Iba así: el maestre pasaba horas encerrado en su despacho, devanándose los sesos obsesivamente con lo que estuviera montando y escondido de todos. Se estrujaba el cerebro él solo, cuajando el trabajo en la cabeza ya fuera de día o de noche.
Fundamentaba ahí su autoridad ante sus empleados, en segundo lugar, porque era muy difícil no dejarse guiar por un hombre con las cosas tan claras y los deberes tan hechos. Con esa firmeza repartía órdenes, comandante aclamado, a sus allegados.
Luego, por último, nada tenía por cosa más seductora que presentarse ante el común como un tipo que se mofaba del tesón y del esfuerzo. La gente le tomaba por individuo de suerte celestial, que llenaba los teatros por su cara bonita, por ser él quien era, sin despeinarse, porque los dioses lo tenían señalado, con una potra y una estrella que encandilaban a todo el mundo.
Debía de ser que cada uno de sus hijos lo había pillado en sus epifanías respectivas en una fase diferente, y así transmitió sus tres sendas actitudes a sus tres injertos filiales. El día en el que Ausias los dejó marcados, Argi lo hallaría en el centro geográfico y jerárquico de un círculo de hombres y mujeres subyugados, repartiendo mandatos a su racimo de arrobados lugartenientes. Barto lo debió de encontrar achicharrado bajo el flexo, con un lápiz entre los dientes y una arruga de apasionada concentración en la frente. Crispo lo pillaría haciendo chanza de sus méritos, devaluando sus capacidades, riéndose de sus logros incontestables como si se los hubiera encontrado debajo de la cama, porque sí, sin buscarlos. Tratando su trabajo hasta con un cuanto de cómico desprecio, como si su desparpajo connatural se hubiera ocupado de todo y él sólo se hubiera limitado a pasar por allí.
Impelidos por el instante seminal, Argi se sentía movido a mandar, aunque no poseyera la autoridad merecida del padre. Barto se veía obligado a deslomarse, a pesar de carecer del talento forjado del padre. Y a Crispo le daba por reírse de los sudores, si bien le faltaban los fundamentos para la alegría del padre.
Cuando febrero de 2012 les abrió sima en la vida, estos tres hombres llevaban sus cosas como buenamente podían, cada uno a sus asuntos. Si bien alguno con menos fortuna que otros.
Argi asociaba la autoridad a la integridad, de la que había hecho virtud. Por mandón, ahora bien, perdía encanto y novias. Le sacaban de quicio el follón de los petardos, la aglomeración de ingredientes de las paellas y el toque chusco del caganer. Contrarrestaba el aire del Levante dionisíaco con su amor por lo alemán, que asociaba con lo que todos lo asociamos. Del idioma vivía, dando clases en un centro de enseñanza (Klasse Idiomas) que le parecía desastroso, caótico, germánico cero, en un flagrante contraste que le incomodaba lo suyo.
Planeaba montar su propia academia de alemán. Para ello, se había presentado en noviembre al Premio Ernst, un concurso de tesis, tesinas y estudios convocado por Lufthansa para apoyar la difusión de la cultura germana en España. La compañía aérea concedía un único premio de 24.000 euros. Argi había compuesto un tocho de doscientos folios en los que diseccionaba la realidad de la enseñanza del alemán en nuestro país. Había trabajado en su libro durante meses, pero lo había imaginado durante años.
El premio se fallaba en mayo. Si se lo daban no le quedaría más remedio que meter la choja en la operación de salvamento. No era mucho, pero ayudaría a levantar un montaje con el que quizás unas pocas paredes del Pigalle quedarían redimidas.
Argi abandonó su vivienda de alquiler en la urbanización Florida Baja, con la esperanza de encontrar en Madrid una pensión no demasiado cara. Ni siquiera contempló la idea de instalarse en el Pigalle, porque, amarrado a su concepto de rectitud, estaba muy al tanto de que la ley de bienes inmuebles prohíbe habilitar un teatro para uso residencial.
Barto se había casado en 2004, tenía un hijo y vivía con su familia en un piso alquilado del barrio de Palomarejos, en la zona nueva de Toledo. Estudió Derecho, opositó y ganó plaza en la Consejería de Salud y Bienestar Social como funcionario del grupo C. A voluntarioso no le ganaba nadie.
Se aburría en la oficina. Porque el trabajo era sencillo y, sobre todo, porque echaba en falta la práctica jurídica de campo. Él se había imaginado más por la gestión riesgosa, para la que no encontraba cancha en su silla de la administración. Fantaseaba con espionajes nocturnos, propinas a subalternos, fisgoneos de oficinas, manipulación de documentos, expectativas de bofetones en cara propia. Luego salía de sus ensoñaciones y liaba un oficio con una goma, no fuera a traspapelarse alguna página.
Barto seguía estudiando, por pura afición, y practicaba en casa oratoria y dialéctica del mercadeo cuando su mujer se iba a sus talleres de participación ciudadana y a sus actividades asociativas.
Su idea era cancelar el arriendo de su casa e instalarse en el Pigalle. Seguro que había muchos, demasiados frentes en los que emplear el dinero que ya no habría que dar al casero toledano.
Crispo vivía solo en el pueblo abulense de Papatrigo, donde el precio del alquiler era tan minúsculo que hasta a él le llegaba para abonarlo. En su cabeza de chorlito se había convencido de que vivir en la aldea era una decisión voluntaria, incluso caprichosa, de bucolismo natural. Y no lo que en realidad era: una imposición de sus menguados posibles. Los de un desmotivado que no veía en sí punible vagancia sino simpática flema.
No trabajaba en nada en concreto. Había abandonado una ingeniería que empezó, era manitas y arreglaba aparatos por la zona. Andaba fantaseando con un invento que llamaba CrispoPhone, un cacharro que se instalaba en el teléfono. Alguien llamaba y el que lo tenía puesto descolgaba. Pero el ingenio simulaba un pitido de espera en el auricular de quien llamara. Este se creería que el usuario aún no estaba a la escucha. Y este, oyéndolo todo. Ajeno a ello, el comunicante haría lo que hacemos todos: soltar la lengua durante esos instantes previos a la conversación. Ensayar el diálogo, manifestar intenciones, vituperar al llamado en ocasiones, cantar temas eternos con letras procaces, soltar mentecateces. Todo, hasta que el llamado desconectara el CrispoPhone para celebrar la conversación, ya sí, a dos bandas.
Tenía su propia solución para arreglar el asunto de la hipoteca. Jugar a la lotería. No con el espíritu de un bandarra desorejado que va a ver si araña algo de chiripa. Sino con el mismo numen intelectual y científico con el que, cuando le daba, se enfrentaba a conexiones y códigos binarios, sistematizando los datos recabados y poniéndolos en análisis. Empezó a jugar. Como un bandarra desorejado, pero con estudios.
Por supuesto, también viviría en el Pigalle. A ver si no dónde.
Tras los trágicos sucesos del 13 de febrero, los tres hermanos quedaron en que, juntando sus flacos ahorros, harían frente a algunos gastos perentorios. El resto lo reservarían para su manutención durante el período de producción y para los gastos de un montaje en el que no cabrían muchas alegrías a la hora de desembolsar. Habría que reunir a un cuerpo técnico y actoral al que pagar de su bolsillo. Esto es, al que habría que convencer para que se dejara alistar a cambio de muy poco más que las comidas. El presupuesto para el resto de partidas alzaba lo que una cerilla ante un chopo. Apenas tenían nada. Nada para vivir y mucho menos para teatralizar.
Volvieron a sus puntos de origen para cerrar sus vidas anteriores a toda prisa. Cosa que no era sencilla, ni de hacer en un santiamén.
El madrileño Argi se despidió de sus alumnos. El madrileño Barto pidió la excedencia. El madrileño Crispo no tuvo empleo que dejar. Todos liaron el petate, abandonaron sus ciudades de adopción y volvieron al Madrid en el que nacieron, como emigrantes al revés. La víspera de la partida, cada uno sufrió en su casa las pesadillas de quien se ve forzado a hacer lo que ni quiere, ni sabe, ni puede hacer, sin ciencia, ni técnica ni arte para ello, sin entusiasmo ni ilusión que combustionar en la caldera, sin motivación legítima de la que beber, sin otro paisaje que el estado forzado de las cosas, nada más que a rastras de obligaciones tenebrosas como esta de ponerse a la faena no por conquistar nuevas regiones sino por evitar que se les hundiera la propia bajo los pies.
En sus horas de viaje (en tren, turismo o autobús) iban pensando que un supuesto ser querido, en su intento por animar, habría tenido que morderse la lengua