El derrumbe era general. La imposibilidad de otra utilización que no fuera la teatral mandaba al infierno las estrategias de guerrilla que los tres hermanos estaban pergeñando: alquileres del edificio para mítines, ferias, entregas de premios y presentaciones de empresas de venta piramidal. Gran Damián lo expresó a las claras.
—Lo del bien de interés y esa mierda les perjudica lo que más. Si no, aquí íbamos a estar con estas caras de pisacacas.
Atacaron pues por la zona de inventariables: liquidación al peso de butacas, cañerías de plomo y marcos para fotos. Pero no se podía tocar ni un tornillo hasta mediados de los treinta. Luego pasaron a los fungibles: bombillas de cien watios, cuadernos sin empezar, botes de pintura empezados. Pero nadie quería comprar morralla. Todas las posibilidades de saldo las había concebido antes Gran Damián, y ninguna valía. Sintiéndolo mucho, el anciano derribaba planes de choque como quien achicharra francotiradores en un videojuego. Los Susmozas no podían enajenar los bienes estructurales, y los de valor espurio no los quería nadie porque la basura siempre ha sido artículo gratuito en los vertederos. Y la mano de Ausias, abriendo boquetes a cañonazos en el paramento que estos cuatro querían enlucir a llana y yeso.
A cada hermano le pasó ante los ojos la película de su vida. Porque los tres se estaban muriendo y porque todo lo que estaba ocurriendo contradecía tantos recuerdos de abundancia. Recuerdos de infancias de desprecios, pero en las que siempre había dinero por todos sitios.
—¡Pero todo lo que estrenaba papá reventaba las taquillas! —gritó Argi—. ¡Vivía como nadie!
—Pues se ha gastado todo lo que ganó, más los trescientos y pico mil que les deja de recuerdo. —Gran Damián no hacía más que pintarlas negras.
Al fin, todos quedaron en silencio. Se posaron en el alféizar del ventanal los gorrioncitos que dan envidia por su sustento resuelto por el Creador, y Argi recordó un episodio que le pareció que venía muy a cuento.
—Había un sargento en la mili que cargaba las copas que se tomaba en la cantina a un soldadito de Murcia. Cuando se licenció, el de Murcia debía casi medio millón de pelas en el bar. Qué risa nos pasamos todos a cuenta de él. Y ahora el de Murcia soy yo...
—Lo que no me cabe en la cabeza —dijo Barto— es que alguien sea un sucio de corazón con tantas ganas. Papá tenía encima todas esas deudas y se pegaba la vida padre.
—A eso sí que nunca renunció —recordó Gran Damián—. Pero al fin y al cabo era su dinero.
—¡No era su dinero! ¡Era el que debía al banco! ¡Era el que nos iba a endilgar a nostros! —Argi.
—Se lo ha comido todo sabiendo que nosotros veníamos detrás. Cada vez que se cogió un taxi o cada vez que se tomó un whisky en un bar estaba robándonos una baldosa del Pigalle —Barto.
—La que nos toca pagar ahora. Me corto un dedo si no lo ha hecho aposta —Crispo.
A Gran Damián no le cupo otra que callarse, entre lo contundente de los argumentos, lo evidente de la desconsideración de Ausias y lo profundo de su amor por él.
Luego ya, el mayor se echó a llorar. Le siguieron los demás. Se la habían jugado después de jugársela, y eran conscientes de que estaba encalomándoles una inmensa deuda aquel padre que tantas cuotas les debía.
—También pueden renunciar ustedes a la herencia.
Perder el Pigalle era como no cobrar la indemnización de cada día de jodienda sufrido allí en sus infancias. Este era un debe de sentimientos, de contrarrencores, de tasaciones sobre las decepciones. Aunque la venta a futuro enjugaría el desagravio global de toda una niñez de cabronadas, lo último que se estaban jugando los hermanos era una jubilación de buen pasar. Pero no iba a quedarles ni eso. Barto adjetivó sin ambages.
—Ausias era un hijo de puta. Y eso no lo podemos cambiar. Así que hemos perdido el Pigalle. Lo único que me cabe esperar, ya que no el teatro, es que ninguno hayamos salido a él.
Gran Damián llevaba semanas haciendo acopio de fuerzas en busca de algo parecido a una solución, entre la fidelidad a su pasado y el afecto debido a tres niños a los que vio crecer. Con resultados hueros, pero hueros, eso sí. A base de destilar el mosto de su inventiva, sin embargo, había dado con una idea. Que expuso estirando el pescuezo, para boquear fuera de su puré de abatimiento.
—Les cabe una posibilidad para salir de esta.
«A ver qué dice este, el íntimo del hijo de puta», pensaron los tres. Y en su desesperación y en sus ganas de abanicar a alguien se hacían cábalas inciertas sobre la culpabilidad del albacea en la gracia postrera de Ausias.
—Cultura convoca subvenciones anuales para producciones teatrales. Formen persona jurídica y soliciten una. Estrenen. Una Comisión Técnica de Valoración acudirá a ver lo que han hecho. Son seis miembros nombrados cada año. Puntúan los montajes de 0 a 10, a 30.000 euros por punto. Procuren lucirse y les calificarán alto.
—¡Pero si no llegamos ni con un 10!
—¿Y cómo nos van a dar un 10? ¡Si no hemos estudiado en la vida!
—Intenten esforzarse. Las subvenciones se fallan a finales de junio. Un poco justo, pero no les queda otra. Los trámites de cobro les llevarán un mes. Entre el estreno y el 27 de julio, con la obra montada, procuren que el público entre. A ver si así juntan lo que no cubra la ayuda. Habrá gente que venga, como antes. Que el público pase al Pigalle, que pague gustoso su tique, que lo recomiende por ahí —recordar los años buenos le ponía en el cielo—, que de cada espectador surja otro nuevo...
Los Susmozas no estaban para nostalgias de días ni vividos ni añorados. Hablaron sin tapujos.
—Yo no he ido al teatro desde que nos obligaba papá a meternos en sus estrenos —dijo Barto.
—No es ya que no sepamos nada de teatro —contó Argi—. Es que el teatro nos da asco a todos.
Para los Susmozas, el teatro era una marranada que se merecía en cada alzada de telón todos sus males endémicos. Los actores, unos piernas que buscaban en la calle el caso que no les hacían en casa. Los técnicos, unos enterados de mirada torva. El público, una masa de sujetos ansiosos por dejar claro al de la butaca de al lado que entendían todos los chistes y todas las segundas lecturas. El ambiente general, una cursilada en la que todo el mundo parecía forzado a demostrar gran emotividad. El ambiente particular, una tortura de egos disparados en la que las susceptibilidades saltaban a las primeras de cambio. Tanto besuqueo, tanta expansividad, tanto gritito, tanta moñarronería, tanta baratez. Una asquerosidad. Y sin embargo, con todos esos motivos para el repelús hacia la escena, el motivo gordo quedaba aún por consignar.
—Nos da asco. Pero asco asco. Porque nos recuerda a papá.
A Gran Damián, al fin, le pudo la tensión. Comenzó a llorar todavía con menos disimulo. Su recuerdo de Ausias era bien otro.
—No digan eso de Ausias, se lo ruego. Hizo muy felices a muchos de los que le conocimos. Él me presentó a mi mujer, sin ir más lejos. Que está en casa destrozada por su muerte y que no quiere verme ni a mí.
El albacea estaba poco menos que confesando cuál era el verdadero amor de su esposa, que llevaría décadas amando con careta, como en el teatro mismo. Era todo tan penoso, daba todo tanta impresión de que nada merecía la pena, que Crispo venció la repulsión a las babas de viejo y se dio