Pero ¿a quién le importa? ¿Quién le pregunta su opinión a una señora que pasa el día de la elección cuidando que sus hijos no se caigan del triciclo?
Se levantó con muchos trabajos, teniendo que detenerse del borde del mueble para impulsarse y maldiciendo a Mónica por arrastrarla a esa clase salvaje de aeróbics glorificados.
Hizo lo que hacía siempre que necesitaba volcar en alguien sus miles de opiniones. Le llamó a su papá.
A su casa, obviamente; si su papá era de esa generación que no sólo tenía una línea de teléfono fija, sino que la usaba regularmente y no entendía que las personas usaran dentro de su casa un aparato diseñado para funcionar cuando no se tenía una línea fija a mano.
Pero nadie contestó. Ni siquiera Blanquita. Susana dejó sonar diez veces el teléfono, por si Blanquita otra vez había perdido el inalámbrico que le habían puesto en su cuarto justamente para que no tuviera que salir corriendo cada vez que sonara. Pero Blanquita se había ido con Laura a Veracruz, para votar allá y para que Lucio conociera a su familia.
¿Por qué no contesta? ¿Será que le pasó algo? Ay, no, que no le haya pasado nada porque Catalina no me va a dejar en paz nunca.
Estaba mal, lo sabía bien, que ésa fuera su primera preocupación; no el bienestar de su papacito lindo, no; no una inquietud genuina porque estuviera solo en ese caserón que se negaba a abandonar, no. Lo que realmente le podía era que eso le iba a dar armas a su hermanita para insistir en que su papá ya no estaba en condiciones de decidir y que tenían que tener un papel mucho más proactivo en su cuidado.
Que, en lenguaje de Catalina, quería decir “por favor, Susanita, hazte cargo”.
Las manos de Susana temblaban de pura adrenalina mientras marcaba el número del celular de su papá. Si no contestaba, iba a tener que ir a su casa a ver qué estaba pasando.
Uf, pero qué tal que se cayó o algo, y hay que levantarlo. Yo no sé si puedo. Pero ni modo que vaya Andrés, porque quién se queda con los gemelos. Habría que llevárnoslos. Ay, pero ya están dormidos, y con lo que cuesta que se queden.
—¡Bueno! —contestó don Eduardo, en medio de lo que claramente era una fiesta de aquéllas; se oía a alguien que pedía a gritos otro tequila y al menos dos voces que cantaban (horrible) el himno nacional—. ¡Bueno!
—¡Papá! ¡Papá! —Susana se tapó un oído para escuchar mejor—, ¿dónde andas?
—¿Susanita?
—No, papá, el hada Campanita.
—¿Quién?
—Soy Susana, papá, ¿dónde estás?
—Estoy en casa de Antonio, mijita; nos juntamos varios a esperar el resultado.
—¡Y ya nos vamos al Ángel, Lalito; dile que nos alcance! —se oyó una voz a lo lejos.
Lo que me faltaba.
Susana no podía pensar en algo más inapropiado que su padre, con su cadera de titanio, internándose entre las multitudes en torno a la columna del Ángel de la Independencia.
—No vas a ir al Ángel, ¿verdad, papá? —dijo, tratando de que su voz no sonara como cuando le prohibía a sus hijos los clavados en la alberca.
—No, mijita, ya en un ratito me voy a la casa.
—¿Vas manejando?
—No, no. Orita me piden un Uber.
No le dio tiempo de preguntarle en qué momento había pasado de pedir taxis al sitio de la esquina, donde conocía a todos los choferes, a utilizar Uber. Ni, ahora que lo pensaba, a quién se refería cuando decía que “se lo iban” a pedir. Simplemente le dijo “adiós, mijita, besos a los niños y a tu marido y más a ti”, y le colgó.
Susana se quedó viendo su teléfono con indignación. Si acaso, su sensación de irrelevancia no había hecho más que aumentar.
Para colmo, los únicos tópers con tapa que había encontrado eran de crema Chipilo, y Andrés no soportaba que los usaran más que estrictamente dentro de la casa.
—Como si no nos alcanzara para unos más decentes —decía.
Susana suspiró y sacó de la alacena un par de bolsas de plástico con cierre. Entre la desaprobación de Andrés y la de los organizadores del curso de verano, que la iban a tachar de consumista y cómplice en todos los crímenes en contra del planeta por introducir en su ambiente ecológico y sustentable dos perversísimas bolsas de plástico, prefería cargar con el odio de los jipis.
El curso de verano, con los jipis, también había sido idea de Mónica. Hasta donde Susana tenía entendido, su hermana, que llevaba años dedicada a la apicultura en un pueblo perdido de Morelos, era una de las organizadoras. No era que un curso sobre vida sustentable hubiera sido su primera opción en otras circunstancias —de hecho, la lista de materiales, que incluía dos paliacates y un par de guantes de lavar los trastes por niño, dos kilos de tierra, un envase de refresco de dos litros partido a la mitad y cinco lombrices, la había hecho cuestionar un poco su decisión—, pero dado que los cursos a los que se habían inscrito la mayoría de los compañeritos de los gemelos, y los hijos de su cuñado, por supuesto, costaban por una semana el equivalente a dos colegiaturas, pidió que la excluyeran del equipo de perseguir lombrices y consiguió todo lo demás.
A los gemelos les vendió la idea como un entrenamiento para ser exploradores, y como a su abuelo le encantaba sacar el atlas y contarles de la Antártica y el Amazonas, los dejó que pensaran que por ahí iba la cosa. A Andrés, por supuesto, no le dijo que lo más atractivo del curso era el precio, porque a Andrés eso de que se anduviera preocupando por el dinero que no tenían lo ponía muy malito de sus nervios; le dio la vuelta al tema explicándole que los niños estaban felices, que le venía muy bien organizarse con Mónica para llevarlos y traerlos, y que no había tema más relevante para el futuro de los niños y de la humanidad entera que el cuidado medioambiental.
Terminó de empacar los pepinos y el agua y miró su celular. Le parecía muy raro que no hubiera sonado ni una sola vez en toda la tarde. Lo levantó y vio un texto de su papá, avisándole que ya había llegado a su casa.
Cortó a la mitad el bote de refresco, después de ver un tutorial que aconsejaba hacerlo con un cuchillo caliente. Dividió la tierra en dos bolsas para que cada niño llevara la suya. Sacó del clóset de las escobas las mochilas de los niños y guardó el material de cada uno. Miró otra vez su celular. El grupo de WhatsApp de las mamás de la escuela decía que tenía 128 mensajes sin leer. Cómo estarían las cosas, que hasta estuvo tentada a leerlos.
Le escribió a Mónica para preguntarle si ya tenía todo para el día siguiente, más para que alguien le contestara que porque realmente le interesara saberlo.
Esperó cinco minutos, sin respuesta de Mónica.
Síndrome de miembro fantasma.
Había escuchado el término en esa serie de un doctor neurótico que a Andrés le obsesionaba y que volvía a ver una vez tras otra, y así se sentía. Como esos heridos de guerra a los que les duele la mano que ya no tienen, a Susana le escocía un miembro fantasma.
¿Qué hacía con todas sus ideas y todas sus palabras? Le daban vueltas en la cabeza como si fueran moscas tratando de encontrar aunque fuera una rendija. Andrés ya ponía cara de estoica resignación cuando le hablaba del tema, Mónica sólo decía que ella no creía en los políticos profesionales sino en la acción colectiva, y su papá y Catalina le daban el avión de manera espectacular. Por primera vez en una elección presidencial desde que era mayor de edad, Susana se sentía fuera de la jugada y, francamente, como perro sin dueño.
—No estás considerando el voto duro.
—¿Perdón?