Señaló hacia el estudio de televisión, donde entrevistaban a un argentino que se anunciaba como especialista en América Latina y que, hasta eso, no lo estaba haciendo mal.
Pero no está tomando en cuenta el voto duro.
—Bueno, pues ya quedaste; ¿segura no quieres un poquito de sombra, tantito rímel?
Susana sonrió mientras movía la cabeza. No le iba a explicar, pero prefería evitar un contagio de conjuntivitis salvaje. Lo había aprendido a la mala en las últimas elecciones intermedias. Lo único que aceptaba que le pusieran era polvo, y eso porque ya se le hacía feo decir que no.
—Pues mucha suerte —dijo la maquillista, guardando sus cosas.
Susana respiró profundo, sintiendo que la recorría la adrenalina de siempre que estaba a punto de entrar al aire. Repasó en su cabeza las cifras que acababan de mandarle a su teléfono.
Ay, ¿cuál era el distrito que estaba en pleito en Coahuila?
Se buscó el celular en los bolsillos, sólo para recordar que traía puesto un vestido sin bolsillos. Según Catalina, los bolsillos la hacían ver todavía más caderona, y Susana, como siempre, la obedecía. Aunque no sin algo de resistencia. De entrada, ese “todavía más” le parecía francamente innecesario. Y luego, ¿cómo funciona una persona sin bolsillos?
—¿Y si se me escurre un moco? ¿Qué tal que necesito un klínex? ¿O mi celular?
Pero Catalina no estaba dispuesta a ceder, y Susana ya sabía que si salía en la tele con un vestuario que no hubiera sido previamente aprobado por Catalina, se arriesgaba a un torrente inagotable de “telodijes”. Toda su familia tenía que opinar cada vez que daba una entrevista. Era una lata.
—¿Sabrás de casualidad dónde habrá quedado mi bolsa? —le preguntó con una sonrisa al becario que le habían asignado de la campaña para que fuera su asistente ¿Se llamaba Marcos? ¿Mateo? ¿Miguel?—. Una negra, grande.
—Te la iba a pasar —dijo MarcosMigueloMateo—, no sé si es tu teléfono, pero hay algo ahí adentro que está vibre y vibre.
Susana abrió su bolsa. Se le había olvidado que lo había puesto en vibración porque era ese momento de la campaña en que cada vez que oía el ¡PING! de un mensaje, le daba taquicardia.
—Estos días son lo peor —dijo—. Ya me urge que esto se acabe.
—¿Ha estado muy fuerte? —preguntó el becario, que venía llegando a todo; se había incorporado a la campaña cuando las encuestas empezaron a anunciar que su candidato tenía amplias probabilidades de ganar.
—Espantosa —dijo Susana, revisando la pantalla de su teléfono—. Claro que todos los años decimos lo mismo.
Le hizo un guiño al muchachito mientras escuchaba sus mensajes de voz.
Ay, papá. Ya sé que ese periodista fue contigo a la Facultad. Y que copiaba, sí. Pero ni modo que lo diga en televisión abierta.
Claro, ahora sí me habla este patán. Claro, porque quiere un comentario. No, chulis, fíjate que no es tan fácil.
El siguiente mensaje la hizo soltar un grito.
—¡Noooo!
—¿Pasa algo? ¿Necesitas algo? —MarcosMiguelMateo se levantó de su silla como resorte—, ¿te traigo algo?
—No, no —dijo Susana—. El mensaje de un amigo, que me agarró de sorpresa.
—¿Bueno o malo?
Susana se quedó pensando.
—Bueno, yo creo. Digamos que como que se va a recibir.
Este muchacho no tiene por qué enterarse que mi vecinito de la infancia se acaba de ordenar de sacerdote. No tengo tiempo ni ganas de explicarle la complejidad de mi perfil.
Hablando de tiempo, ¿qué quería yo buscar?
—¿Sabes en qué sí me puedes ayudar? —dijo Susana y el becario se incorporó de inmediato.
Igual que el Engels cuando mi papá le enseña su correa.
Susana sabía que estaba mal comparar a los becarios con el perro de su papá, pero no pudo evitarlo.
—¿Me puedes conseguir conteos rápidos de Piedras Negras?
MarcosMigueloMateo se mordió la uña del pulgar derecho.
—Claro —dijo, sin un ápice de convicción—. Eso es en Coahuila, ¿verdad?
Susana abrió la boca para decir algo. Luego la cerró.
—Sí —dijo, despacio—. Es en Coahuila.
El Engels lo hubiera sabido.
Esa mañana, cuando salió de su casa al diez para las nueve para ser la primera en votar y llegar corriendo a su primera entrevista, Susana no se imaginó que parte de su día iba a estar dedicada a darle a un estudiante de licenciatura una lección de geografía. Pero así de sorpresiva era la vida: un minuto estás preparándote para debatir en televisión y al siguiente tienes que buscar en tu teléfono inteligente un mapa de México para ilustrar la división política y geográfica del norte del país.
—Si me puede acompañar por aquí, por favor.
Susana hizo un esfuerzo por no darse por enterada de la cara de alivio que puso el becario cuando el productor apareció para llevársela al estudio. Lo siguió con toda la velocidad que le permitían los tacones contra el piso resbaloso y sembrado de cables.
Saludó de mano al conductor del programa y le sonrió al periodista copión compañero de su papá.
—Señorita Fernández —dijo el periodista, alzándose cuan alto era, que no era más de un metro sesenta y pocos, y eso que sus zapatos tenían un taconcito de los que según Susana se habían prohibido después de los años setenta—. ¿Cómo está usted? ¿Qué cuenta su padre?
—Mi papá está muy bien, muchas gracias. Le manda saludos.
Y soy maestra, no señorita, señor.
Pero la frase nunca salió de su cabeza. Si algo sabía Susana era quedarse callada para no meterse en problemas.
Porque a Susana no le gustaba meterse en problemas. Menos aún, con una gloria pasada del periodismo a quien las reivindicaciones feministas, lo había dicho en más de un foro, le parecían una pérdida de tiempo y simples ganas de las mujeres de hacerla de tos.
—Qué día, ¿no? —dijo, por calmar a su cabeza y por llenar el silencio con algo—. Bueno, qué año.
—De locos —dijo el conductor—. Y pinta para ponerse peor.
—Uy, no saben cuánto —dijo el periodista, con cara de que traía exclusiva—; según me dicen, el otro candidato no se va a quedar tranquilo.
Susana tuvo que contenerse para no voltear los ojos al revés. El candidato al que se refería había pasado la campaña acusando al gobierno de manipular las elecciones y avisando mitin tras mitin que se iba a negar a aceptar una derrota.
Mchale. Notición.
Susana, gobiérnate.
—Yo por eso no trabajo en campañas nacionales. Me quedo en mis distritos.
—No, niña, no —dijo el periodista, y Susana tuvo que agarrarse con las dos manos al borde de la silla para recordarse que tenía que conservar la calma—; cómo va usted a decir eso, ¡con tanto talento y tanta juventud y tanta vida por delante! La emoción está en la grande. En la silla que sí cuenta.
Susana sólo sonrió.
Claro, señor. Si por eso este país está como está, porque todos están preocupados por la elección presidencial y nadie se ocupa de la política local. Y ahí es donde