A FINALES DE LA DÉCADA DE 1930 y durante la década de 1940, el dominio colonial fue obstruyéndose dentro de la angostura de los senderos que había trazado. Al tratar de confinar a los africanos en compartimentos tribales, y al buscar cómo obtener de ellos cuanto supusiera de exportación y mano de obra, sin tratarlos como «trabajadores», «granjeros», «residentes» o «ciudadanos», los regímenes coloniales cayeron en la cuenta de que los africanos no iban a permanecer dentro de las limitadas funciones que se les había asignado. Por el contrario, las restricciones generaron exactamente el tipo de peligro que temían los administradores. Los tumultos urbanos dentro de un continente muy rural suponían un desafío a los gobiernos coloniales; un escueto número de trabajadores asalariados amenazaba las economías coloniales; una reducida elite cultivada minaba las pretensiones ideológicas del colonialismo; supuestos «paganos», al adorar a dioses y antepasados locales, estaban generando movimientos religiosos cristianos y musulmanes de gran amplitud e incierto significado político; y los granjeros que comerciaban dentro de un continente de productores de «subsistencia» exigían tener su propia voz en el ámbito político y oportunidades para sus hijos que los sistemas coloniales no podían satisfacer.
Estos problemas se juntaron durante los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, una guerra que había mostrado la hipocresía de las ideologías colonialistas y la debilidad que había bajo la aparente fuerza de esos mismos regímenes. La coyuntura de distintos tipos de activismo africano y de pérdida de confianza de los imperios en sí mismos produjo una crisis en la política y el pensamiento coloniales, una crisis que llevaría a los gobiernos británico y francés —casi con pánico— a inclinar la balanza de su propia función hacia un planteamiento deliberadamente reformista.
Desde el punto de vista de la década de 1940, no estaba claro adónde acabaría llevando todo esto. Asumir que diferentes quejas, aspiraciones y esfuerzos de progreso personal o colectivo, en la década de 1940, convergían naturalmente en una política nacionalista supone interpretar la historia desde el prisma del triunfo independentista africano de la década de 1960. Este capítulo se fija en los campesinos, los obreros y los profesionales, en las esposas y en los maridos, en los reformadores religiosos y en los intelectuales laicos, a lo largo de un periodo incierto, doloroso, pero dinámico, de la historia africana, para dotar de sentido a las diferentes posibilidades y constricciones y, sobre todo, a las diferentes aspiraciones.
LA POLÍTICA DEL LABRIEGO PRÓSPERO
En algunas partes de África, la colonización llevó a los habitantes de zonas rurales a una pobreza más profunda; a veces se trataba de una política deliberada para crear «reservas de mano de obra» donde la gente tuviera apenas otra alternativa que vender barata su mano de obra; otras veces era resultado de operaciones que deterioraban aún más aquellos ecosistemas. Menos conocidas, pero no menos importantes, son las islas de prosperidad labriega que surgieron entre los productores de cacao en el sur de Ghana y en el oeste de Nigeria, en las regiones de aceite de palma de la costa occidental de África, en la Cuenca del Cacahuete de Senegal, o en los cafetales de las tierras altas próximas al monte Kilimanjaro en Tanganika.
Desde finales del siglo XIX en el sur de Costa del Oro, y durante comienzos del siglo XX en el suroeste de Nigeria, la producción de cacao comenzó entre agricultores que emigraban desde las lindes de zonas boscosas, y que negociaron con los clanes de terratenientes el acceso a buenas tierras forestales. La administración colonial merecía poco crédito, pues los cultivos se debían a los misioneros y la iniciativa a los africanos, si bien los gobiernos coloniales estaban satisfechos por contar con las rentas de exportación que pudieran obtenerse. La plantación del árbol de cacao exige mano de obra durante varios años antes de que genere ingresos, y los agricultores inmigrantes se servían de sus tramas de parentesco para sobrevivir. A medida que iba despegando el cultivo del cacao, los inmigrantes más lejanos comenzaron a ofrecerse como mano de obra, y se les pagaba con una mezcla de salario y cupos de cultivo; aunque también establecieron relaciones de clientela con la primera generación de cultivadores, los cuales, tras un periodo de leal servicio, a veces ayudaban al trabajador a convertirse él mismo en cultivador. Los productores de cacao son ilustrativos, pues apenas encajan en las categorías de sociedad agraria y política agraria derivadas de la experiencia europea. No eran cultivadores de subsistencia; participaban en mercados laborales y agrícolas. Pero tampoco eran exactamente granjeros capitalistas.
En su fase expansiva, el cacao produjo diferencias de riqueza, pero estas diferencias no constituían una línea divisoria de clases sociales. El colono adinerado sembraba tanto simpatizantes como cultivos, patrocinaba ceremonias y, en todo caso, se esforzaba por convertir la riqueza en prestigio. En vez de llevar el capitalismo agrícola a extremos rigurosos, estos colonos estaban más bien dispuestos a invertir el excedente de los beneficios en dar pie a empresas comerciales o de transporte, o en asegurar el acceso de sus hijos a la educación, y, de ahí, a puestos en la administración civil. A medida que las buenas tierras para el cacao escaseaban a finales de la década de 1930 en Costa del Oro, y en la década de 1950 en Nigeria, proliferaron tensiones y frecuentes litigios. En Costa del Oro, las antiguas formas de agrupación de hombres jóvenes a veces constituían un desafío a la combinación del cacao con la riqueza y, sobre todo, con la posición social. Pero no llegó a darse ninguna especie de dicotomía entre terrateniente y agricultor sin tierra en propiedad; es más, la riqueza que originaba el cacao agudizó los lazos de parentesco y de comunidad, así como el cometido del «hombre fuerte» («mandamás», «padrino» o «patriarca») en ambos ámbitos.
El «hombre fuerte» era, efectivamente, un varón. Pero la división del trabajo por sexos no era uniforme. En algunas áreas de cultivos comerciales, los hombres —en virtud de sus vínculos con los misioneros, con los agentes agrícolas coloniales o con los vendedores— gozaban de funciones privilegiadas en la comercialización de la agricultura, a pesar de que las mujeres resultaban esenciales para la producción de alimentos, y aunque los hombres dependieran de la mano de obra femenina dentro de la producción cultivos para exportación. Sin embargo, el incremento de la actividad económica también mejoró en cierto modo las posibilidades de las mujeres. Por ejemplo, entre los productores yoruba de cacao, una división compleja del trabajo dentro del hogar aseguraba que las mujeres pudiesen conseguir parte de las ganancias de la producción de cacao; y muchas de ellas emplearon estas ganancias invirtiéndolas en el comercio de alimentos y menaje. La «mujer de lonja» del África occidental disponía de una considerable autonomía en su negocio y, habitualmente, en su propio hogar; a menudo ella contribuía a la educación de los niños. Sin embargo, los hombres estaban mucho mejor posicionados para emplear la riqueza en construir redes clientelares y para introducirse en la política del cacicazgo local y, a ser posible, en la política regional y nacional.
El éxito no significaba la aceptación de un orden colonial. Los granjeros africanos tenían que negociar con las grandes y monopolísticas empresas europeas de importación y exportación. Entre 1937 y 1938 en Costa del Oro, los cultivadores de cacao adinerados organizaron un boicot a las ventas de cacao, usando su considerable prestigio y autoridad para imponer su disciplina a los productores más pequeños. A la postre, forzaron al gobierno colonial a intervenir en el mercado del cacao, para que reemplazasen a las empresas europeas con una junta gubernamental de comercio y redes de agentes de compra africanos. El sistema de juntas de comercio —como la que había en Nigeria— permitió durante un tiempo que el gobierno sosegara las inquietudes sobre los aumentos de precio que acometían las empresas, pero los líderes políticos africanos y las autoridades coloniales pronto entraron en conflicto sobre cómo debía emplearse el excedente.
En la zona cafetalera del norte de Tanganika, los jefes y cabecillas de clanes relativamente acomodados lograron cristalizar su control político sobre la región, a veces en colisión con una administración colonial que favorecía a los intermediarios frente a los productores. Entre los kikuyus de la Kenia central, los labriegos se enfrentaban al reto que suponía el acaparamiento de tierras por parte de los colonos blancos y la contratación de mano de obra a gran escala. Muchos dejaron de tener acceso a tierras, pero otros lucharon por encontrar un hueco dentro de una estructura que dejaba en manos africanas algunas tierras al lado de las zonas de asentamientos blancos. Los jóvenes podían trabajar como asalariados en fincas propiedad de blancos, o bien en la ciudad de Nairobi y, con perspicacia