La familia itinerante. Sun-Ok Gong. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Sun-Ok Gong
Издательство: Bookwire
Серия: Colección literatura coreana
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9786077640172
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¿Escritor de Drácula?19

      El hombre, los niños y Michong se morían de risa. A Michong le parecía aún más interesante que se riera despreocupadamente sin percatarse de que los niños se burlaban de él. Le sacó una foto a Michong. Ella pensó que habría sido mucho mejor si Hyangsuk hubiera estado a su lado para la foto. Él le insistía para que se riera, pero ella no obedecía pensando en que Hyangsuk estaría llorando. El ramyon cocinado en el quemador que el hombre siempre llevaba consigo sabía muy sabroso. Cuando Michong intentaba cocinar uno en casa, la abuela la reprendía mucho diciendo que gastaba un precioso ramyon: era una comida especial que se servía como merienda a los campesinos en la época del transplante del arroz o cuando se celebraba algún asunto festivo. Hacía ya tiempo que ni los niños ni Michong probaban un ramyon tan especial, y por tal motivo ése fue para ellos un día de alegría. Tal como decía la expresión, ese día fue una verdadera blanca Navidad llena de alegría.

      Yongja, después de largo tiempo, fue a la iglesia. Era lógico, pues era Nochebuena. Hoon, su amante, no había vuelto a casa desde la noche anterior. Le había dicho que iba a tomar una copita con los compañeros del taller. De cualquier manera, se sentía intranquila después de haber visto hace un mes a su cuñada en la sala de canto de Sinlimdong. No podría seguir trabajando en esa sala; ahora tenía que proteger al fruto del amor entre ella y Hoon, al hijo que se encontraba en su vientre. Cuando le transmitió a Hoon su opinión sobre el porvenir, él le contestó que hiciera lo que quisiera. Yongja agregó que, después de que diera a luz, solicitaría un proceso judicial de divorcio. Como respuesta a lo que Yongja había dicho, Hoon la besó tiernamente en la mejilla. Para Seo Yongja, en ese momento no había felicidad más grande. No se atrevió a mostrarle a Hoon la otra palabra que se escondía detrás de “felicidad”. Le pareció que mostrarse contenta era una muestra de cortesía hacia su amado. Esto era, por lo menos, lo que pensaba después de lo sucedido la noche anterior. Había esperado mucho a su querido, quien no había vuelto al hogar a pesar de que eran más de las 12 de la noche, por lo que había pasado delante del taller varias veces. La puerta estaba cerrada. Entró a la cervecería y preguntó si sabían a dónde habían ido los trabajadores del taller. El dueño le contestó que recordaba que habían terminado la primera ronda de copas en su local, pero no tenía idea de adónde se fueron para la segunda. Yongja pensó buscarlos en una taberna o una sala de canto de los alrededores, pero recordó de nuevo que ella misma había sido descubierta por su cuñada en una de esas salas y, sin dudarlo, volvió a casa con pasos menudos. Yongja pasó sola la Nochebuena y juró confiar en el hombre al que amaba, pero ahora era más difícil. En cuanto amaneció, se fue a la iglesia. Quería rezar ante Dios pidiéndole que la perdonara por no fiarse de su amado. Había demasiada gente. No hubo lugar en el que pudiera acomodarse. Pensó que eso era mejor: con tal cantidad de gente, nadie le prestaría atención a Seo Yongja. Quería mezclarse entre las personas para rezar, pero no lo consiguió. Le pareció que Dios tendría un fuerte dolor de cabeza con todas esas personas que le rezaban al mismo tiempo, por lo que salió de la iglesia. Volvió a pasar frente al taller. La puerta ahora estaba abierta, pero no se veía al señor Hoon. Cuando les preguntó dónde estaba, los del taller rieron disimuladamente y le dijeron:

      —La casa en que ustedes viven ya no estará alquilada, sino vacía.

      En ese instante Seo Yongja se percató de que Hoon la había abandonado la noche anterior y que Dios, en vez de escuchar sus deseos, la había castigado.

      Yongja caminaba y no sabía si reír o llorar. Iba desde el taller Hermanos hacia la cervecería Tudari.

      Dalgon, que la noche anterior se había dormido sin permiso de nadie en una casa vacía construida ilegalmente en la zona del monte Nangok, donde residía Younggap, se puso a andar con el humor de quien tampoco sabía si reír o llorar. Iba desde la cervecería Tudari hacia el taller Hermanos.

      El señor Han, que había manejado el equipo de fotografía, se marchó de la aldea Sinli donde había pasado una semana. A pesar de que les dijo a los aldeanos que no era empleado de una emisora, sino un escritor que también sacaba fotos para documentales, creyeron con firmeza que el señor Han era empleado de una emisora. Por esta razón, el mismo Han partió de la aldea después de transformarse a sí mismo en empleado de una emisora, tal como los aldeanos obstinadamente pretendían que fuera. La advertencia meteorológica que anunciaba una fuerte nevada por todo el territorio nacional, justo cuando salía rumbo a esta aldea y que continuaba aún después de su llegada, le demostraba que había hecho bien en no traer su automóvil, aunque ahora se le dificultaba desplazarse. Por eso decidió recopilar material sólo acerca de la aldea Sinli y después volver a Seúl. Le quedaban pocos días antes de la fecha límite para entregar el texto a la corporación de revistas, pero tomó materiales vinculados sólo con un lugar para usarlos fuera de la Compañía de Construcción Taeyang. Iba camino a Seúl, por lo que su humor no era bueno. Creía que el paisaje invernal, del que había tomado apuntes, saldría tan satisfactoriamente que los empleados de la revista de la Compañía, a los que les gustaba exhibir los errores ajenos en los escritos, esta vez no encontrarían fallas. Se echó en un asiento del tren Mugunghwa con rumbo a Seúl. Recordó la expresión de la jefa del equipo que recogía los materiales. No había pasado un solo mes sin sus quejas durante el año anterior, mientras el señor Han escribía una serie de artículos. La jefa, conocidísima por su carácter meticuloso, no dejó pasar ni una oportunidad sin comentar que los escritos y fotos que había hecho eran, por lo general, oscuros y negativos. De todas formas, este reportaje era su última oportunidad. A menos que hubiera un cambio extraordinario —es decir, que la jefa se convirtiera en una persona especialmente piadosa—, su relación laboral terminaría. Si el trabajo de Han para Taeyang concluía, solamente le quedarían otras dos revistas a las que entregar sus manuscritos. Si otras no le pedían reportajes, le resultaría imposible ganarse la vida. Con la sola entrada de estas dos revistas no alcanzaba a pagar la hipoteca del departamento y la colegiatura de dos hijos: uno que entraba a la preparatoria y otro en la secundaria. Sentía que estaba muy lejos de recuperarse de la realidad en que se encontraba. Era posible que se encontrara de nuevo en una situación semejante a aquella posterior al desastre del FMI. En aquel entonces, cada vez que despertaba en la mañana encontraba cerradas todas las puertas para entregar artículos seriados, no sólo en boletines, sino también en revistas en las que escribía regularmente. La situación que seguía a esos acontecimientos le producía un automático escalofrío.

      El tema sobre el cual verdaderamente deseaba hacer un reportaje no era el ambiente invernal de una provincia del sur que la jefa le había solicitado, pero el apoyo económico que la Compañía Taeyang le ofrecía no era poco. El pago era superior a la suma de lo que recibía de las otras dos revistas. A principios del año en que empezó a trabajar ahí, la compañía le hizo una promesa verbal: que escribiría reportajes a lo largo de un año y, así, sin expectativa alguna, la respuesta de los lectores fue buena, pero por muy buena que fuera, el derecho de elegir a un escritor le pertenecía a un jefe. Por lo tanto, pendía de un hilo la esperanza de prolongar la solicitud de reportajes seriados si el resultado no satisfacía a la jefa. Cuando pensó que no podía menos que prestar una especial atención a esta colección de datos, justamente por la esperanza de prolongar la publicación serial, sintió que le subía a la garganta un líquido agrio que, creyó, no podría controlar. La hipoteca del departamento que todavía no había terminado de pagar, el costo de la educación de sus hijos y el mantenimiento de su familia, hicieron que el señor Han observara con atención los comentarios de la jefa.

      —¿A dónde va usted?

      —Voy a Seúl.

      —¿Hasta la terminal? Yo también voy a Seúl.

      Después de los saludos formales, el señor Han destapó la lata de cerveza que había recibido y bebió dos o tres tragos. El hombre le ofreció una salchicha. Él la masticó lentamente, mientras que Han la devoró con buen apetito. El hombre, que durante