La secuencia histórica esbozada en los primeros capítulos de este libro condujo al nacimiento de estados con apariencia de «soberanía» internacionalmente reconocible. Sin embargo, las características particulares de aquellos estados eran consecuencia de la secuencia, y no propiamente soberanía. Los estados coloniales habían sido regímenes «celadores» o «Custodios de la Puerta» (o Cancela)[2]. Contaban con instrumentos endebles para penetrar en el ámbito social y cultural que administraban, pero se encontraban con un pie a cada de lado de la encrucijada entre el territorio colonial y el mundo exterior. Su principal fuente de ingresos eran los aranceles sobre los bienes que entraban y salían de sus puertos; tenían la capacidad de decidir quién podía ir a la escuela y qué tipo de instituciones de enseñanza podían implantarse; instauraron normas y licencias que establecían quién podía participar en el comercio interno y externo. Los africanos intentaron construir redes que no solo emplearan, sino que también eludieran el control de la administración colonial sobre el acceso al mundo exterior. Crearon redes económicas y sociales dentro del territorio, que superaban el ámbito estatal. En las décadas de 1940 y 1950, el acceso a instituciones y agrupaciones económicas oficialmente reconocidas parecía ensancharse para los africanos. La vitalidad de las asociaciones sociales, políticas y culturales dentro de los territorios africanos se enriqueció, y los vínculos con organizaciones foráneas se diversificaron. La Puerta (o Cancela) se estaba ensanchando, pero solo hasta cierto punto.
El esfuerzo de los regímenes coloniales tardíos por alcanzar el desarrollo no asentó las bases de una economía nacional fuerte tras la independencia. Las economías africanas se mantuvieron orientadas hacia el exterior, y el poder económico del estado siguió concentrado en la Puerta que comunicaba el interior y el exterior. Al mismo tiempo, la propia experiencia de movilización de los líderes africanos contra el estado les proporcionó un agudo sentido de hasta qué punto era vulnerable el poder que habían heredado. El desigual éxito de los esfuerzos coloniales y postcoloniales por el desarrollo no les facilitó a los líderes la confianza en que el desarrollo económico iba a conducir hacia una prosperidad generalizada que generase crédito y actividad nacional boyante, la cual, a su vez, proveyese de ingresos al gobierno. En diferentes grados, los gobiernos de los años inmediatamente posteriores a la independencia trataron de alentar el desarrollo económico, pero también se dieron cuenta de que sus propios intereses podrían sacar tajada de una especie de estrategia de estado custodio o régimen celador, como la que habían empleado las potencias coloniales antes de la Segunda Guerra Mundial: accesos controlados a la carrera funcionarial, a fin de aminorar el riesgo de que el ascenso en la función pública se convirtiera en una plataforma para la oposición.
El estado postcolonial, al carecer de la capacidad coercitiva externa de su predecesor, era un estado vulnerable. Las ventajas que conllevaba el control de los resortes del mando eran tan elevadas que podían intentar tomarlo varios grupos: oficiales y suboficiales del ejército, mediadores de poder regionales. Un régimen que no dependa tanto de conservar el mando se beneficia del hecho de que los rivales políticos pueden permitirse perderlo; cuentan con otras vías y recursos para lograr dinero y poder. Los regímenes celadores se hallan en peligro por la misma razón que los gobernantes provisionalmente en el poder cuentan con fuertes incentivos para mantenerse en él. Por tanto, las elites dirigentes tendieron a emplear redes clientelares y coerciones, señalar a la oposición como cabeza de turco, y otros procedimientos para reforzar su posición, reduciendo aún más los canales de acceso al poder.
Mientras los precios de exportaciones de productos africanos se mantuvieron altos, los estados pudieron conseguir dos cosas: promover el crecimiento económico, y, a la vez, proteger los intereses de la elite gobernante. Pero la recesión mundial de mediados de los años 1970 inauguró un periodo de varias décadas en el que las elites gobernantes —excepto en los países exportadores de petróleo— tuvieron grandes dificultades para proveer de recursos o bien a sus redes clientelares, o bien a los servicios que los ciudadanos demandaban. Al observar los años de postguerra en su conjunto, se puede empezar a explicar la sucesión de crisis a que se enfrentaron los estados coloniales y postcoloniales, sin entrar en un debate estéril sobre si la culpa es del «legado» colonial o de la incompetencia de los gobiernos africanos. El presente de África no surgió de una abrupta proclamación de independencia, sino de un proceso largo, enrevesado, y que todavía sigue en marcha. Comprender las trayectorias de las diferentes partes de África —y las oscilaciones dentro del continente son considerables— también supone un desafío.
Algunos observadores estaban dispuestos en la década de 1990 a abandonar África a su destino de continente más pobre, menos escolarizado y más repleto de enfermedades del mundo. Sin embargo, en la década de 2000, periodistas y economistas adoptaron el eslogan «África se pone en pie», al destacar altas tasas de crecimiento económico en algunos países. A finales de la década de 2010, ambas interpretaciones parece que eran simples y miopes extrapolaciones de lo que podían ser tendencias temporales. Los altibajos de crecimiento económico y de progreso social y, sobre todo, su desigual distribución —tanto de un país a otro, como dentro de cada país— conforman una dinámica compleja y escurridiza.
TRAYECTORIAS
Cuando echamos la vista atrás con una perspectiva a más largo plazo, los dos acontecimientos de abril de 1994 ilustran las aperturas y posibilidades, y las involuciones y peligros, de la política en África durante el último medio siglo. Comencemos a revisar la historia a partir del más doloroso de los dos acontecimientos, el de Ruanda. La violencia asesina que estalló el 6 de abril no fue un estallido espontáneo de odios antiguos. La estuvo preparando una institución moderna, un gobierno con su aparato burocrático y militar, utilizando medios de comunicación modernos y formas modernas de propaganda. El odio en Ruanda era bastante real, pero era un odio con una historia, no un atributo innato a la diferencia cultural. De hecho, la diferencia cultural en Ruanda era relativamente escasa: hutus y tutsis hablan el mismo idioma, y la mayoría son cristianos. Los ruandeses y los occidentales a menudo piensan que hay rasgos físicos ideales en cada grupo: los tutsis altos, esbeltos; los hutus bajos, achaparrados. Aunque, en realidad, a duras penas se distinguen por la apariencia.
Es más, uno de los aspectos terribles de aquel genocidio fue que las milicias, incapaces de saber quién era tutsi a simple vista, exigieron que la gente se hiciera con documentos de identificación que indicaran su grupo étnico, y, entonces, empezaron a matar a las personas que llevaban la etiqueta de tutsi o que se negaban a tener este documento. En los años anteriores a los asesinatos en masa, una brumosa organización de elite hutu, vinculada a los cabecillas del gobierno, había organizado sistemáticamente una campaña de propaganda, sobre todo en radio, contra los tutsis. En un principio, aún había que convencer a muchos hutus de que existía una conspiración tutsi contra ellos, y había que organizar con esmero la debida presión social, pueblo por pueblo, para ir encuadrando a la gente. Pero miles de hutus no accedieron a estas presiones, y, al comenzar el genocidio, los propios hutus a los que se veía como demasiado simpatizantes de los tutsis fueron asesinados de manera reiterada; pues muchos hutus actuaron con coraje para salvar a sus vecinos tutsis.
Pero hace falta retrotraerse aún más. Existió una amenaza «tutsi», al menos contra el gobierno. Tenía sus orígenes en la violencia previa. En 1959, y otra vez a principios de la década de 1970, hubo pogromos contra los tutsis que ocasionaron que miles de ellos huyeran a Uganda. A partir de entonces, el gobierno se esforzó en consolidar su posición en lo que sus líderes consideraban tanto una revolución social —contra el supuesto orden feudal dominado por quienes controlaban las tierras y los rebaños—, como una revolución hutu contra los tutsis. Algunos de los refugiados tutsis llegaron a ser aliados del líder rebelde ugandés Yoweri Museveni, cuando, en la década de 1980, este se empeñaba en hacerse cargo de un estado que la dictadura de Idi Amin Dada y sus brutales sucesores había dejado sumido en el caos. El presidente Museveni les estaba agradecido por su ayuda, pero ansiaba que se marcharan a casa. El Ejército Patriótico de Ruanda (RPA), entrenado en Uganda, atacó a Ruanda en 1990 y volvió a atacar con más intensidad en 1993. Si su objetivo era apoderarse de Ruanda, o reintegrarse en «su» país, es algo que estaba en discusión. En 1994, los mediadores dentro y fuera de África intentaron