«Si no soy siquiera amado por mis padres. ¿Acaso podría hacerlo una mujer? Mejor enfrentarse a unos minutos de sufrimiento, que no a toda una vida», se dijo para persuadirse ante las suaves y delicadas caricias del coronel de la muerte, quien iba guiando sus pasos con templanza.
Cuando la cuchilla estaba a punto de perforar su piel, el sonido del cerrojo obligó a Francisco a abortar de inmediato su misión.
«Jolín, ahora me traen a un compañero de celda», pensó con desdén al ver entrar a un joven muchacho de tez morena, enfundado en unos pantalones vaqueros resquebrajados por todos los costados y una camiseta ceñida al cuerpo para presumir de pectorales, con unos brazos tan musculados y fibrosos que parecían martillos. Le afeaba su nariz respingona, sobre la que se apoyaban unas gafas de color negro a juego con sus ojos que le daban un cierto aspecto de intelectual, aunque su apariencia era más la de un joven apasionado por el gimnasio que el de ratón de biblioteca. Su mirada insegura lo delataba, seguramente se trataba de su primera entrada en prisión.
—Francisco, aquí tienes a Julián, tu nuevo compañero —expuso el funcionario con aire distendido—. Hazle un sitio en la suite.
—Sí, claro. ¡Bienvenido al hotel de los pobres! —exclamó el veterano con una sonrisa irónica—. Aquí estarás incluso más a gusto que en tu casa o que en el Hotel Ritz. Si te acercas a la ventana podrás ver unas vistas maravillosas… —dijo señalando las rejas que cubrían la diminuta ventana rectangular—. Disculpa, hoy no porque está nublado, pero en general podrás contemplar la majestuosidad del cielo azul con bellas fachadas aterciopeladas y adornadas en su parte superior con flores aromáticas en forma de modernas concertinas —A continuación se levantó para darle mayor énfasis a la presentación—. A tu mano derecha, si mueves esta cortinita, encontrarás un váter de última tecnología, dado que es como un asiento empotrado con un agujero a prueba de bombas; el lugar idóneo para que nuestras burbujitas de aire comprimido rociadas de metano se socialicen, al carecer de puerta se fusionarán en un apasionante aroma que dejará impregnada toda la habitación para deleite de nuestro sistema olfativo. Y para que puedas descansar ante la extenuación que habrá supuesto para ti recorrer la inmensa dimensión de la suite, te mostraré tu lecho. Aquí arriba —dijo estirando el brazo y señalando la litera con base de hormigón ubicada en la parte superior—. Una cama ultramoderna, vanguardista, propia de reyes y princesas que, unida al colchón de espuma que te han dado corroído como tus pantalones, te permitirá caer en un sueño tan profundo que desearás no volver a despertar. Finalmente, para deleite de tu sistema auditivo, juntos tocaremos toda la noche la sinfonía número cuatro de Beethoven para acompasar a nuestros vecinos, dado que tenemos montada una maravillosa orquesta sinfónica de la cual no puedo más que invitarte a ser partícipe, aunque espero no asumas el rol de director —concluyó con una sonrisa forzada.
—Veo que asistir a la escuela te está yendo de maravilla, ¿no has pensado en ser escritor? —musitó el funcionario tras la original bienvenida.
La palabra escuela evocó un sentimiento de esperanza en Francisco, y lo hizo con tanta magnitud que consiguió acallar la terrorífica voz del coronel de la muerte. Un arcoíris de sentido común nació en su mente gracias a esos pequeños rayos de luz que comenzaban a brillar tras enfrentarse a una de las tormentas más devastadoras que casi deja anegado todo su ser.
—Una cárcel sin escuela es como una comida sin pan. ¡Ojalá la hubiese aprovechado antes! —susurró Francisco con un halo de arrepentimiento, consciente de que, si hubiese asistido antes, ahora podría tener una carrera universitaria y más probabilidades de encontrar un empleo a su salida; sin embargo, durante nueve años estuvo atrapado bajo los tentáculos de la pereza, adormilado ante la falta de responsabilidades cuyo resultado no es otro que un cuerpo abandonado y una mente endeble al no tener que pensar si quiera en la necesidad de luchar por cubrir las necesidades básicas, cayendo en una vorágine de pensamientos infructuosos cocidos a fuego lento en un patio donde los problemas se multiplican como las cucarachas en las cloacas.
El estridente sonido del cerrojo volvió a rechinar con furia, aunque esta vez la resonancia fue diferente, todavía más aterradora al escuchar un corazón ajeno que se rompía y se hacía añicos cayendo sobre los gélidos suelos como lluvia de ácido corrosivo.
—Nunca es tarde, todavía eres joven —intervino Julián con la sensatez propia de quien entra en un territorio desconocido y ve ondear en su punto más alto la bandera de la incertidumbre tejida con hebras de miedo.
Francisco miró a su interlocutor con compasión. Jamás había percibido tanto dolor en una nueva entrada, a pesar de que el muchacho mostraba dos lenguajes completamente contradictorios: por un lado hablaba su cuerpo, firme y seguro, pero sus ojos desvelaban el lenguaje interno del alma, el cual era desolador.
—Estas acojonao, ¿verdad? —inquirió el veterano con espontaneidad—. No te preocupes, todos nos sentimos igual en la primera entrada.
Julián miró los ojos azulados de aquel joven endeble, famélico, tan consumido por la desesperación que parecía acababa de salir de una tumba. Un treintañero en un cuerpo que aparentaba medio siglo, aunque con rasgos atractivos disipados por las secuelas de ese polvo marrón devorador de encías. Su altura le daba presencia, pero su percha esquelética mostraba fragilidad; su pelo negro despeinado dibujaba claros indicios de dejadez y abandono.
—Estoy que no me lo creo —repuso Julián tras el fugaz análisis a su compañero. Le llamó la atención su mirada, tan apagada y endeble que daba la impresión de que podía desvanecer de un momento a otro—. ¡Esto no me puede estar pasando a mí! —exclamó dejando escapar un suspiro envuelto en una burbuja de angustia y amargura.
Francisco quitó una botella de champú y unos pantalones que tenía sobre el nuevo lecho de Julián para que este colocase el colchón que traía como único equipaje.
—Veo que vienes con lo puesto.
—Sí, ha sido una entrada inmediata y no he podido siquiera traerme una maleta con mis neceseres o un poco de ropa.
—Colega, la vas a pasar canutas hasta que te acostumbres al hotel de los pobres.
—Dime que esto es una pesadilla de la cual en breve voy a despertar —balbució llevándose la mano a las mejillas.
—Esto es una pesadilla, sí, y te aseguro que de ella despertarás —afirmó Francisco asintiendo con la cabeza—. Despertarás cuando te des cuenta de que el sistema penitenciario no reinserta, sino que es un mero búnker donde se nos confina para proteger al resto de la sociedad de nuestros actos delictivos, porque, lo quieras o no, causamos daños a la sociedad. Despertarás cuando te encuentres más solo que una liebre en un nido de águilas y te des cuenta de que entre tú y la nada no existe diferencia alguna porque acabarás siendo devorado por la soledad. Despertarás cuando descubras a presos que han sufrido la extorsión de fiscales: «Cien mil euros y nos olvidamos de tu caso» —decía con voz señorial.
—¿En serio suceden estas cosas? —inquirió Julián, mientras colocaba el viejo colchón sobre el inhóspito somier y de un salto ágil quedaba sentado sobre el mismo.
—La corrupción no solo está presente entre los políticos, sino que en la justicia hace estragos. ¡Ni te imaginas la cantidad de jueces y fiscales corruptos que imparten justicia al son del dinero! —exclamó en un tono de voz remarcado por las alas de la indignación—. No te equivoques, la cárcel se creó para los pobres.
Una ráfaga de silencio recorrió la habitación, desvelando el carácter taciturno de Julián.
—Cuéntame, ¿qué hace aquí un chaval como tú? —intervino de nuevo Francisco, quien comenzaba a valorar la compañía que le había privado de cometer una locura.
—Eso es lo que yo me pregunto… ¿Cómo he podido acabar aquí? —repuso de manera esquiva.
—¿Con cuánto