ÁRBOL 3: SALIOS
ÁRBOL 4: HOHENSTAUFEN Y GÜELFOS
ÁRBOL 5: LUXEMBURGO
ÁRBOL 6: HABSBURGO (Parte 1)
ÁRBOL 7: HABSBURGO (Parte 2)
Introducción
La historia del Sacro Imperio Romano asienta sus reales en el corazón mismo de la experiencia europea. La comprensión de esa historia explica cómo se desarrolló buena parte de dicho continente desde la Edad Media temprana hasta el siglo XIX. Nos revela importantes aspectos que han quedado ocultos por la historia por separado, más conocida, de los Estados nación europeos. El imperio perduró más de un milenio, más del doble que la misma Roma imperial, y abarcó gran parte del continente. Además de la actual Alemania, incluyó, en parte o en conjunto, otros diez países contemporáneos: Austria, Bélgica, República Checa, Dinamarca, Francia, Italia, Luxemburgo, Países Bajos, Polonia y Suiza. Otros países como Hungría, España y Suecia también estuvieron vinculados al imperio, o se involucraron en su historia de forma, a menudo, olvidada, como por ejemplo Inglaterra, que dio un rey a Alemania (Ricardo de Cornualles, 1257-1272). Aún más fundamental es el hecho de que las tensiones de Europa, tanto este-oeste como norte-sur, se entrecruzan en el antiguo corazón imperial, entre los ríos Rin, Elba y Óder y los Alpes. Tales tensiones quedan en evidencia por la fluidez de las fronteras del imperio y el mosaico fragmentario de sus subdivisiones internas. En suma: la historia del imperio no es una mera serie de numerosas y diferenciadas historias nacionales, sino que conforma el núcleo del desarrollo general del continente. Pero no es así como suele narrarse su historia. En 1787, mientras se preparaba para el Congreso Continental que proporcionó a su país su constitución, el futuro presidente estadounidense James Madison examinó los Estados presentes y pasados de Europa para reforzar sus argumentos a favor de una unión federal fuerte. Al examinar el Sacro Imperio Romano, que por aquel entonces seguía siendo uno de los mayores Estados europeos, concluyó que era «un cuerpo inerme; incapaz de regular a sus propios miembros; inseguro contra los peligros externos; y agitado por la incesante fermentación de sus intestinos». Su historia no era más que un catálogo «de libertinaje de los fuertes y de opresión de los débiles […] de estulticia, confusión y miseria generalizadas».1
Madison no era, en absoluto, el único que opinaba así. El filósofo del siglo XVII Samuel Pufendorf describió al imperio, en una frase por todos conocida, como una «monstruosidad», pues este había degenerado al pasar de ser una monarquía «regular» a un «organismo irregular». Un siglo más tarde, Voltaire ironizó con que no era ni Sacro, ni Romano, ni Imperio.2 Esta visión negativa la consolidó el poco glorioso fin del imperio, disuelto por el emperador Francisco II el 6 de agosto de 1806 para impedir que Napoleón Bonaparte lo usurpase. No obstante, este acto final, por sí mismo, nos muestra que el imperio, incluso en sus últimas horas, seguía teniendo cierto valor, dado que los austríacos empeñaron considerables esfuerzos para impedir que los franceses se hicieran con la dignidad imperial. Al escribir las historias de sus propias naciones, las generaciones posteriores se sirvieron del imperio, al que presentaban de forma positiva o negativa en función de las circunstancias y propósitos del autor. Esta tendencia se agudizó más a partir de finales del siglo XX, cuando algunos autores proclamaron que el imperio había sido el primer Estado nación germano, o incluso un modelo para una mayor integración europea.
La caída del imperio coincidió con la emergencia del nacionalismo moderno como fenómeno popular, así como con el establecimiento del método histórico occidental, institucionalizado por profesionales como Leopold von Ranke, que ejercían cargos universitarios financiados por el Estado. Su misión era recopilar su historia nacional. A tal fin, elaboraron relatos lineales basados en la centralización del poder político o en la emancipación de su pueblo de la dominación extranjera. El imperio no tenía lugar en un mundo en el que se suponía que cada nación debía tener su propio Estado. Su historia quedó reducida a la de la Alemania medieval y, en muchos aspectos, su mayor influencia póstuma radica en que la crítica de sus estructuras dio lugar a la disciplina de la historia moderna.
En la década de 1850, Ranke sentó el marco básico que otros, Heinrich von Treitschke en particular, popularizaron durante el siglo siguiente. El rey franco Carlomagno, coronado primer emperador del Sacro Imperio el día de Navidad del año 800, recibe en esta historia el germánico nombre de Karl der Große, no el francófono Charlemagne. La partición de su reino, en 843, está considerada como el nacimiento de Francia, Italia y Alemania. El imperio, a partir de ese momento, se interpreta como una serie de intentos fracasados de construir una monarquía nacional germana factible. Los monarcas son ensalzados o condenados de acuerdo con una anacrónica escala de «intereses alemanes». En lugar de fijar el título imperial en la propia Alemania, que sirviera de base de una monarquía sólida y centralizada, muchos de esos monarcas buscaron el sueño inútil de recrear el Imperio romano. En su búsqueda de apoyos, se les acusa de dispersar el poder central por medio de concesiones debilitantes a sus señores, los cuales acabaron siendo príncipes virtualmente independientes. Tras siglos de esfuerzos heroicos y fracasos gloriosos, hacia 1250, este proyecto sucumbió al fin en el choque titánico entre la Kultur germánica y la pérfida civilización italianizante encarnada por el papado. «Alemania» quedaba así condenada a la debilidad, dividida por el dualismo entre un emperador inerme y unos príncipes mezquinos. Para muchos, en especial para los autores protestantes, los Habsburgo austríacos desperdiciaron su oportunidad después de 1438. Tras obtener un monopolio casi permanente del título imperial, los Habsburgo volvieron a tratar de hacer realidad el sueño de un imperio trasnacional, en lugar de fundar un Estado alemán poderoso. Tan solo los Hohenzollern de Prusia, surgidos en las marcas nororientales del imperio, gestionaron cuidadosamente sus recursos en preparación de su «misión germánica», esto es, unir el país en un Estado nación fuerte y centralizado. Este relato, aunque despojado de sus excesos más nacionalistas, siguió siendo el basso continuo de la percepción y producción histórica germana, en buena medida porque da una semblanza de sentido a un pasado que resulta profundamente confuso.3
El imperio, por tanto, fue considerado el culpable de que Alemania fuera una «nación postergada» que durante el siglo XVIII recibió el «premio de consolación» de convertirse en una nación cultural. Alemania tuvo que esperar hasta 1871, año en que la unificación liderada por Prusia le convirtió, al fin, en una nación política.4 Para muchos observadores, esto tuvo consecuencias fatales, pues encauzó su desarrollo histórico hacia una «vía especial» (Sonderweg), una vía anormal que alejaba a Alemania de la civilización occidental y la democracia liberal y la encaminaba hacia el autoritarismo y el Holocausto.5 Fue necesario que dos guerras