resultó que él acababa de terminar con una novia muy adecuada y de muy buena familia y yo (aunque en ese momento no lo sabía) estaba en vías de deshacerme de una relación nefasta con un tipo que se dedicó a maltratarme todo lo que quiso nomás porque yo me dejaba.
Así que, después de desahogar rapidito el trámite de la felicitación al padre Juan Diego (no le besé la mano, pero sí hice la finta, porque su mamá me estaba supervisando), cumplí con decirle a Andrés que estaba apenadísima y que si seguro no se le habría roto nada y si no sería cosa de que lo llevara al hospital, no fuera a ser.
Obviamente no tenía roto nada, si tampoco es que fuera yo un paquidermo, pero algo pasó, que vi a Andrés y, como en las películas cursis, pasó frente a mí la película de lo que podría ser mi vida junto a alguien como él, alguien que no tuviera millones de opiniones, que no estuviera todo el tiempo compitiendo conmigo y que fuera suficientemente bueno como para hacerle plática a las amigas de su mamá.
Y él confiesa que estaba también harto, pero de salir siempre con la misma mujer, aunque tuviera diferente nombre.
Dos años después, mientras pasábamos Año Nuevo en Nayarit con sus papás, me propuso matrimonio.
Dos años y medio después, mi mamá dijo en una junta que se sentía un poco mal. Cuando la ambulancia llegó al hospital, ya estaba muerta de un infarto fulminante.
Dos años y medio menos una tarde después, mi mamá y yo peleamos porque, según ella, más que casarme, lo que estaba haciendo era enterrar mi carrera y mis posibilidades de éxito profesional.
Dos años y nueve meses después, Andrés y yo nos casamos en una boda bastante deslucidita porque quién quiere bailar cumbias en esas circunstancias, pero no era cosa de tirar a la basura los depósitos y lo que ya habíamos pagado porque eso sí, mi mamá, asesora financiera de las grandes, nunca me lo hubiera perdonado.
Y yo nunca le hice mucho caso a las quejas de mi mamá sobre mi futuro porque no eran ciertas: yo no tenía por qué dejar de trabajar. De ninguna manera.
Luego me embaracé.
Y luego eso de que quién se queda a cuidar a los niños. Y el costo de una persona que los cuidara era tal, que no había trabajo de medio tiempo que lo cubriera.
Así que me quedé con mi trabajo de tiempo completo. En mi casa, con mis hijos.
DE: MÓNICA
¿Ya viste el chat?
DE: SUSANA
Ay, no. Nunca veo el chat. ¿Qué dice?
DE: MÓNICA
Reenviado:
DE: ANALO
Porfa, las que trabajan fuera de casa, ¡urge que contesten! Todas tenemos 1000 chamba, pero si no nos ponemos de acuerdo, nos van a agarrar las prisas. Porfa, CONTESTEN!!!!
DE: SUSANA
¿Contestar de qué?
DE: MÓNICA
Del festival de navidad. Que, obviamente, urge organizar porque estamos en oc-tu-bre.
DE: SUSANA
No la peles. Únete a mi resistencia pacífica.
DE: MÓNICA
No puedo. Me da culpa.
DE: SUSANA
A mí me da culpa todo. ESO, no.
DE: MÓNICA
Dichosa tú.
Susana no tenía pensado casarse con el vecinito. Ni siquiera tenía en su universo al vecinito, y ni siquiera le gustaba decirle el vecinito. Era el nombre con el que su mamá había bautizado a Andrés desde el momento mismo en que volvió a aparecer por la vida de los Fernández.
—¿Y tú, muchachito, a qué te dedicas? —le soltó el sábado en que Susana, armada de un extraño valor que no sabía de dónde había sacado, lo invitó a comer a casa de sus papás.
Tenían ya casi tres meses saliendo, desde que se habían reencontrado en la fila para el besamanos del padre Juan. Susana, si le preguntaban dónde había conocido a Andrés, decía siempre que habían sido vecinos y no daba más explicaciones, como si fuera muy normal que uno se reencontrara con sus vecinos de la infancia