Los policías y los curiosos cargaron un poco contra la dejadez de Ausias y se centraron luego en poner a los pequeños de bobos para arriba. A ver si no tenía traca lo de que se hubieran quedado quietos tras la fuga del padre, como tres calzoncillos recién planchaditos en su cajón. Se acabaron riendo de ellos a escondidas, allí reclusos sin iniciativa siquiera para salir a una ventana a pegar voces de auxilio. Lo de los servicios sociales, por entonces, ni existía. Con lo que les dieron un paquetón con bocadillos y peras y les dejaron un número de teléfono por si querían algo. El ninguneo se transfiere solo.
El domingo por la noche comenzaron a llegar de vuelta los trabajadores del Pigalle. Ausias no regresó hasta el lunes. Pegó dos guantazos a Monociclo, un maquillador cojo de Tenerife al que, según juraba, había mandado al teatro el martes por la tarde para ocuparse de la guarda de los niños durante toda la semana. El empleado afirmaba que nadie le había encargado nada semejante, que no habría olvidado una petición de objeto tan delicado y que se habría hecho cargo de la encomienda incluso con agrado. El Monociclo juraba con berridos de muy menor intensidad, como denotando que la verdad estaba con él. Por qué iba a estar mintiendo, por qué habría desatendido la custodia, por qué se iba a jugar el puesto por zafarse de una tarea fútil, hasta gustosa. Nadie creyó a Ausias, que vendría de pasar una semana estupenda a base de jamón y mujeres, lo suficientemente abstraído en sus placeres como para caer en la cuenta de que nunca había pedido nada al maquillador de Tenerife. Pero tampoco nadie dijo nada.
Con el tiempo, y de forma escalonada, los jóvenes Susmozas salieron pitando del Pigalle en cuanto vieron la ocasión. Emprendieron sus vidas al margen unos de otros, por no recordar las desnudeces padecidas. Ocuparon los empleos que encontraron, buscaron sus afectos, tuvieron picos y valles, se establecieron donde fueron cayendo. Labraron como pudieron sus sencillas haciendas, siempre con más menesteres que dispendios y con mucha más precariedad que boato. Pero sin tener que sufrir a Ausias. Por el Pigalle, ni volvieron. En busca de qué, iban a andar volviendo.
Años después, cada uno por separado, cada uno en su casa, cada uno en su ciudad, los tres Susmozas ya adultos se preguntaban por qué no salieron del Pigalle en busca de socorro en el mismo momento en el que se percataron de la situación. Por qué no se lanzaron a la calle a denunciar lo que les ocurría y a ponerse bajo los cuidados de quien fuera. Por qué aguantaron sin pedir ayuda, si bastaba con bajar las escaleras y arrojarse a las calles de Madrid. Los tres anduvieron pensando que quizá no salieron porque se les tenía prohibido salir a la vía pública. Que quizá permanecieron allí porque tenían víveres, o porque alguien acabaría por descubrirles, o acaso porque sólo era cuestión de esperar. Adujeron para sí mismos razones tan baladíes.
Pero los tres concluyeron que no salieron porque salir no habría valido para nada. Daba igual buscar socorro y llenar luego la andorga, curar el rasguño, tomar la coca-cola de consuelo. Porque ya habían recibido el disparo de desprecio. Salir del Pigalle no restañaba el daño más que en sus lindes laterales (el hambre, la sed, esas minucias). No por huir del teatro arreglaban nada. El único mal infligido era el de su absoluto olvido, y cambiar la prisión del escenario por el cielo abierto de la calle de Alcalá no restituía la situación a la normalidad que anhelaban. El destrozo ya estaba perpetrado, con la tripa llena o con la tripa vacía. La mortadela en el estomaguito no iba a explicarles por qué ni siquiera Ausias quería saber nada de ellos. La solución no iba a venir tomando una tortilla francesa ni presentándose en la sacristía de una iglesia. Saliendo ellos al ágora, nada de lo que importaba arreglar se arreglaba. Quizá sí volviendo el padre al Pigalle. Que no volvió hasta el martes, cuando ya no valía.
3
Gran Damián citó a los tres Susmozas para el día 13 de febrero de 2012 en el teatro Pigalle, con objeto de tratar el tema de las sucesiones. Los convocó a las ocho de la mañana, hora intempestiva que el albacea fijó sin dar opción a madrugón menos cruento.
Argi viajó desde Alicante, Barto desde Toledo, Crispo desde Papatrigo (Ávila). La víspera de la reunión con Gran Damián, Argi se alojó en un hostal de Sol, Barto en una pensión de Huertas y Crispo en casa de un medio conocido. Hacía años que los hermanos no se trataban, por lo que cada uno hizo sus planes según sus circunstancias y sin proponer encuentro previo.
Se levantaron muy temprano, nerviosos ante el reencuentro. Pagaron injusto castigo a la virtud de la puntualidad cuando los tres coincidieron en Alcalá, en ruta hacia el Pigalle. Cada cual habría preferido caminar solo, pero no hubo más remedio, en nombre de la decencia fraternal, que cubrir juntos el último trecho hasta el teatro. Compartieron la calle sin nada que decirse, apretando el paso para que pareciera que el esfuerzo andariego les privaba de aliento para la conversación. Se notaba que sería un día de sol.
Con su aspecto de palacio de los años veinte, a base de eclecticismo y garigoleo decorativo, el Pigalle manchurreaba la calle de Alcalá a la altura del metro Sevilla con su recia gama de grises, la de los humos de los años. Cinco pisos de laberintos. Más sus desvanes, buhardillas y azoteas (para coronar) y sus sótanos, fosos y galerías bajo cota de tierra (para escarbar en el pasado). En la fachada, esparcidas por todo el frontal y en sus diferentes órdenes, callaban las figuras alegóricas de no se sabe qué fulanos, en faz o de cuerpo entero. A la altura del cuarto piso, en toda la bisectriz, se enseñoreaba la cabeza de una suerte de joker de magnética sonrisa. Todos habían acabado por sacar parecido a ese rostro con Ausias. Quizá no por la fisonomía, que no casaba demasiado con los rasgos del director. Sí desde luego por el gesto, que era igualito.
En 1971, tras fructíferos años de arriendo, Ausias había comprado el Pigalle por la entonces exorbitante cantidad de ciento veinte millones de pesetas. El teatro lo valía. Había firmado una hipoteca a treinta años que lo convertiría en 2001 en dueño y señor de un edificio soberbio levantado sobre un solar privilegiado. A él o a sus herederos.
Y eso, a los Susmozas, no les impedía odiar aquel teatro. El plan de todos era el mismo: deshacerse de él en cuanto pudieran. En 1997 había sido declarado bien de interés cultural (cosa que divirtió muchísimo a Ausias), así que no podría venderse ni dedicarse a otro uso que no fuera el escénico hasta 2035 (lo del uso extrateatral, tampoco después). Pero, a veintitrés años vista, los hermanos tenían la jubilación mucho más que asegurada.
Pues bien: en la idea de la posesión no había nada de codicia. La venta del teatro tenía para los Susmozas una trascendencia mucho mayor que la económica. Sería un chorro de pelas, evidentemente. Pero a sus ojos, sin embargo, el torbellino de billetes quedaba hasta racaneado, hasta regateado, hasta escatimado, en la medida en que no tenían claro que el pastizal les fuera a compensar por tantas calamidades padecidas en el Pigalle a cuenta de su padre. Para sus dueños por herencia, el Pigalle era ante todo una indemnización de gracia y justicia por las injusticias sin gracia padecidas durante sus infancias dentro de sus mil muros. Esa venta millonaria no les resarciría de las fatigas padecidas, pero era todo lo que cabía cobrar por tanto daño. Percibirían un dinero carísimo. Porque no sería un monto en euros, sino en compensaciones. La cantidad por la que venderían en su día el Pigalle no era desde luego como para despreciarla. Pero no era eso lo que estaba en juego. Aquí la transacción no ponía en relación el peso de unos fajos con el volumen de unos bienes transferidos. Aquí lo que se ventilaba era que la justa satisfacción por tanta pasada les dejara vivir el resto de sus vidas con la tranquilidad de quien ha cobrado sus deudas. Aunque fuera en forma de dinero.
Pasaron al atrio, y luego al vestíbulo, por los portones que Gran Damián había dejado sin candar. El Pigalle llevaba cerrado desde agosto de 2004, cuando Ausias se cansó del teatro, se hartó de Madrid, lo abandonó todo