He comenzado mirando hacia atrás, paso a paso, para ver las capas de complejidad histórica que condujeron a los eventos de 1994. En primer lugar, nos topamos con lo que podría parecer simple —y lo fue para la mayoría de los periodistas extranjeros—: un baño de sangre tribal, viejos odios que salían a la superficie. Pero hemos hallado algo más complejo: una historia tanto de interacción como de diferenciación, y una trayectoria asesina que era menos un estallido de enemistad étnica que un genocidio organizado por una camarilla gobernante ávida de permanecer en el poder, y dispuesta a definirse a sí misma y a sus partidarios contra un «otro» étnico.
Volvamos la vista a la historia de Sudáfrica, aunque sea brevemente, y con más detalle en el Capítulo 6. Se puede rastrear la revolución pacífica de 1994 hasta la fundación del Congreso Nacional Africano (ANC) en 1912 y encontrar una trama constante: la creencia de que la democracia multirracial era la forma política ideal para Sudáfrica. Sin embargo, el fin negociado del poder blanco surgió no solo de una oposición democrática y de principios, sino también de una ola de violencia que ni el ANC, ni otros grupos políticos africanos pudieron controlar, desde mediados de la década de 1980 hasta la misma víspera de las elecciones de 1994. No todos los movimientos políticos que desafiaban la dominación blanca se ajustaban al esquema liberal–democrático. También el régimen blanco era algo que resultaba más complejo que un simple hatajo de testarudos racistas trasnochados. El gobierno del apartheid era pragmático y, durante el periodo en que los últimos gobiernos coloniales y los gobiernos independientes, a lo largo y ancho de África, procuraban, con desiguales resultados, conseguir el «desarrollo», presidió la más completa industrialización de toda la economía africana, produciendo gran riqueza y un nivel de vida europeo para su población blanca.
En 1940, la segregación, la denegación de voz política a los negros y de su participación en la economía, no diferenciaban a Sudáfrica del África colonial. Pero en la década de 1960, Sudáfrica se había convertido en un paria para gran parte del mundo. Se requirió gran consenso y empeño político e ideológico para que las personas que no vivían bajo el yugo de la dominación colonial entendieran que se trataba de algo anormal e inaceptable, y fue este proceso lo que inició el aislamiento del régimen blanco de Sudáfrica. Esta reconfiguración de lo que es y no es aceptable, según las normas internacionales, puede llevarnos a pararnos a pensar que lo que en el mundo de hoy parece normal —cuando no virtuoso— un día puede llegar a resultar tan repugnante como lo fue el apartheid en los años sesenta y setenta —incluyendo también la irrefrenable desigualdad que caracteriza a sociedades tales como la Sudáfrica contemporánea o los Estados Unidos.
Nada en el pasado de Sudáfrica determinaba que algún día sería gobernada por un partido político no racial y elegido democráticamente. Cuando se fundó el ANC en 1912, su programa de protesta pacífica y de reivindicación de principios democráticos fue una de las varias vías como los africanos se hicieron escuchar. Junto con esta concepción liberal y constitucionalista de libertad, había una concepción cristiana, profundamente influida por un siglo de actividad misionera, y parte de esa tendencia, influida por misioneros afroamericanos, vinculaba el cristianismo con la unidad racial y la redención. Otros funcionaban dentro del planteamiento de los xhosa, los zulús y otras entidades políticas africanas con base étnica y que aspiraban, por ejemplo, a movilizarse tras un caudillo que representara la solidaridad de lo que entendían que era su comunidad. En la década de 1920, la política de «retorno a África» de Marcus Garvey, nacido en Jamaica y afincado en Estados Unidos, enlazó Sudáfrica con un mundo negro del Atlántico a través de marineros negros que recalaban en los puertos sudafricanos y que influyeron en los movimientos políticos del interior. Otras versiones del panafricanismo surgieron de los lazos educativos y culturales con los afroamericanos. Un distrito rural cualquiera de la década de 1920 podía ser testigo de todas estas variedades de movilización política.
Incluso cuando el ANC ligaba exitosamente su lucha con la de los sindicatos y la militancia urbana en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, los trabajadores inmigrantes con menor arraigo en las ciudades —que a menudo dependían de parientes del pueblo y de jefes rurales, si regresaban y querían disponer de una parcela— a veces se sentían atraídos a militar en ideologías de «identidad tribal». En la década de 1980, los enfrentamientos se daban tanto entre diferentes bandas y organizaciones rivales como entre diferentes formas de entender la solidaridad. En Johannesburgo, los «camaradas» —la rama juvenil del ANC— a veces se peleaban, con derramamiento de sangre, contra los «impis» —jóvenes adheridos a la organización cultural y política zulú Inkatha. En Sudáfrica, como en Ruanda, las rivalidades «tribales» no eran parte del paisaje; eran producto de la historia, de las realidades de las conexiones étnicas, las manipulaciones del régimen sudafricano, y la búsqueda por parte de la gente corriente de la forja de un mundo en consonancia con sus valores. Por mucho que se pueda pensar que el racismo encajonaba forzosamente a todos los africanos en una sola categoría y que encaminaba a una única lucha que alcanzó su exitoso clímax en abril de 1994, lo cierto es que la lucha generó tantas rivalidades como afinidades, y tanto asesinato intestino como lucha armada contra el régimen del apartheid.
Echando la vista atrás desde 1994, las elecciones pacíficas se antojan aún más llamativas de lo que parecieron a primera vista. Las elecciones tienen su importancia, pues canalizan la acción política de una determinada manera. Y, si bien la participación en política como mera papeleta electoral limita, en cierto sentido, las opciones de cómo se puede desenvolver una comunidad, también puede desalentar algunas de las formas más letales de rivalidad. Eso es lo que se logró con el entusiasmo por las elecciones de abril de 1994. Los africanos acudieron a las urnas para decidir su futuro. Sin embargo, la historia de cómo los recursos —tierra, minas de oro, fábricas, fincas urbanas— habían acabado en manos de personas concretas, y las consecuencias de semejante reparto tan desigual, es una historia profunda, y una historia que no pasó página de repente aquel 27 de abril.
CADA ÁFRICA BUSCA SU LUGAR
Habitualmente, parece que África es una mezcla de lenguas y culturas variadas; de hecho, desde el mero punto de vista lingüístico, es el continente más diverso de la Tierra. Para empezar a vislumbrar qué es «África», se requiere una perspectiva histórica. Y ¿qué es lo que sale? En cuanto que masa terrestre, África va desde el Cabo de Buena Esperanza hasta el Delta del Nilo, y abarca tanto a Marruecos como a Mozambique. Pero mucha gente dentro de ese espacio continental, lo mismo que la mayoría de americanos y de europeos, no lo considera un espacio compacto, y distingue claramente entre «África del Norte» y «África subsahariana» o «África negra». A menudo se asume la línea divisoria en términos raciales: África es el lugar de donde proceden los negros. El filósofo ghanés Kwame Anthony Appiah ha planteado la cuestión de cómo concebir «África», si no se acepta que sea válido clasificar a la población mundial en grupos raciales —algo que los biólogos entienden que carece de base. Los africanos son tan diferentes entre sí como lo son de cualesquiera otras personas, y, solo al conceder al color de la piel la mayor importancia, se puede convenir que los africanos son una raza única.
Pero ¿se puede considerar a todas las personas que viven al sur del desierto del Sahara como un solo pueblo, ya que no una raza? ¿O el hecho de que aproximadamente un tercio de esta población sea musulmana significa que, después de todo, hay que clasificarla en el mismo grupo que sus allegados musulmanes del norte de África, en caso de que estos últimos se puedan o no percibir a sí mismos como africanos? ¿Acaso la pretendida fuerza de los lazos de parentesco entre los africanos, el respeto generalizado que pueblos como los zulús o los wolof conceden a los ancianos y a los antepasados, y la centralidad de las relaciones sociales cara a cara en los asentamientos rurales definen una colectividad cultural que constituye todo el continente, y la cual ha influido en las poblaciones de ascendencia africana en Brasil, Cuba y los Estados Unidos? ¿Y si lo que todos los africanos comparten entre sí es lo que también comparte la mayoría de las comunidades «campesinas»? ¿Lo que se denomina «cultura» en África, o en cualquier otro lugar, representa rasgos duraderos y compartidos, o patrones en constante adaptación a nuevas circunstancias?
Siguiendo