La psicóloga de Medjugorje. Antonio Gargallo Gil. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Antonio Gargallo Gil
Издательство: Bookwire
Серия: El psicólogo de Nazaret
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788418631092
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personificada con una belleza que enamoraba con tan solo una mirada. Sus clases se habían convertido en el único aliciente del día, no solo para él, sino para la competencia. Igual que él, había muchos otros que estaban locamente enamorados de la profesora y quienes asistían a clase solo para verla.

      Desde el primer momento que la conoció sintió algo especial, una química desbordante, pero no sabía si sería recíproca, principalmente porque llevaba un anillo de casada que, al inicio de cada clase, miraba con el deseo ardiente de que al día siguiente dejara de llevarlo porque significaría que habría dejado a su marido y, quizás, juntos podrían alzar el vuelo como tórtolas que recorren en libertad la inmensidad de la atmósfera. Soñaba con ese momento día y noche, pero la fortuna parecía no estar de su parte porque cada nuevo amanecer veía relucir esa pequeña joya de color dorado que se incrustaba en su corazón como una aguja hirviendo.

      «Maldición, ¡sigue llevando el anillo!», pensó en cuanto vio a Cristina entrar pocos segundos después de sonar la bocina. Sentimiento apático que desapareció al percatarse de que estaban solos en clase. No había nadie del módulo de respeto, los principales asistentes, probablemente porque algún funcionario habría tenido algún contratiempo y sacaría a los reclusos con retraso. No era común, pero sí una gran oportunidad para abrir su corazón de una vez y para siempre. ¡El destino por fin le sonreía!

      —Buenos días, Francisco.

      —¡Buenos días! —repuso con nerviosismo ante la mirada imponente de Cristina. Estaba realmente atractiva con aquellos pantalones vaqueros azulados y jersey negro a juego con sus zapatos. Siempre discreta, pero imposible ocultar el atractivo de una mujer madura irresistible a los ojos de cualquier hombre. Al fin y al cabo a él no le importaba la edad, aunque pudiese ser diez o doce años mayor. El amor no entendía de edad y menos si la persona que tenía enfrente conseguía que su corazón vibrase con tan solo una mirada.

      —¡Qué raro que no haya nadie!

      —En breve llegarán, se habrá retrasado el funcionario.

      —Les daremos unos minutos de cortesía, en ese caso —expuso Cristina mientras dejaba su carpeta sobre su escritorio—. ¿Cómo estás?

      «¡Me está sonriendo y se está preocupando por mí! ¡Eso es porque le gusto! ¡Lo sabía!».

      —No tan bien como usted, porque está guapísima, pero bien.

      —Chico, muchas gracias, así da gusto empezar el día.

      «Tengo que aprovechar la ocasión, antes de que se presenten los buitres del módulo seis».

      —¿Sabe que me dan la libertad en apenas dos semanas?

      —Ah, sí, ¡enhorabuena! —repuso Cristina con una sonrisa ladina.

      «Venga, es el momento. ¡Ahora o nunca!».

      Francisco se rascó la cabeza, cogió aire y se lanzó del avión sin paracaídas, a riesgo de recibir el mayor tortazo de su vida. Si le decía que no, ya nada tendría sentido.

      —Si quiere me puede facilitar su número de teléfono y tomamos algo cuando ya esté fuera.

      Un silencio sepulcral se hizo en la clase y el temblor volvía a hacer acto de presencia en su castigado cuerpo. ¿Por qué se ponía tan nervioso cuando una chica le gustaba? Tenía la sensación de estar siendo devorado en vida por las termitas y cada segundo que pasaba lo dejaba más indefenso.

      Cristina abrió su carpeta y de ella extrajo un folio que entregó a Francisco.

      —Bueno, vamos a comenzar la clase, no sea que estemos esperando en balde.

      «¿Por qué se hace la estrecha?», se preguntó con un nudo en la garganta.

      «Ataca ahora —susurró el coronel de la muerte—, no ves que quiere que insistas».

      «Está casada, ¿es que no te das cuenta de que está esquivando tu proposición? Y, por otro lado, deberías respetar ese sacramento sagrado», masculló la suave voz del capitán de la vida.

      «Pero ¿no te das cuenta de cómo te sonríe todos los días? ¿No has visto cómo le ha halagado tu piropo? Es ahora o nunca, imbécil. ¿Acaso crees que vas a volver a tener una oportunidad como la de ahora? El destino ha hecho que os encontréis solos», instó el coronel de la muerte.

      «Cierto, no volveré a encontrar una ocasión como esta», pensó Francisco ante el devenir de sus pensamientos.

      —Sé que no puede facilitar sus datos a ningún interno, pero no se lo diré a nadie… Se lo prometo —espetó Francisco con las cuerdas vocales a ritmo de una lavadora en marcha.

      Cristina se sonrojó. Sin apenas darse cuenta estaba metida en un callejón sin salida, rogando que los otros internos llegasen para zanjar un tema en el que ni siquiera quería entrar.

      —No creo que le hiciese mucha gracia a mi marido —dijo Cristina buscando ser lo más tajante y clara posible, aunque con la educación suficiente para no herir los sentimientos de aquel joven en cuyas venas veía como circulaba la exasperante soledad—. La verdad es que estoy muy ocupada con mis hijos y ni siquiera puedo quedar con mis amigas.

      Las palabras de Cristina atravesaron el corazón de Francisco como flechas infectadas de dolor. La saliva se le convirtió en limón y el aire en plomo, dejándole el más amargo y pesado sentir que había experimentado nunca. La vergüenza le cubría con retales que apenas podía disimular, por ello sus ojos tomaron el brillo de quien desea llorar y no puede.

      Un halo de compasión recorrió el cuerpo de la profesora, convertida en espectadora involuntaria de un corazón en llamas que ardía en angustia a través de la mecha de la soledad.

      Cristina leyó en los ojos de su alumno el clamor de un alma atormentada, moribunda, enterrada en los valles de la oscuridad. Fue entonces, cuando, de forma súbita, un pensamiento le vino a la mente como un rayo de luz en una noche lóbrega: ¡Francisco era la persona a la que tenía que entregar la tarjeta de la psicóloga de Medjugorje! Idea que le inundó de paz, lo que confirmaba y ratificaba que era la persona idónea.

      —Tengo algo para ti —dijo Cristina con voz alegre, echándose la mano derecha en el bolsillo de atrás.

      Francisco extendió la mano y cogió la tarjeta verde pistacho que le extendió su profesora y se quedó mirándola sin entender nada.

      —¿Me manda a una psicóloga? —inquirió tras escrutar la tarjeta—. Sé que no estoy bien, pero si no tengo dónde caerme muerto, ¿cómo voy a pagar a una comecocos?

      —Esta mañana me he encontrado a una psicóloga que me ha entregado esa tarjeta. Me ha dicho que era una tarjeta única y que debía entregársela a uno de mis alumnos —exponía Cristina rememorando la conversación mantenida con aquella dama misteriosa—. Además, también me dijo que la persona a la que se la entregase recibiría la terapia de forma completamente gratuita, así que no tienes que preocuparte por el dinero.

      —¡Qué extraño!

      —Te voy a contar algo muy personal —musitó Cristina con una mirada maternal—. Hace unos años estaba tan triste y deprimida que solo deseaba morirme. Me sentía tan mal que la idea del suicidio rondaba en mi ser como las abejas en un enjambre. Un sisear continuo me decía que debía quitarme del medio para dejar de sufrir —Francisco miraba con ojos de incredulidad las palabras de Cristina. ¿Cómo un ser angelical como ella pudo llegar a sentir los mismos sentimientos que él tenía?

      —Mire —dijo Francisco arremangándose la camisa para mostrarle su piel completamente erizada—. Ayer mismo estuve pensando precisamente eso —confesó sin pudor—. Pero yo tengo motivos porque nadie me quiere, al fin y al cabo no soy más que un pobre desgraciado, una escoria de la sociedad sin presente ni futuro.

      —¡Eso mismo pensaba yo! Lo cierto es que llevaba una venda en los ojos que hacía que todo lo viese distorsionado y en blanco y negro, hasta que alguien me enseñó a ver los colores de la vida. Fue un auténtico punto de inflexión —añadió Cristina