Pero si la primera definición de África se debió al aspecto más horrible de su historia, el significado de África empezó a cambiar a partir de la propia diáspora africana. Las poblaciones esclavizadas y sus descendientes comenzaron a considerarse a sí mismas como «africanas», no solo como propiedad de otras personas; eran personas que habían venido de algún otro lugar. En Estados Unidos, algunos cristianos de ascendencia esclava comenzaron a llamarse a sí mismos «etíopes»; pero no porque sus antepasados procedieran de esa parte de África, sino porque evocaba historias bíblicas del rey Salomón y la reina de Saba. «Etiopía» o «África» señalaban su lugar dentro de una historia universal. Más tarde, algunos intelectuales afroamericanos, y también algunos académicos africanos, empezaron a sostener que los antiguos egipcios eran africanos negros y que, a través de Egipto, África había aportado de manera crucial a Grecia, a Roma y a la civilización mundial. Si las evidencias respaldan semejante postulado, o también la propia cuestión de lo que realmente signifique «herencia» o «descendencia», no es el tema que estamos dilucidando. La cuestión estriba en que «África» surgió como una diáspora que ha reclamado su lugar en el mundo. Este libro se acerca a África tal como la define su historia: se centra en el continente africano al sur del desierto del Sahara, pero en el contexto de los vínculos, continentales y de ultramar, que pergeñaron la historia de esa región.
Estudiar los nexos y tramas que se entrecruzaban entre el Océano Atlántico, el Océano Índico y el desierto del Sahara, o a lo largo del propio continente africano, ofrece una imagen de África diferente de los estereotipos de «tribus» africanas. Los musulmanes eruditos en el Sahel del África occidental atravesaban el desierto hacia el norte de África o iban hacia Egipto y Arabia como estudiantes y peregrinos; redes de comunicación islámicas similares se extendían por la costa oriental de África y tierra adentro hasta el lago Victoria y el lago Tanganika. El propio Sahara generó comunidades que medraron gracias al intercambio de mercancías entre distintas zonas económicas al norte y al sur del desierto. Aquellas comunidades a menudo eran conscientes de sus diferencias tanto en términos raciales como culturales. Dentro de África, algunos reinos o imperios se incorporaron poblaciones culturalmente diversas; unas veces las asimilaban, otras veces les permitían una considerable autonomía cultural al tiempo que les exigían obediencia y les recaudaban tributos. En algunas regiones, los clanes de parentesco reconocían su afinidad con familiares que vivían a cientos de kilómetros.
Es cierto que hubo diversidad cultural; y que esa especificidad cultural a veces se cristalizaba en una sensación de ser un «pueblo» diferente es, hasta cierto punto, también cierto. Pero la diferencia no significaba aislamiento, y no acababa con las interconexiones, las relaciones y las mutuas influencias. El mapa cultural de África viene marcado por gradaciones de diferencias y líneas de conexión, no por una serie de espacios delimitados, cada cual con «su» cultura, «su» idioma, «su» sentido de identidad propia. Sin duda, un líder político africano, cuando intentaba organizar a «su» pueblo para luchar por sus intereses colectivos, contaba con un sentimiento grupal compartido al que recurrir, pero es algo que también hace todo líder político o religioso que intente convocar a gente situada a mayores o menores distancias. Cuál iba a ser la tendencia que prevaleciese era una cuestión de circunstancias históricas, no algo determinado por una supuesta naturaleza africana de unidad racial o distinción cultural.
A mediados del siglo XX, el significado político de África podría definirse de diversas maneras. Para un panafricanista, la diáspora era el aspecto unitario relevante. En opinión de Frantz Fanon, la política estaba definida por el imperialismo; él repudiaba la idea de una civilización africana, en favor del concepto de unidad de pueblos oprimidos por la colonización. Cuando el presidente egipcio Gamal Abdel Nasser desafió al poder británico, francés, estadounidense e israelí en Oriente Próximo, se convirtió, para muchos africanos, en símbolo de un verdadero líder nacional. En la década de 1950, la lucha común contra las potencias coloniales, por la construcción de economías nacionales y por la dignidad nacional, dio pie a una concepción militante del «Tercer Mundo»: ni capitalista, ni comunista, y que unía a Asia, América Latina y África contra las potencias «del norte» o «imperialistas». Otros seguían buscando una unidad específicamente africana, limitada al continente. Los demás líderes políticos se dividían entre sí en bloques ideológicos y conformaron alianzas con los bloques liderados por los Estados Unidos o la Unión Soviética.
Las conexiones a larga distancia no eran solo un asunto de activistas políticos. Los africanos —que, en búsqueda de una mejor capacitación, desarrollaban carreras profesionales en organizaciones internacionales, o emigraban a economías europeas que entonces buscaban su mano de obra— se hicieron presentes en Europa, la Unión Soviética, Estados Unidos, Canadá y China. A veces interactuaban con la población local, a veces conformaban comunidades de su mismo origen y relativamente autónomas, y a veces interactuaban más intensamente con otros inmigrantes de ascendencia africana.
De cualquier modo, sería un error sustituir la engañosa noción de un África de tribus aisladas, por la imagen de un África inmersa en una infinita trama de movimientos e intercambios. Visto desde dentro, la población de África se distribuía de manera desigual a lo largo de un gran espacio, lo cual implicaba que la circulación era posible, aunque el transporte resultara costoso. Se pagaba por el intercambio de mercancías de alto valor que no se encontraban en ciertas regiones, pero se gastaba menos en construir densas y variadas redes de comunicación y de comercio. Los líderes africanos podían encontrar sitios para que su gente prosperase, pero había otros lugares con baja densidad de población adonde otras personas podían huir y sobrevivir, lo cual dificultaba la consolidación del poder y la intensificación de la explotación, en contraste con la Europa de los siglos XVII al XIX. El comercio con países de ultramar tendía a centrarse en una gama limitada de materias primas, algo aún más terrible en el caso de la trata de esclavos. Centros concretos de producción —por ejemplo, de oro o de productos de palma—, o rutas comerciales concretas —los comerciantes de marfil que conectaban el interior de África oriental con la costa— funcionaban muy bien.
Lo que hicieron fue forjar conexiones específicas y concretas desde el interior de África hacia economías fuera de África, en lugar de desarrollar economías regionales diversificadas y densas. Los regímenes coloniales, tras la conquista europea, construyeron sus ferrocarriles y carreteras para extraer cobre o cacao y traer productos manufacturados europeos, y gestionaron la circulación de bienes, personas e ideas, en la medida en que favorecían los vínculos con la metrópoli. Los regímenes coloniales basaron gran parte de su poder en su capacidad para controlar los enclaves cruciales, como los puertos de gran calado, dentro de un sistema relativamente acotado de transportes y comunicación. También crearon obstáculos para la circulación: restricciones raciales a la movilidad, rechazo a aceptar a africanos en instituciones sociales o docentes. Mientras tanto, los africanos intentaron forjar sus propios tipos de vínculo —desde rutas comerciales en el interior del continente hasta relaciones políticas con otros pueblos colonizados—, con, más o menos, cierto éxito. Sin embargo, en cuanto los imperios coloniales se desmoronaron, los líderes africanos también se enfrentaron a la tentación de fortalecer su control sobre esas vías acotadas, en lugar de ampliarlas y profundizar en otras formas de comunicación de un lugar a otro. Este es un tema que retomaré.
CADA ÁFRICA BUSCA SU MOMENTO
Los historiadores africanos a menudo dividen la historia del continente en épocas «precoloniales», «coloniales» y «postcoloniales». La primera y la última de estas categorías se caracterizan por el funcionamiento autónomo de las sociedades africanas. La primera época fue un periodo de reinos, imperios, señoríos, comarcas aldeanas, sistemas de clanes, y la última un periodo de estados–nación, cada cual con su propia bandera, pasaporte, sistema postal, moneda, su asiento en las Naciones Unidas y sus planes para regular y gravar la producción y el comercio dentro de sus fronteras. El historiador nigeriano J. F. Ade Ajayi denominaba al periodo intermedio el «episodio colonial»; otros se refieren al «paréntesis