Este no fue un suceso aislado dentro del Imperio Británico. Entre 1935 y 1938, una serie de huelgas, manifestaciones y disturbios en las islas del Caribe británico conmovieron profundamente el sentido de control gubernamental. La oleada de huelgas también anegó ciertas costas del África británica, sobre todo por medio de huelgas generales que atravesaban demarcaciones coloniales y, a veces, las fronteras entre hombres y mujeres: en Mombasa y Dar–es–Salaam en 1939; en el ferrocarril y las minas de Costa del Oro a finales de la década de 1930; en el Cinturón de Cobre nuevamente en 1940. Durante la Segunda Guerra Mundial, la oleada de huelgas continuó, con huelgas más contundentes, amagos de huelga y otras amenazas a la continuidad económica en Kenia, Nigeria, Costa del Oro, Rhodesia del Norte, Rhodesia del Sur y Sudáfrica.
El gobierno británico vio esto como lo que era: un problema de todo el Imperio. El Ministerio de las Colonias poco a poco se fue dando cuenta de que solo podrían prevenirse ulteriores desórdenes, si la población colonial en África y en el Caribe británico recibía una atención digna y mejores perspectivas laborales. A raíz de las huelgas, y solo entonces, el Ministerio de las Colonias tomó en serio una idea que se había debatido en algún que otro momento: que un gobierno colonial debe emprender programas sistemáticos de «desarrollo económico» destinados a proporcionar infraestructuras que permitan una producción mayor y más eficiente, a cargo de una fuerza laboral que deje de vivir en la miseria. La Ley de Desarrollo y Bienestar Colonial de 1940 fue la primera legislación con la que Gran Bretaña se comprometía a emplear recursos de la metrópoli para programas destinados a elevar el nivel de vida de las poblaciones colonizadas. El gasto debía centrarse en vivienda, abastecimiento de agua, educación y otros proyectos sociales, principalmente orientados a trabajadores asalariados, así como a infraestructuras y proyectos directamente productivos. Detrás de esa ley estaba la idea de que mejores servicios supondrían un mercado laboral más próspero, más eficiente, y, sobre todo, más predecible y menos conflictivo.
La guerra, y particularmente en el África británica, aumentó, por una parte, la demanda de productos africanos —y, en consecuencia, la necesidad de mano de obra africana—, y, por otra parte, redujo la disponibilidad de productos manufacturados europeos que los africanos quisieran comprar. También retrasó la puesta en marcha de la Ley de Desarrollo. Las penurias y tensiones de los años de guerra condujeron a una escalada de conflictos laborales en Kenia, Nigeria, Costa del Oro y Sudáfrica. Las condiciones de vida no mejoraron inmediatamente después de la guerra. Hubo una demanda alta y continuada de mano de obra africana, una continuada escasez de bienes de consumo y, por tanto, inflación, hacinamiento urbano y servicios deficientes; todo dentro de un sistema laboral que trataba a los africanos como unidades intercambiables de fuerza de trabajo, cuyas aspiraciones de desarrollar una carrera o fundar una familia resultaban irrelevantes para las empresas coloniales y el gobierno. Hubo más huelgas generales en Mombasa y Dar–es–Salaam en 1947, más huelgas e incluso una seria revuelta urbana en 1948 en Costa del Oro, una huelga en la administración civil y en los ferrocarriles a lo largo de toda la colonia de Nigeria en 1945, una severa huelga en las minas de oro de Sudáfrica en 1946, una huelga ferroviaria en 1945, y una huelga general en 1948 en Rhodesia del Sur, aparte de numerosos disturbios más. Estos enfrentamientos, al igual que anteriormente, tendieron a extenderse por ciudades o incluso regiones.
Precisamente debido a que la fuerza laboral estaba poco diferenciada, las huelgas tendían a convertirse en acciones masivas. Los trabajadores africanos, ya estuvieran organizados en sindicatos (como en Nigeria o en Costa del Oro) o no (como en Kenia o las dos Rhodesias), notaron que los regímenes coloniales eran económica y políticamente vulnerables. La oleada de huelgas constituyó una zozobra para las aspiraciones ideológicas de los gobiernos coloniales tras la guerra, y una amenaza directa para la senda del desarrollo.
En el África francesa, con un sector de trabajadores asalariados más reducido que el del África británica, la oleada de huelgas llegó más tarde. La experiencia de los años de guerra también fue diferente, puesto que las zonas económicamente más desarrolladas del África francesa quedaron bajo bloqueo británico y de los aliados, toda vez que Francia hubo caído ante Alemania en 1940. La oleada de huelgas arribó al África Occidental Francesa en diciembre de 1945, cuando en Senegal comenzó una huelga de dos meses. Entre 1947 y 1948, todo el sistema ferroviario del África francesa quedó paralizado debido a una huelga muy bien organizada, y gran parte de la administración quedó fuera de servicio durante cinco meses, hasta que finalmente se llegó a un acuerdo en términos relativamente favorables para los ferroviarios africanos.
El gobierno belga no abrió la mano a ninguna forma de organización laboral (o política), y con dificultades mantuvo los resortes en las áreas urbanas, si bien no pudo controlar las rurales. El gobierno portugués empleaba una gran cantidad de trabajo forzado, por lo que la reacción de los enfurecidos trabajadores era más probable que fuese la desbandada que la huelga. Y la versión portuguesa del «desarrollo» dependía en gran medida de los trabajadores blancos que procedían de la metrópoli. Portugal evitó la oleada de huelgas que atenazó al África francesa y la británica a finales de la década de 1940, pero sentó las bases para un contexto de prolongado y letal conflicto durante las décadas de 1960 y 1970.
Sudáfrica, si bien con un gobierno represor, se encontraba relativamente industrializada, y los obreros de sus ciudades constituyeron la vanguardia de una lucha por mejores condiciones de vida para los africanos que había comenzado mucho antes de la guerra, pero que se fue intensificando a medida que la fuerza laboral urbana iba aumentando durante los años de guerra e inmediatamente posteriores. Consciente de la progresiva necesidad de mano de obra en fábricas y en otras empresas de las ciudades, el gobierno se planteó durante un tiempo «estabilizar» la fuerza laboral urbana, estimulando a los trabajadores africanos a establecerse a largo plazo en las ciudades. Sin embargo, tras la victoria de los nacionalistas afrikáners en 1948, el gobierno optó por controlar más rigurosamente la inmigración y por expulsiones masivas de africanos de las ciudades, a excepción de quienes estuvieran debidamente registrados como trabajadores. Esa falta de solución al problema también se le volvería en contra, tiempo más tarde.
A lo largo y ancho de África, la abrumadora mayoría de los trabajadores asalariados en aquel momento eran varones. Los especialistas dilucidan en torno a por qué, a principios del periodo colonial, la mano de obra asalariada era, en primer lugar, a corto plazo y, en segundo lugar, para hombres: los hombres trabajaban por periodos de tiempo limitados en minas, ferrocarriles o ciudades, dejando en las aldeas a sus esposas, hijos y parientes que no fueran población activa. Algunos lo interpretan como un empeño por parte del capital colonial para reducir los costes laborales, toda vez que un obrero con familia en entorno rural iba a recibir un jornal inferior a los costes reales de mantener una familia. Aunque, cualquiera que fuese la intención de la patronal, no queda del todo claro que muchos africanos quisieran comprometerse con una vida de trabajador asalariado, excepto allí donde la extensión del acaparamiento de tierras socavaba la capacidad de los agricultores africanos incluso de disponer de una subsistencia parcial, y de manera más señalada en Sudáfrica. Los potenciales peligros y la pérdida para las economías familiares que suponía dejar que las mujeres jóvenes abandonasen las aldeas era mayor que en el caso de los varones jóvenes. Al comienzo, el mercado laboral colonial dependía de una mezcla de presiones e incentivos: presiones gubernamentales sobre los jefes para suministrar trabajadores de mala gana a empresas coloniales públicas y privadas; la insuficiencia (deliberada o no) de las infraestructuras de comercio y transporte en áreas rurales; impuestos que había que abonar en metálico; y tensiones generacionales dentro de las sociedades africanas que llevaron a los jóvenes a buscar la autonomía de un empleo por cuenta ajena.
La mayoría de las zonas donde había trabajadores asalariados —las minas de Rhodesia del Norte, por ejemplo— estaban rodeadas de vastas áreas donde el cultivo de alimentos y los periodos de trabajo con jornal eran tan probables como necesarios. En la década de 1930, los administradores coloniales y los misioneros criticaron el sistema laboral migratorio, ya que parecía generar un estancamiento tanto en la ciudad como