Los huerfanitos. Santiago Lorenzo. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Santiago Lorenzo
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788418187544
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a llorar a ráfagas, con las amígdalas cocidas de pena como si las llevaran abrasadas a infantiles vegetaciones, a sus años. Las que tampoco la madre les alivió.

      Se llamaba María Isabel Domínguez, era de Santa Cruz de Tenerife y se había casado con Ausias en 1968. Se marchó del Pigalle en 1974, tras nacer Crispo y harta de todo. Tan frita se largó que ni solicitó a los hijos, tal era su prisa. Su vocación de madre sería alta, media o baja, no consta. Pero en cualquiera de los casos, su determinación por irse rebasó a su instinto maternal, con tan amplia ventaja que, por los niños, ni pujó.

      Murió en 1981 y dejó una herencia insignificante. Tampoco una anciana madre redentora aparecería en julio salvando los muebles a los Susmocitos.

      En 2008 había comenzado un período de dificultades económicas sin parangón. Los tres Susmozas sabían de esa debacle a la que la historia denominaría quizá la del año ocho, la que llegó por sorpresa cuando ya pensábamos que todos éramos ricos, la del año nueve, la de la descapitalización financiera, la del año diez, la de la sublimación de los billetes, la del año once, la de la liquidez solidificada, la del año doce, la de cuando montose el acabose. Había vigilantes-psicólogos en el metro, encargados de echar a los homeless (no necesariamente con pintas) que pasaban el día en los pasillos, de arriba para abajo, sin ir a ningún lado, sólo por estar en algún sitio. Se presenciaban mangadas de bollos empezados en las barras de los bares, cargas de móvil en los enchufes de las estaciones de autobús o acopio de jabón líquido en los aseos públicos. Desde una moto siempre se pegó el tirón a un bolso. Ahora se veían tirones a la bolsa del Mercadona, codiciada por su suculenta carga de comida de marca blanca.

      Ausias proporcionó a sus hijos su propia crisis particular, esquema de la que afuera se enseñoreaba por las empresas y las colas, los parques y las naves, los domicilios fiscales y los domicilios familiares. Los tres hermanos recibieron en herencia una versión personalizada de la recesión salvaje que sufría el común.

      Se toparon con su propia crisis en sus propias cocinas, en una tesitura en la que las deudas contraídas por otros calcinaban las economías propias. Se hallaban forzados a pagar los excesos ajenos y a devolver un dinero que no habían gastado, perplejos ante la evaporación de unos bienes que creyeron suyos hasta que les dijeron que de eso nada. Serían tiempos de buscar nuevos agujeros en el cinturón y de hollar los suelos de humo de su patrimonio de cenizas. La barrabasada macroeconómica era general, pero de poco consuelo podía valer el dato a tres hombres enfangados de la noche a la mañana. Tres sujetos que habían construido sus vidas a base de no gastar nunca más de lo que había. De gastar siempre, de hecho, un punto menos, por si un día venían mal dadas. Así vinieron, precisamente, un día. Y qué raquíticas eran sus balizas para la galerna a la que se enfrentaban. Las que representaban el hecho de tener que levantar un espectáculo con unos conocimientos nulos, una técnica inexistente, una preparación imposible y una vocación no ya bajo mínimos, sino muy sobre máximos de repugnancia.

      Un día de 1978, los niños quisieron homenajear al padre con el presente más alusivo a su oficio apasionante: con un poco de teatro. Argi había oído un chiste en el recreo, le hizo gracia y lo llevó a casa como una piedra bonita que se hubiera encontrado en un parterre. Se lo contó a Barto y a Crispo y decidieron escenificarlo para papá. Se llegaron al despacho de Ausias, venciendo la timidez que ante él se les exacerbaba. Hicieron acopio de audacia y le pidieron permiso para abrir el número. Ausias no contestó, y los niños aceptaron el plácet por vía de silencio administrativo. Debutaron.

      —¿A que no sabéis por qué los catetos plantan cebollas en la carretera?

      —¡No lo sé!

      —¡Yo tampoco!

      Los tres miraron a su audiencia de un solo espectador.

      —¿Alguien entre el público lo sabe?

      Ausias permaneció callado. El pequeñito Argi desenlazó para romper el silencio.

      —Porque la cebolla es buena para la circulación.

      Los artistas esperaron algún aplauso. Pero Ausias dijo esto:

      —Qué mierda de chiste. Es un chiste fascista. Por qué van a ser tontos los catetos. Por qué vais a ser más listos vosotros porque seáis de ciudad.

      Los niños no sabían muy bien ni lo que significaba cateto ni mucho menos lo que significaba fascista. Se fueron a la cama avergonzados de sí mismos.

      Esta era toda la experiencia que los Susmozas habían desplegado en el mundo del teatro. Corta, yerma, escabrosa. Con estos antecedentes escalofriantes, no quedaba más remedio que ponerse sobre un segundo intento.

       6

      El 29 de febrero ya estaban todos en Madrid. Crispo fue el último en llegar. Entró al Pigalle con sus dos maletas. Encontró a Barto en la taquilla, barriendo el piso.

      —¿Qué tal? —saludó el pequeño.

      —Bien. Acompáñame arriba si quieres.

      Emprendieron la escalada por la dorada vía, tan brillante antaño, tan fotografiada, tan cansada de subir.

      —¿Cuándo habéis llegado? —pregunta funcional para recién llegados.

      —El otro día —respuesta multifuncional para todo uso.

      Y los dos hombres ascendían, hollando los escalones por los que corretearon de niños y de los que huyeron en cuanto pudieron. Por dar calor al reencuentro y porque el tema le preocupaba, Crispo salió con lo del cobijo.

      —¿Dónde me meto?

      —Donde quieras. Sitio y basura es lo único que sobra.

      Barto sacó un neceser de baño de un bolsillo de su bata, como para ejemplificar su asentamiento en su nueva residencia (que no era sino la vieja).

      Llegaron al tercer piso. Barto cogió la ruta de una puerta que permanecía cerrada. Tras tres eles llegaron a una sala en la que ya olía a ropa amontonada, a aceite al fuego, a suavizante y a sudor entreverado en las tapicerías: el olor a hogar. Un sofácama abierto, con la colcha tersa y el embozo de las sábanas listo, daba más señas. Varios percheros de guardarropía conformaban un vestidor, repleto de prendas femeninas. Mientras alineaba unos zapatos, Barto dijo:

      —Para nadie va a ser plato de gusto vivir donde vivía papá. Pero así ahorramos. Este es mi chalé. Hay dos docenas de habitaciones para que elijas.

      Los enseres los había encontrado por ahí, pero mañana ya le traían los suyos de Toledo. Crispo, que había abandonado su jergón de gomaespuma en su vivienda de pueblo, expresó su preocupación por hacerse con una cama y una silla.

      —No te desvivas —dijo Barto—. Aquí hay mobiliario hasta para encender la chimenea.

      Barto abrió una de las puertas laterales, porque su nueva casa contaba con dependencias para todo menester.

      —Ven, que te enseño el resto —le dijo.

      La puerta daba a una estancia donde cogían polvo varios trastos teatrales y otros cachivaches escenográficos. En una banda de la sala, Barto había organizado una cocina con una placa eléctrica, una fresquera y un arsenal de productos de droguería. Una vieja mesa de ping-pong —Ausias llenó el Pigalle de antojos para su distracción y la de los suyos—, ocupaba el centro del espacio.

      En torno al verde tablero, una mujer de treinta y seis años acariciaba la nuca de un niño de seis. Leían un libro de colorines con el que el pequeñín se hacía con las primeras letras. Una melitta humeaba junto a un microondas.

      —«La vaca nos da... lecho» —leía el niño, con la hermosura del tropezón en el empeño.

      —Lecho no, leche —corrigió la mujer.

      Crispo se sintió imantado por ella desde el principio. Si hemos de creer esa teoría