—Eso es lo que yo necesitaría: ¡recuperar mi espacio personal! Es que no paro en todo el día. En cuanto acaba mi jornada laboral, comienzo la de madre y ama de casa. Y, claro, llega un momento en el que necesito desconectar porque los niños absorben mucho y si no recuperas energía te acabas quemando. Al final, sin pretenderlo, lo acabas pagando con la persona que tienes al lado.
—El matrimonio funcionará mejor si os otorgáis un tiempo personal para que cada uno pueda sumergirse en su interior y bucear en las inmensidades del ser, de lo contrario tu luz se va apagando y puede crecer un vacío interno difícil de llenar. Puedes tenerlo todo y, sin embargo, sentir que no tienes nada o, en el peor de los casos, caer en la desidia o en la depresión, como a mí me pasó en su día.
—¡Cómo te admiro! —exclamó Marta con sinceridad.
—¿Por qué?
—Cuando tengo que subirle los ánimos a algunos enfermos, siempre les hablo de ti. Les cuento cómo un bello gusano de seda estaba adormecido, hasta que un día decidió abandonar su crisálida para convertirse en una preciosa mariposa capaz de extender sus alas y volar —Cristina escuchaba con atención a la enfermera, sintiendo la energía que envolvían las palabras de su mejor amiga—. Les cuento tu historia, de cómo supiste sobreponerte a esa crisis tan profunda que casi te aparta de mi lado y cómo fuiste capaz de dejarlo todo para partir en busca de tus sueños, que en aquel entonces era el de convertirte en escritora. Les explico con detalle cómo escribiste Las huellas ocultas de Dios y todos quieren leer la novela, hasta las personas mayores con problemas de visión. Cuando lo hacen quedan sorprendidas por el profundo trabajo de investigación realizado y, sobre todo, por el viaje interior que realizan los lectores junto con el protagonista. Luego me piden más libros tuyos y esperan con ansia conocer todos tus títulos, pero la ilusión desaparece de sus miradas cuando les digo que solo tienes esa obra porque, en cuanto pusiste el punto final, como si un rayo de luz se posase en ti, descubriste tu verdadera vocación.
—Imagino que se quedarán sorprendidos cuando les informas de cuál es mi trabajo actual.
—¡Alucinan!
—Yo a veces también lo hago, la verdad.
—Desde luego que hay que tener coraje para estar en un sitio como ese. ¡Yo sería incapaz!
—Lo mismo decía mi madre, pero si eres capaz de entrar con una mirada transparente, limpia como la de un bebé, dejando todos los prejuicios a un lado, entonces se establece una sintonía difícil de explicar.
—Me alegro mucho de que disfrutes tanto en tu trabajo. Algún día tienes que escribir un libro narrando tus experiencias, seguro que será un éxito.
—La semilla narrativa está adormecida, pero no niego que algún día pueda volver a despertar…, el tiempo dirá.
—Guapa, tengo que dejarte, ya ha despertado la fiera —El llanto agudo e inconfundible del pequeño Marcos reclamando a su madre dejaba entrever que la conversación había llegado a su fin.
—Vale, tranquila. Muchas gracias por llamar y que pases un buen domingo.
—Igualmente.
Cristina tuvo que descender del coche debido a la lluvia y a la espesa niebla que seguía, por segundo día consecutivo, correteando por las inmediaciones de Castellón. Mostró su tarjeta identificativa al guardia de seguridad —en días normales siempre lo hacía desde el interior de su vehículo— y la gran puerta corredera se abrió. Ante la escasa visibilidad accedió al parking exterior con extremada prudencia. ¡Jamás había visto una niebla tan compacta! Incluso daba la impresión de que podría cortarla en pedacitos para tomarse un rico y refrescante pastel de nube. Además, tuvo que descender del coche en varias ocasiones para aparcar correctamente, ante la dificultad de ver las líneas blancas que dividían las plazas.
Apenas había cerrado el vehículo, cuando la sobresaltó el tacto de una mano que se posaba repentinamente sobre su hombro.
—Disculpa, no pretendía asustarte —dijo una cálida voz al ver cómo Cristina se había llevado las manos al corazón.
La dulzura en la mirada de aquella mujer que parecía haber salido de la nada la tranquilizó, aparte de que era consciente de que estaba en el lugar más seguro de la ciudad, donde las medidas de vigilancia eran extremas.
—¿Trabajas aquí, verdad? —preguntó la misteriosa voz que se protegía de la fina lluvia con un gracioso y juvenil paraguas de colores bajo el cual se desprendía pura vida.
—Sí —repuso Cristina con amabilidad, pensativa por la mirada familiar de unos ojos grisáceos penetrantes cargados de una paz indescriptible—. ¿En qué puedo ayudarle?
—Había pedido cita con el subdirector para que me concediese una pequeña entrevista con uno de los profesores del centro —La voz de la mujer transmitía una paz y una bondad fuera de lo común—, pero con la niebla… —prosiguió con una mínima pausa— no he encontrado la entrada y he acabado en el parking.
—¡Qué casualidad! —exclamó Cristina—. Precisamente yo formo parte del claustro de profesores.
La dama, de extremada belleza y atrayente personalidad, lanzó una sonrisa cómplice, dejando al descubierto una dentadura perfecta que parecía fundirse con el color de la niebla.
—Un placer, mi nombre es Miriam.
—Igualmente. Yo soy Cristina —repuso estrechando su mano.
«Tiene la piel tersa y suave como la seda. Y esa mirada… ¿dónde la he visto antes?».
—En ese caso ya no será necesario que incordie al subdirector, si ya tengo ante mí la persona que necesitaba.
—Claro, estaré encantada de ayudarte —afirmó Cristina, tomándose la confianza de tutear a su interlocutora por la cercanía que presentaba—. ¿Quieres que te muestre la escuela y te presente al claustro?
—Tengo autorización para entrar en las oficinas, pero no sé si me dejarían entrar contigo —expuso Miriam con sinceridad—. Además, no será necesario.
—En ese caso te puedo facilitar mi número de teléfono y cuando te venga bien quedamos y me haces esa entrevista —sugirió Cristina, consciente de que ante ella tenía una mujer de corazón dócil con quien podría entablar una bonita y enriquecedora amistad.
—Tranquila, no quiero robarte tu tiempo —musitó Miriam, mientras sacaba de su bolso una tarjeta de color verde pistacho y se la extendía con inmensa amabilidad.
Cristina notó un escalofrío que le recorrió de pies a cabeza, erizándosele la piel.
«¡No me lo puedo creer! ¿Estaré soñando?», pensó completamente anonadada por la situación que estaba viviendo y consciente de que estaba más despierta que nunca.
—Esta tarjeta es muy especial, es la única que he hecho y, por supuesto, la persona que aparezca en mi consulta con ella le aplicaré la terapia gratuitamente —La voz de Miriam retumbaba en el corazón de Cristina como lo hace el sonido en una cueva—. Lo único que te pediría es que se la entregues a uno de tus alumnos, a quien creas pudiese ayudarle.
Cristina clavó sus ojos sobre la tarjeta. ¡Tenía el mismo formato que la de El psicólogo de Nazaret! Aquel psicólogo que le transformó la vida por completo y que le permitió saborear el Cielo en la tierra.
MIRIAM DE MEDJUGORJE
PSICÓLOGA
«¿Acaso