—¿Y qué tal tu compañero de celda? —inquirió en voz alta a su nuevo guardaespaldas mientras dirigía una sonrisa cómplice a Francisco. Gesto que pasó inadvertido para Julián que estaba como hipnotizado, incapaz siquiera de mover los ojos hacia otro lugar por temor a que su nuevo jefe pensase que no le estaba prestando la atención adecuada, y más tras acabar de averiguar que ante él estaba un hombre generoso con sus empleados, pero que la traición la pagaba con la muerte.
—Regular, me ha tocado un colgao —repuso con sinceridad sin advertir la presencia de Francisco y la mirada de fuego que a este último se le quedó tras escuchar tal agravio.
En un movimiento envolvente e improvisado, Francisco sacó la cuchilla que llevaba en su bolsillo y se abalanzó al cuello de Julián hundiéndola en su piel, aunque sin llegar a cortarle.
—Colgao es como aparecerás mañana —amenazó con una mirada diabólica, la misma que utilizó en los robos a mano armada por los que fue condenado una década atrás para satisfacer al monstruo de la droga que dominaba toda su voluntad e incluso su ser. Un monstruo que ni siquiera pudo controlar en su casa: robó a sus progenitores sin ningún tipo de miramiento, hasta dejarles la cartilla en números rojos. Un fortísimo golpe que dejó a sus padres en una posición francamente complicada al verse inmersos en una orden de desahucio al carecer de fondos para hacer frente a la hipoteca, no llegándose a ejecutar gracias a los minipréstamos recibidos in extremis por parte de amigos y familiares. Tras un silencio sepulcral, añadió—: Nunca subestimes a tu compañero de celda. ¿Me oyes? ¡Nunca!
—Vale, vale, perdona, colega. No era mi intención ofenderte… Es que como te he visto tan seco conmigo esta mañana —se disculpó Julián, consciente de que en la calle ya le habría roto el brazo a su oponente, pero aquí era diferente, dado que su compañero de celda le estaba insinuando que en cualquier momento podría clavarle un pincho mientras dormía o rajarle con la cuchilla que en aquellos precisos instantes estaba a punto de hendirse en su cuello. Sin embargo, no podía mostrar miedo ante aquel repentino ataque, de lo contrario el gitano podría prescindir de sus servicios y convertirse en el hazmerreír de la prisión—. Venga, relájate que esta noche nos damos un viaje que nos vamos al séptimo cielo. ¡Invito yo! —repitió literalmente y con aplomo las palabras que escuchó en la escena de una película entre yonquis—. No querrás que acabe con un corte y tú con todos los huesos rotos, ¿verdad? —inquirió con una sonrisa desafiante con olor a pólvora mojada.
Un segundo eterno con miradas de plomo gris provocó una fuerte carcajada por parte del gitano, poniendo de forma magistral fin a la contienda.
—Claro que sí, ese es mi colega —dijo Francisco con los ojos brillantes como si de una nueva persona se tratara y nada hubiese ocurrido entre ellos. Solo de imaginarse que por fin volvería a sentir la heroína recorrer todo su cuerpo, lo colmaba de satisfacción y gozo. ¡La necesitaba como un buceador precisa de oxígeno! La angustia y los dolores comenzaban a ser irresistibles.
Julián sonrió ante la actitud esquizofrénica y surrealista de su compañero, capaz de pasar del odio al amor en un suspiro y, además, hacerlo sin dejar un solo resquicio de rencor.
—Socio, luego te paso diez gramos —dijo el gitano con una sonrisa rebosante de cuando se cierra un buen negocio—. Y, tú, Paquito, recuerda que aún tienes una deuda conmigo.
—Pronto se la devolveré, don Sebastián —repuso con el respeto de quien sabe depende su vida.
«En dos semanas no me vuelves a ver el pelo en tu vida, viejo asqueroso».
—Eso espero —dijo con una mirada desafiante—, no sea que tenga que hacerte una corbata colombiana si en una semana no has liquidado tus deudas conmigo —concluyó levantándose y marchándose con la misma seguridad que una modelo cuando está sobre una pasarela.
«¡Maldición! A este no se le escapa una».
La amenaza caló en los huesos de Francisco consiguiendo que le temblasen hasta las piernas, principalmente porque sabía que se trataba de un ultimátum verídico. Aquel pequeño gitano de rasgos inofensivos no se andaba con rodeos. En su retina quedó grabada la imagen de un chileno con forma de Goliat que le debía dinero; un día se lo reclamó, pero el gigante le dijo que no podía devolvérselo. En realidad no quería porque no lo temía, dado que frente a él solo veía a un pitufo entrado en edad. El pequeño hombre le retó a solventar ese asunto en las duchas. El chileno aceptó con gusto porque sabía lo dejaría KO con un simple soplido. De camino, mientras se dirigían con parsimonia hacia el lugar del combate, en un punto muerto sin cámaras, el viejo sacó de la nada un cuchillo y en apenas décimas de segundo aquel armario con piernas se encontró quince centímetros de acero atravesando su corazón. Murió de forma instantánea y, por supuesto, nadie osó a descubrir al asesino, por más entrevistas individuales y privacidades que se impusieron al módulo para que alguien lo delatara, pero el miedo a la muerte actúa como la adrenalina ante el peligro, más cuando de todos es sabido las duras represalias que sufren los chivatos en prisión.
—¿Qué pasa, compañero, te has quedado más blanco que el papel higiénico? —bromeó Julián, crecido por haber cerrado un negocio repleto de ventajas. Por un lado debía proteger a alguien que, dada su reputación y respeto, le garantizaba indirectamente más protección que la que él mismo le pudiese ofrecer; y, por otro, recibiría el máximo peculio de cuatrocientos euros al mes. Una cantidad nada desdeñable teniendo en cuenta que no tenía a nadie que pudiese ingresarle dinero para cubrir sus necesidades. Estaba tan avergonzado de su delito que prefería que sus familiares y amigos pensasen que estaba muerto o que se había marchado al extranjero, antes que descubriesen su encarcelación por cometer una atrocidad de la cual ya se arrepentía. Si no hubiese bebido como un cosaco aquella noche maldita y se hubiese tratado su adicción al sexo, ahora no estaría perdiendo los mejores años de su vida en la jaula donde mueren los sueños. Menos mal que había creado una buena sinergia con aquel gitano cuyos frutos ya empezaba a visualizar a través de las miradas respetuosas que recibía por parte de algunos presos, entre ellas la del propio Francisco.
—Bueno, tú cumple tu promesa y diviértete mientras puedas —repuso Francisco con la voz temblorosa.
—Soy un hombre de palabra —dijo su compañero con un guiño de ojo.
Francisco miró su reloj con nerviosismo.
—Me voy a la entrada que van a llamarme para ir a la escuela —expuso con el estómago encogido.
—¿Van mujeres?
—Sí.
—Voy contigo —añadió Julián complaciente y con los ojos desorbitados.
—No puedes —repuso Francisco con el ceño fruncido.
—¿Por qué?
—Porque no estás en las órdenes —musitó—. Tienes que hacer una instancia solicitando entrar en la escuela y dentro de una semana podrás hacerlo.
Sin más explicaciones, aunque con un gesto cordial, Francisco salió disparado del comedor.
Antes de que sonara la bocina, Francisco ya estaba sentado en primera fila. Siempre lamentó no haber descubierto la escuela antes y haber perdido miles de horas muertas que se pasó tirado en el patio como un trozo de papel arrugado que queda obnubilado ante cualquier ráfaga de viento, lugar donde se puede doctorar en el arte de la crítica, y maldecir se convierte en un juego diario adictivo, tan venenoso para el subconsciente como la droga para el cerebro. «Francisco, pareces un trapo viejo, roto y mugriento. ¿Por qué no te apuntas a la escuela? Al menos te ayudará a no pensar y verás chatis», le dijo un día su anterior compañero de celda. Aquella invitación fue como un flotador que se tira desde un barco a un náufrago a la deriva. Sabía que se estaba ahogando entre arenas movedizas, que necesitaba ayuda, pero no sabía ni podía salir de un terreno pantanoso humedecido por la droga, cuyos tentáculos eran tan portentosos que dejaban inocuo cualquier intento de fuga. Una prisión de alta seguridad donde la propia piel se transforma en rejas de acero, impidiendo incluso la entrada a la propia familia, carcomida por la impotencia de ver cómo un ser querido