—Mijita, ¡qué bárbara! —la voz de don Eduardo se escuchó por todo el coche de Susana—. No le diste chance de nada, al pobre.
—¿Yo? —preguntó Susana, intrigada—. ¿Yo qué dije?
—No, pues te le fuiste a la yugular, así, de a tiro.
Susana trató de hacer memoria. No recordaba haber sido particularmente salvaje. No que no tuviera ganas, pero ni de casualidad había dicho todo lo que tenía ganas de decir.
—No entiendo a qué te refieres, papacito —el cansancio la hacía tener menos paciencia que de costumbre—, según yo, no dije nada fuera de lo normal.
—No, si no me quejo de lo que dijiste, mijita. Sino lo que se veía que estabas pensando —dijo don Eduardo, críptico—. Mira, no es tanto que lo defienda a él como que defiendo a mi generación, oye. No sabes lo que es que te sienten frente a un escuincle que podría ser tu hijo y que te agarre de su puerquito.
Ah, ya lo entendí todo.
El relevo generacional no era un tema que don Eduardo llevara bien últimamente. Toda su vida fue un entusiasta de apoyar a los jóvenes y guiarlos para que construyeran sus carreras hasta que uno de esos jóvenes que había apoyado, recientemente nombrado director de la Facultad de Ciencias Políticas, lo había invitado a desayunar para sondear discretamente qué opinaría de comenzar su proceso de jubilación, porque había una larga fila de maestros más jóvenes a los que su plaza de tiempo completo les vendría muy bien.
—Yo sé que no necesariamente ser viejo lo hace ser sabio, mijita —dijo, provocando que Susana se preguntara si seguirían hablando de la entrevista o si ya su papá se había internado en los tupidos bosques de sus propias dudas existenciales—, pero ustedes de pronto es que no se miden, no ven la fuerza que tienen.
Susana respiró profundo.
—Papá —dijo, más tranquila—, creo que ya sé de qué hablas. Pero, en mi descargo, ¡era la tercera vez que mencionaba al candidato que no era! Ese hombre del que hablaba fue diputado en el noventa y cuatro; ¡hace más de veinte años, papá! Si no decíamos algo, iba a parecer que no nos estábamos dando cuenta, y perdón, pero sí nos estábamos dando cuenta. Todo México se estaba dando cuenta.
Don Eduardo soltó una risa derrotada, y Susana sonrió también, mientras miraba su espejo para entrar al periférico.
—Al menos podrías haber hecho un esfuerzo para que no se te notara que lo estabas disfrutando.
Ante eso no podía decir nada, porque la verdad es que sí experimentó una cierta alegría de poner al periodista en su lugar, pero, más que eso, disfrutaba hacer lo que hacía. Se quejaba mucho, pero era parte de la etiqueta del oficio: ni modo que dijera que le encantaba su trabajo y que gozaba cada minuto que pasaba alimentando su gastritis. Eso no era sano. Tenía que decir algo como que era un tormento, pero alguien tenía que sobrellevarlo, y fingir que sufría enormemente pero que era la cruz que tenía que cargar por poseer un talento tan grande para la comunicación política.
Podría hacerlo un changuito con un diccionario, pero no se los vamos a decir.
—¿Quién crees que me habló hace rato? —dijo Susana, buscando un tema más trivial.
—No sé —dijo don Eduardo—, ¿tu hermana?
—Sí, claro. Me habló para preguntarme qué zapatos traía puestos, pero no me refería a ella.
—¿Entonces?
—¿Te acuerdas de Juan, el vecino?
—¿El hijo de los Echeverría?
—Ese mero.
Susana le tocó el claxon a un Tsuru que se cambió de carril sin fijarse y por nada se lleva su espejo.
—¡Mijita! —dijo don Eduardo—. ¿Qué pasa? ¿Estás bien?
—Sí, papá. Sólo un tarado que no conoce las direccionales. ¿Van a estar en la casa?
—Sí. Van a venir Fernando y Toni, ya sabes que nos gusta ver los resultados. ¿Tú no quieres venir? Te prometo que te puedo tener unas ramitas de apio para que roas, mientras los demás comemos paté y carnes frías.
Susana dejó pasar el comentario.
Se nota que a ti Catalina no te tortura con tus caderas, papacito.
En realidad, ni todo el apio ni todo el paté del mundo la hubieran convencido de pasar la tarde conviviendo con su jefe y con la esposa de su jefe. La perspectiva le daba como un poco de taquicardia, de esa que se siente cuando uno se acerca demasiado a un acantilado o se asoma por la terraza de un vigésimo piso.
—No, creo que mejor no, papá. Estoy cansadísima y todavía tengo que pasar a la oficina.
Don Eduardo hizo un ruido de desaprobación.
—Ese afán tuyo de trabajar y trabajar, mijita.
—Ni modo, papacito. A alguien le tiene que tocar.
Cuando se abrió el elevador, le sorprendió ver la mayoría de los cubículos y las oficinas apagados. Claramente, nadie había considerado pertinente darse una vuelta por el changarro a ver si algo se ofrecía.
En la oficina de Fernando había una televisión prendida. Cuando estaba a punto de apagarla, escuchó ruidos y vio a los becarios aproximarse con pinta de estar enormemente satisfechos consigo mismos. Una chica —¿Luisa? ¿Lucía? ¿Lilia?— sostenía en la mano un paquete de cerveza Sol con limón y Miguel —casi estaba segura de que se llamaba Miguel— cargaba un bote de basura rebosante de palomitas de microondas.
Susana se preguntó si siquiera lo habrían lavado antes de llenarlo de comida. Pero no era cosa de delatarse como la adulta del grupo. De por sí, tenían cara de conejitos frente a la escopeta.
—¡Maestra! —exclamó Miguel—, ¡qué bueno que vino! ¿No se quiere quedar?
Susana se admiró de su capacidad para fingir bajo presión. No era una cualidad despreciable en esta profesión.
—Ay, sí me darían ganas —dijo, correspondiendo a una mentira con otra—, pero quedé de pasar a casa de mis papás.
Se encogió de hombros, como llena de pesar.
—Ni modo. Ustedes diviértanse, muchachos, aprovechen que son jóvenes y que no tienen compromisos.
Los dejó frente a la tele y los resultados electorales y se volvió a subir al elevador.
Sacó su celular. Ignoró todas las alertas de mensajes y correos y pasó los ojos por las actualizaciones de noticias. Si en su constitución hubiera estado la posibilidad de no preocuparse, hubiera pensado que no había de qué preocuparse.
Pasó, una detrás de otra, las notificaciones. Hasta que abrió la aplicación del teléfono, como si no se diera cuenta de lo que hacía.
Su dedo índice se detuvo encima de un número.
Nada más le voy a marcar para tocar base. No por otra cosa, sino porque ni modo que uno no esté en contacto en un día así. Qué tal que hay algo que yo deba saber.
No se convencía ni a sí misma, pero marcó de todas maneras.
—¿Cómo viste? —preguntó Susana, en cuanto escuchó que se conectaba la llamada.
—Muy bien. Te viste súper ruda.
—Ay, claro que no.
Ay, Susana, suenas como quinceañera.
Se aclaró la garganta.
—¿Sabes si ya están saliendo los preliminares?
—Sí, ya hay varios. ¿No quieres venir a verlos?
—Pues…