Dos escaleras, una por mano, ascendían a los pisos superiores, con sus aramboles de latón y sus sendas alfombras rojas, ya rajadas como la lengua de quien mascó el picapica. Los tres hermanos Susmozas tomaron la de la derecha, que es hacia donde se gira instintivamente cuando se siente miedo: por tener enfilada a los pasos la mano de golpear.
Fueron subiendo. Por las paredes, pero también por los suelos, al paso salían carteles y fotografías enmarcados, anunciando espectáculos de los setenta, ochenta y noventa. Los tres iban sintiendo el fortísimo olor a polvo, que es antes táctil o gustativo que olfativo y que nubla la vista al adherirse al globo ocular y a las pestañas. Un olor que deja una secuela de mocos grandes y crujientes como empanadillas.
No se tenían tanta confianza como para ponerse a comentar nada, pero por vencer el miedo a roedores y cucarachas cambiaron entre ellos algunas palabras. Fueron las más elementales, acerca de los sucesos más genéricos ocurridos en el transcurso de los lustros que llevaban sin verse. Hacía veintiún años que Argi no pisaba el Pigalle, contra los dieciocho de Barto y los trece de Crispo. Cada vez más suspendido cada uno en sus recuerdos, los tres se fueron distanciando a partir de la segunda planta, como los ciclistas en carrera.
Llegaron al quinto piso, en el que su padre situó su despacho y en el que Gran Damián les esperaba. Arriba, donde siempre estuvo, se toparon con el armario cachondo, un mueble en el que Ausias los encerraba a veces medio en broma, medio en serio: la práctica era irresistiblemente divertida para el primer mencionado (Ausias). Para los otros (cada crío, según tocara), lo que empezaba de traca jovial acababa siempre derivando en algo mucho peor que cruel.
—Todavía da miedo verlo —musitó Argi.
Los tres se aguantaron las ganas de abrir las portezuelas y mirar adentro: por si quedara algún objeto perdido o algún hermano reo del que todos se hubieran olvidado.
Pasaron al despacho a través de su entrada descomunal. Allí seguía todo. La pesada sillería, tapizada en cuero verde, henchida de culos. Los anaqueles de madera maciza, de piezas tan gigantescas que daban ganas de creer que el edificio se construyó en torno a ellos porque ni por aquella puerta exagerada parecían caber. El monitor del circuito cerrado de televisión, antigualla tecnológica. El escritorio, sobre el que descansaban mil libros, un ladrillo de obra, un sándwich de hacía ocho años, un sable de caballería, un desodorante en stick, reseco como piedra pómez. Las paredes enteladas de rojo cereza estaban tan repletas de fotos, dibujos y cuadros enmarcados como los pasillos de todo el edificio. Todo en un estilo clásico que ya estaba desfasado cuando Ausias se hizo con el Pigalle, y que fue poniéndose al día según el tiempo iba convirtiendo cada uno de los muebles en proclamas de sugerentes extravagancias atemporales. Los juguetes y los trofeos del líder andaban por doquier. Y el parqué, llorando a cada paso. El olor a polvo se confundía aquí con el olor a padre.
Al cabo de la inmensa mesa esperaba el abatido Gran Damián, con barba de días, con su traje trasnochado y su cartera de cuero sobado. Su entrada en febrero debía de haber sido desgarradora, porque no lucía mejor cara que a finales de enero. Y eso chocaba a los hermanos, que no le hacían con aquella expresión dolorosa. Era para ellos el que siempre estuvo allí, como un tío carnal que siempre se divertía y nunca con ellos tres, adscrito como estaba al progenitor. Era una presencia eterna, pero era a su vez la de un hombre del que apenas sabían nada y al que hoy no había más remedio que dirigirse, a ver qué quería. Tantas y tantas horas compartidas, pero con tan pocas vivencias en común, no movían precisamente a la fluidez. Fue Argi quien se lanzó a hablarle.
—¿Damián?
—Pasen, por favor.
De usted les trató, como si la muerte de Ausias los hubiera convertido en licenciados. A él se fueron los sobrinos postizos, y le fueron dando la mano uno a uno. Tampoco para Gran Damián parecía fácil el contacto.
Todos sonreían forzados mientras iban tomando asiento en torno al gran tablero, soltando fórmulas del tipo de «¡Cuánto tiempo...!», y colgajos así. Gran Damián no era ajeno al hecho de que a los chicos, la muerte de Ausias les dolía lo justo. Pero declaró aquello de «siento mucho lo de su padre», cuando el pesar de la pérdida era mucho más intenso en él que en sus tres hijos. En este espesor del trato estancado, Argi ejerció de nuevo de hermano mayor, con el gesto adusto que copió de niño de los westerns y que se le quedó para siempre. Le pareció que un héroe del oeste se habría lanzado a reconfortar al anciano, que fue lo que él hizo.
—Sabemos que lo siente, Damián, que estuvo muy unido a él y que lo dice de verdad.
El eterno lugarteniente quería parecer animadete. Le salía del culo de mal. Todavía no lloraba. Los esfuerzos por evitarlo le honraban.
—No queremos que se tome trabajo extra —echó Barto un capote—. Denos las instrucciones precisas, que nosotros nos ocupamos de los trámites.
—Desde luego, Damián —dijo Argi—. Usted ya ha trabajado bastante.
—Sí, queremos liquidar esto cuanto antes —dijo Barto en el mano a mano entre hermanos mayores—. Necesitaremos alguna orientación respecto a la herencia, pero queremos que usted descanse.
Fluía amable, pero la conversación cambió entonces a tono sombrío en boca de Gran Damián.
—Yo lo que les ruego es mucho ánimo.
¿Ánimo? Ya se habían dado los pésames. ¿No se les notaba a leguas que el ánimo les sobraba para encarar el deceso? Nadie supo muy bien a qué venía aquella llamada a la resignación, en una tesitura en la que sólo el viejo plañía y en la que los demás mantenían una entereza que, como no provenía más que de la indiferencia, no contaba como mérito virtuoso. Habló Gran Damián.
—Ausias no ha dejado mucho.
No les pillaba de nuevas la noticia. Con el tren de vida que llevaba papá, todos presentían el dato.
—Por eso no se preocupe. Nunca hemos esperado mucho de él —dijo Argi.
Gran Damián sacó un informe de su cartera.
—Muy bien. Qué dice el acta —preguntó Barto.
—Que Ausias no ha dejado nada. Sólo el Pigalle. O al menos un cacho de él.
Vaya gracia. Los hermanos se habrían mirado asombrados buscando el soporte del grupo. Pero les daba vergüenza porque hacía años que no se llamaban ni en caso de matrimonio. Fueron a la reunión a ver qué les tocaba, a ver con qué partidas entretendrían a las arañas de sus arcas hasta el día de la venta del caserón. Y se encontraron con estas poquezas y con estas embajadas.
Gran Damián habló:
—Ausias compró el Pigalle el 9 de marzo de 1971, a la una de la tarde. —Y el inciso de exactitud sentimental inquietaba a todos—. Había que haber acabado de pagarlo en 2001. Pero no se han dado las condiciones para que sea así.
Lo de llamar al ánimo tenía su sentido, se iba viendo.
—Han ustedes heredado su hipoteca.
Han ustedes: eran las dislocaciones propias del lenguaje de los nervios.
—El banco ejecutará el embargo el 27 de julio. Sin más prórroga, sin más dilación y sin más nada. Porque hace ya años que se agotaron todos los plazos.
Lo mejor era acabar de compilar los datos. Todos, y cuanto antes. Así lo veía Barto, que tomaba tal modo de hacer como norma común de actuación.
—Cuánto se debe de hipoteca.
Los Susmozas llevaban sus vidas en un modesto devenir, sin más incidencias que las justas, con sus recibos más o