La psicóloga de Medjugorje. Antonio Gargallo Gil. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Antonio Gargallo Gil
Издательство: Bookwire
Серия: El psicólogo de Nazaret
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788418631092
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—La voz de Florencio, el capellán, que acababa de aparcar a su lado, despertó a la profesora del breve letargo en el que estaba sumida.

      —¡Buenos días! —contestó Cristina, alzando su mirada y percatándose de la ausencia de quien le había dado la tarjeta—. ¿Miriam? —inquirió en voz alta ante la oscuridad blanquecina en la que estaba inmersa.

      —¡Gracias, Cristina! —escuchó una voz lejana y, a continuación, el ruido del motor de varios coches que llegaban al parking.

      Cristina aceleró el paso dejando a Florencio atrás. Con un poco de suerte la alcanzaría antes de abandonar el recinto, momento que aprovecharía para plantear a Miriam la infinidad de preguntas sin respuesta con las que se había quedado. Además, ¡la tarjeta no tenía ninguna dirección! ¿Cómo una psicóloga profesional podía olvidar plasmar la ubicación de la consulta?

      ¡Era vital detenerla!

      —Espera, Miriam —gritó con más fuerza acelerando su paso.

      Toda esperanza se desvaneció cuando los ojos de Cristina contemplaron cómo, a escasos metros de ella, la puerta principal estaba abierta y nadie a su redor, más que el poderoso ruido del motor del camión de reparto que entraba para desempeñar sus funciones.

      Cristina sintió la impotencia de tener que enfrentarse a las palabras muertas, esas que quedan desnudas sin poderlas vestir con los bellos hábitos de la voz y que, inexorablemente, acaban errando por la mente en forma de eco. Un eco incómodo, doliente, que la dejó desconcertada.

      Durante unos segundos se quedó reflexionando, al menos la experiencia le sirvió para tomar conciencia de lo importante que era hablar las cosas y aclarar cualquier malentendido, sobre todo con las personas queridas. Un día están aquí y, al día siguiente, pueden no estarlo. Y esas palabras muertas yacen en el corazón como estaca hiriente, porque el orgullo no permitió darles voz. Ahora entendía la filosofía y las palabras de su marido: «Si alguna vez nos enfadamos, que no caiga la noche sin antes haberos perdonado».

      2

      El estridente ruido del cerrojo le recordó, una vez más, a la pocilga de cerdos de sus abuelos maternos. ¡No lo soportaba! Diez largos años combatiendo diariamente con el mismo sonido y todavía no se había acostumbrado. Cada vez que lo escuchaba se le resquebrajaba el alma. Una auténtica tortura a la que intentó poner fin en dos ocasiones, pero el destino le privó de la oscuridad infinita. Nada tenía sentido y menos en aquel habitáculo de paredes tortuosas de apenas catorce metros cuadrados cuyas únicas vistas eran unas paredes peladas rodeadas de concertinas.

      La sensación claustrofóbica de lo que se había convertido en un gran ataúd, en lugar de remitir con el paso del tiempo, se hizo cada vez más perenne, hasta el punto de que dormir se convertía en una necesidad imperiosa para evadirse de aquella pesadilla, mientras el trapicheo de pastillas se convertía en su principal mecanismo de subsistencia; el hachís, un consuelo; y la heroína, una debilidad. Hoy había conseguido tres Trankimazines a cambio de seis cigarrillos; un buen botín dado que su cotización iba en aumento. Sin embargo, lamentaba profundamente no haber podido conseguir un poco de heroína para darse un homenaje y celebrar a lo grande su treinta aniversario. Las deudas le empezaban a asfixiar y ya llevaba tres buenos tajos en el cuerpo por no poder hacer frente a ese maldito vicio que lo tenía enganchado desde los dieciocho años.

      Se fumó un porro para calmar su ansiedad y, seguidamente, se tumbó en el catre para volver a viajar con su mente hasta los sitios más recónditos de la Tierra. La imaginación, la única superviviente del lugar donde quedan presos los sueños, era como un hada invisible capaz de birlar la vigilancia y disfrutar de la ansiada libertad.

      En esta ocasión no hubo sueños, no hubo viajes astrales, solo un llanto compungido acompañado por aquellos cuatro muros de soledad. Y dolor, mucho dolor.

      «¿Cómo he podido perder los mejores años de mi juventud encerrado en este antro? ¿Qué he hecho para merecer esta miserable vida? Y, encima, no tengo a nadie que se acuerde de mí. ¡Ni siquiera mis padres han sido capaces de felicitarme! ¿Acaso no saben que estoy sufriendo? ¡Menudos egoístas! ¿Cómo pueden tener un corazón tan mezquino y no ser capaces siquiera de perdonar a un hijo?», los pensamientos de Francisco volvían a descender hasta los infiernos, su segunda morada.

      —Sacadme de aquí —gritó, de repente, despavorido.

      —Francisco, por Dios, ¡cállate o te pondrán un parte! —se oyó una voz de cazalla proveniente de la habitación contigua, separada por una pared tan endeble como el papel de fumar.

      —¡No aguanto más!

      —Te quedan quince días para obtener el tercer grado y disfrutar de tu primer permiso. ¡No la cagues a última hora!

      —¡Silencio! —espetó uno de los funcionarios encargados de la vigilancia nocturna.

      «¿Y adónde iré si no tengo siquiera donde caerme muerto? —se preguntó desconsolado—. Solo hay una manera de poner fin al teatro de la vida. ¡Ya es hora de cerrar el telón!».

      Una imagen le vino a la mente y la dio por válida, a pesar de que en ella se visibilizaba sufriendo una muerte lenta y dolorosa. Francisco buscó el sacapuntas que tenía en su estuche con el firme propósito de extraer la pequeña cuchilla del mismo para chinarse el cuello con la firme idea de acabar desangrado.

      Tras una búsqueda incesante por su desastroso escritorio, lo encontró. Lo tiró al suelo con el fin de reventarlo de un pisotón, aunque al hacerlo se encontró con el contratiempo de que el sacapuntas salió rebotado y acabó desapareciendo bajo la cama.

      —¡Maldita sea! —gruñó en voz baja—. Voy a tener mala suerte hasta para suicidarme.

      Se arrastró como una serpiente hambrienta hasta que se hizo con él. Lo colocó de nuevo en medio de la habitación, se levantó y clavó con furia el pie sobre el pequeño objeto de color amarillo. En esta ocasión no erró y el instrumento escolar quedó destrozado y con la cuchilla libre para llevar a cabo su última misión.

      Cogió el pequeño trozo de metal con la yema de los dedos y, sin más preámbulos, se sentó en la cama para iniciar su cometido.

      «Si arriba hay un Dios que me escucha, te suplico me des una mejor acogida que la que me has dado aquí abajo. ¡Ojalá te hubieses hecho presente en mi vida! No entiendo por qué me has abandonado y te has cebado conmigo», oró a modo de despedida con el corazón impregnado de frustración de quien sabe ha tirado toda una vida por el retrete.

      Aproximó la cuchilla hasta la yugular. El corazón empezó a galopar con furia al verse obligado a caminar hacia el sendero de la muerte pintado de un horizonte gris aterrador. Sus manos empezaron a temblar, mientras las gotas de sudor comenzaban a hacerse presentes en su sien. Su cuerpo mostraba indicios de rebelión ante las órdenes recibidas, por ello la mano que sujetaba la cuchilla bailaba descontroladamente alrededor de un cuello derrotado. Un sentimiento de indecisión empezó a rondar por su mente. Por un lado quería hacerlo para dejar de sufrir, pero por otro no soportaba la idea de ver cómo se desangraba lentamente, además del dolor que suponía romperse las venas. ¿Y qué pasaría con aquellos ojos color esmeralda que, como faro en la noche, habían guiado a su corazón hacia el puerto del amor?

      «¡Qué más da, si nunca ibas a ser correspondido!», instó el coronel de la muerte.

      «Hay muchos peces en el mar», susurró el capitán de la vida.

      «Lo cierto es que tampoco lo he intentado. Si tuviese valor para hacerlo», pensó entre el barullo de voces que invadían su mente.

      «No seas ingenuo, no ves que eres un pobre miserable, un yonqui de pacotilla. ¿Acaso crees que alguien como ella podría fijarse en un tipo como tú?», intervino de nuevo el lado oscuro.

      «Si cometes una locura, perderás las grandes sorpresas que te puede deparar la vida», dijo la voz esperanzadora.

      «¿Y si me declaro y juego la única carta que tengo?».

      «Ave de carroña, si ya tiene