—Iba a ir a mi casa —dijo, rápido—. Bueno, en realidad había pensado ir a casa de mis papás, pero va a estar Fernando.
—Y nadie quiere ver a su jefe cuando estamos a punto de abrir nuestro propio despacho, ¿verdad? Sobre todo cuando no le hemos dado la sorpresita de que nos vamos.
—Exacto.
—Pues no vayas y vente para acá —la voz se tornó persuasiva—. Seguro ni has comido, ¿verdad? ¿Te voy pidiendo algo?
Susana sabía que era muy mala idea. Si hubiera estado en el cine, viéndose en la pantalla, seguramente voltearía con quien tuviera junto y le diría “bueno, pero es que ésta es idiota”.
—No —dijo, sin ninguna convicción—; es que mañana tengo que estar muy temprano. Es lunes.
—Todo el mundo va a estar crudo. ¿Qué te pido?
También, si se estuviera viendo en la pantalla, sabría en qué iba a terminar esa conversación.
—Un consomé y unos nopales con queso.
Mami, ¿por qué tú no trabajas?
“Mami, ¿por qué tú no trabajas?”
Y pensar que estábamos tan preocupados porque los gemelos no hablaban. Pensamos en llevarlos a un terapeuta y todo porque qué tal que era algo del oído, o qué tal que no estaban recibiendo los suficientes estímulos en su casa. Aunque mi papá decía siempre que esos pobres niños no hablaban porque entre Andrés y yo no les dábamos oportunidad.
—Déjalos tantito que hagan su vida y vas a ver si no empiezan a manifestarse —decía.
También decía que el problema era que éramos muy exagerados y vivíamos en un mundo que a fuerza quiere encontrarle defectos a los chamacos.
—Míralos, Susanita —mientras miraba con arrobo cómo Carlitos se metía el dedo a la nariz y Rosario chupaba insistentemente la esquina del trapito sin el cual no podía dormir—. Son perfectos.
No es que yo no estuviera de acuerdo. Claro que pensaba que mis hijos eran perfectos; de entrada, porque eran míos y de Andrés, pero también porque los veía todos los días a todas horas y me daba cuenta de que aprendían y se les movían los engranes a toda velocidad. Pero, entonces, ¿por qué demonios no hablaban? ¿Por qué nada más mugían frenéticamente cuando querían manifestar su descontento o se limitaban a balbucir algo que lejanamente, y con mucha imaginación, sonaba como “leche” o “mamá”?
Y no ayudaba nada que los hijos de Jorge mi cuñado, y Tatiana, su esposa perfecta, hablaran de corridito y en varios idiomas. Eran un par de años más grandes, pero eso Andrés no lo entendía. Sistemáticamente salíamos cada domingo de casa de mis suegros con la moral por los suelos y la certidumbre de que algo les pasaba a nuestros hijos.
Hasta que, de pronto, el milagro. Un buen día, en que Carlitos lloraba y lloraba, sin motivo aparente, y yo no sabía si hablarle al doctor o salirme a la calle con rumbo desconocido y empezar una nueva vida, Rosario se irguió en su sillita alta y, viéndome muy seria, como siempre ha visto ella, me dijo:
—Quiere salir, mamá.
Me tardé en registrar la magnitud de lo que estaba sucediendo. Sólo después de que le había soltado un indignado “¿y tú cómo sabes?” a manera de respuesta, caí en cuenta de lo que había pasado. Y no hubo vuelta atrás: a partir de ese momento, Rosario se convirtió en la intérprete oficial de su hermano hasta que Carlitos sintió que se le estaba malinterpretando y decidió que ya estaba bueno y que iba a hablar él también.
Eso fue más o menos a los dos años. Y no se han callado desde entonces.
Ya sé, ya sé, quién me entiende. Pero igual que de pronto tengo ganas de que vuelvan a esa etapa en que eran unos bultitos que se quedaban quietos donde uno los dejaba, también a veces querría un poco de paz y tranquilidad. No necesariamente silencio, porque con los niños, sobre todo con los gemelos y su increíble capacidad para transmitirse planes malévolos de manera cuasitelepática, uno aprende pronto que el silencio antecede invariablemente a la catástrofe.
—Los niños están muy callados, ¿por qué no vas a ver qué están haciendo?
Es una frase que decimos mi marido o yo diez veces cada tarde. Y con frecuencia lo que encontramos es peor que lo que nos imaginábamos: uno ya dio con las tijeras que estaban escondidas en un sitio teóricamente muy seguro, la otra ya le dio la vuelta al bote de basura y está trepada tratando de abrir la llave del agua, lo que sea. Todo puede ser si los niños están callados.
Más bien, me refiero a ese bonito momento en que ni siquiera podían formularse preguntas. Todo lo aceptaban como venía y con eso se conformaban. No querían saberlo todo y, mejor todavía, no pensaban que todo eso que querían saber tenía que provenir directamente de la boca y la sabiduría de su madre.
Cuando no salían a la calle todos los días después de la escuela con la boca llena de preguntas, vamos.
Porque lo peor es que una les contesta más o menos lo que puede idear en ese momento, entre la miss de la puerta que te dice que no se te vaya a olvidar que es la semana de traer periódico para reciclar y el microbús que de ninguna manera está dispuesto a pararse por más que sea el paso cebra y tú tengas preferencia, y ellos tal vez insisten o tal vez deciden darse por satisfechos, pero luego llegan a su casa y siguen con su vida, y tú te quedas con la pregunta atravesada entre pecho y espalda y con la necesidad imperiosa de responderla, porque, demonios, a ti te enseñaron que en esta vida el único que triunfa es el que tiene todas las respuestas. TODAS.
Así que aquí estoy, sentada en la sala de mi casa, a las tres de la mañana, tratando de responderle al Carlitos y la Rosario que viven en mi cabeza por qué su mamá no trabaja.
¿Qué les contesto? Bueno, ya nada. En ese momento, en que íbamos los tres negociando la banqueta después de la escuela, les dije lo primero que me vino a la mente, algo muy dignificador como que hacerse cargo de ellos y de la casa también era un trabajo, aunque no me pagaran un sueldo ni me dieran descanso los fines de semana, pero con todo y que son un par de enanos muy sabios, no me entendieron. Obviamente, eso no era lo que me estaban preguntando. Obviamente, ellos querían saber por qué yo no era como su papá, o como la mamá de su amigo José Pablo, y no iba todos los días a una oficina.
Bueno, pues porque en eso quedé con su papá cuando nos casamos. Para horror de sus abuelos, niños, yo renuncié voluntariamente a un trabajo de oficina y de tacones todos los días, y de sentirnos todos muy importantes y muy inmersos en la construcción de la vida democrática del país, porque iba a tener un hijo y no era cosa de abandonarlo porque los niños crecen mucho mejor cuando tienen a una madre abnegada que se queda en la casa a velar por ellos.
Obviamente el argumento no estaba planteado exactamente en esos términos, pero sí en unos muy, muy parecidos.
Vamos, tampoco puedo decir que me hubiera pescado por sorpresa. Si Andrés y yo nos conocimos desde que teníamos doce años y éramos vecinos en una colonia bien fresa, antes de que mis papás compraran el terreno en Tlalpan y decidieran mudarnos a todos porque así mi mamá estaba más cerca de su oficina y mi papá de la UNAM.
Antes siquiera de pensar que iba a ser el padre de mis hijos, yo ya era amiga de su hermano más chico, Juan. Juanito, que era un desastre y peleaba todo el día con sus padres, hasta el día en que decidió enfrentar su destino, hacerse cargo de que le habían puesto Juan Diego por alguna razón, y meterse al seminario. Cuando me habló para contarme, cuando los dos estábamos a punto de terminar la carrera, no lo podía creer.
—¡Pero si ya te faltan dos créditos para acabar Ingeniería! —dije, como si entregarle la vida a Dios fuera equivalente a cambiar una licenciatura por otra.
Juan sólo se rio y me explicó que era algo que había estado pensando durante mucho tiempo y apenas había juntado fuerzas.
—Amparito debe estar feliz —dije, pensando