El sistema migratorio requería altos niveles de coerción, para lograr que tanto hombres como mujeres estuvieran en el trabajo cuando resultara necesario, y fuera de la ciudad cuando no se requiriera. En Sudáfrica, la policía hacía cumplir rigurosamente las restricciones de desplazamientos. Los hombres (y las mujeres a partir de finales de la década de 1950) estaban obligados a portar permisos, y un africano, sin un permiso que indicara que se hallaba o se dirigía a un lugar de trabajo, podía ser arrestado. En Rhodesia del Sur, a las mujeres no se les permitía legalmente estar en las ciudades, a menos que pudieran probar que estaban casadas con un hombre a quien se le hubiera autorizado la residencia (o, en ciertos casos, que ellas mismas estaban empleadas y residiendo bajo supervisión). Kenia también contaba con legislación de permisos. Tales restricciones fueron fuente de indignación y de movilización política durante los años de postguerra.
Incluso bajo la estricta vigilancia policial, la vida urbana africana en Sudáfrica, las dos Rhodesias y Kenia resultaba imposible de controlar. Las mujeres reafirmaban su propio lugar dentro de aquel entorno, y la inmigración masculina creaba nichos de tareas u ocupaciones para mujeres, incluyendo la cocina, la elaboración de cerveza y la prostitución. En las ciudades del África occidental, especialmente aquellas como Lagos o Dakar, con tradiciones más antiguas de vida urbana, las poblaciones asentadas estaban en situación de defender sus derechos como propietarios de inmuebles. Los africanos desempeñaban una función activa en el comercio, la producción artesanal y, a veces, en profesiones tales como la abogacía y el periodismo. Los administradores coloniales aún tenían que sobrellevar la presencia de trabajadores «informales» que se movían en la temporalidad laboral, y de ciertos barrios donde la gente podía involucrarse en todo tipo de actividades, legales o de otro tipo, sin control gubernamental.
Para la década de 1940, aquello en lo que los administradores coloniales no querían ni pensar —una sociedad urbanita en la que hombres y mujeres, adultos y niños intentaran conjugar una vida— se había vuelto realidad. La vigilancia y el descuido coloniales solo lograron que la vida resultara más difícil, y potencialmente más explosiva. De modo que, cuando las huelgas se extendieron desde el Cinturón de Cobre hasta Acra y Mombasa, las autoridades coloniales se preguntaron si el sistema de mano de obra inmigrante redundaba, de verdad, en beneficio de las economías coloniales, y si la masiva presencia de población africana entrando y saliendo de las ciudades, sin estar plenamente integrada en el tejido social urbano, redundaba en beneficio de las sociedades coloniales. Podían hacer —lo mismo que durante la huelga del Cinturón de Cobre de 1935— como si el problema fuese a desaparecer solo, o podían tratar de encauzar la problemática laboral dentro de la cuestión del «desarrollo», y confiar en que un poco de inversión de capital y un poco de planificación urbana la resolvieran.
Hubo una tercera reacción colonial más compleja: darse cuenta de que el modo como vivían los trabajadores y sus familias iba a afectar, por una parte, a la eficiencia de lo que produjeran, y, por otra parte, a cuán ordenados y previsibles podían llegar a ser. Los ingenieros sociales en el África francesa y la británica acuñaron un nuevo término: estabilización. No se trataba exactamente de «proletarización», como solía ser en Europa, ya que las autoridades aún no entreveían que el trabajo por cuenta ajena estaba desplegándose por toda África. La estabilización implicaba apartamiento: crear una clase obrera urbana capaz de vivir en la ciudad y de engendrar una nueva generación de obreros dentro de la ciudad, independiente del «atrasado» entorno rural. Lo cual implicaba pagar más a los africanos: «salarios familiares» o «ayudas familiares».
En el Cinturón de Cobre británico, las compañías mineras comenzaron a reivindicar esta política después de la segunda gran huelga de 1940, pero los trabajadores ya habían empezado a estabilizarse por su cuenta antes. En el puerto de Mombasa, los administradores coloniales comenzaron a hablar sobre la estabilización de los estibadores, un trabajo del que dependía toda la economía de importación y exportación de Kenia y de Uganda. Impelido por grandes huelgas portuarias y las huelgas generales de 1939 y de 1947, el gobierno de Kenia se puso manos a la obra. Hasta el momento, se contrataba por días a los trabajadores «informales» para cargar y descargar buques, dependiendo de las fluctuantes necesidades, pero a mediados de la década de 1950 muchos trabajadores empezaron a tener contratos mensuales. Estas políticas llevaron a los regímenes coloniales a toparse con la realidad cotidiana de aquello en lo que consistía el trabajo y la vida urbanas: pautas domiciliarias, conflictos a causa de los regímenes laborales, cuestiones disciplinarias polémicas, relaciones delicadas entre sindicatos y patronal. Más tarde comentaré los verdaderos efectos de tales políticas.
El hecho de que los regímenes británico y francés se vieran arrastrados por primera vez a tomarse en serio el tema laboral resulta en sí mismo crucial. Las masas urbanas, según los planteamientos oficiales, debían convertirse en un factor menos, y los sindicatos un factor más. Las ciudades debían ser crisoles de cambio social, cultural y político a lo largo de los años de postguerra. No es que fuesen intrínsecamente dinámicas, y que las poblaciones rurales estuvieran ancladas en la pasividad cultural. En las ciudades, todo cuanto sucede en una calle o un barrio ocurre muy cerca de todo lo demás. La densidad tiene sus consecuencias y, para un régimen colonial, sus peligros. La yuxtaposición en ciudades de respetables cristianos —que se habían convertido gracias a los misioneros— con jóvenes trabajadores asalariados, de familias asentadas de comerciantes con mujeres que buscaban su propia vida, y de obreros inmigrantes con la proliferación de hogares urbanos, se estaba volviendo cada vez más volátil.
La mezcla cambiaba, no solo a medida que las poblaciones urbanas se iban acrecentando durante la década de 1940, sino también a medida que las mujeres se iban convirtiendo en una amplia proporción de esa población urbana. La creciente diferenciación e interacción entre los africanos urbanitas se daba cerca de inmuebles destinados a residentes blancos y donde se alojaban las instituciones y los símbolos del poder, con todas sus implicaciones de posibilidades y exclusiones raciales. La vida de las agrupaciones se estaba volviendo más rica y variada, construida alrededor de afinidades laborales y proximidad vecinal, vinculaciones a las mismas regiones de origen, iglesias o mezquitas, o bien instituciones religiosas indígenas, la necesidad de mutua ayuda de diversa naturaleza, intereses colectivos de comerciantes o trabajadores, y nuevas formas de música o creación artística. Lo más importante era la mezcla de jóvenes nacidos en la ciudad y jóvenes inmigrantes, una categoría marcada, según lo señala Rémy Bazenguissa–Ganga[2], por su «disponibilidad»: una fuerza vibrante y volátil que debía encauzarse en diferentes direcciones.
HOMBRES Y MUJERES NEGROS EN UNA GUERRA DE HOMBRES BLANCOS
La guerra de Europa duró de 1939 a 1945. La lucha de África había comenzado antes y duró más. La época de huelgas generales, que había empezado primero en el África británica, abarcó desde 1935 hasta aproximadamente 1948. También hubo conflicto en zonas rurales debido a la conservación del suelo y otras políticas duramente intervencionistas. La Guerra Mundial debilitó a las potencias europeas tanto militar como económicamente. Principalmente, zarandeó su confianza en sí mismas y destruyó las premisas que habían dado a las ideologías coloniales su frágil coherencia.
Al principio, las potencias beligerantes trataron de utilizar las colonias como se había hecho habitualmente: como un recurso. Antes de que comenzara su breve participación al inicio de las acciones bélicas, Francia ya estaba incrementando la presión sobre los africanos, especialmente a través del trabajo forzado. Cuando Francia cayó en junio de 1940, su imperio africano se resquebrajó, señal evidente de cuán endeble era el control metropolitano. La administración francesa en el África Occidental aceptó el régimen de Vichy, que estaba colaborando con los nazis, mientras que el África Ecuatorial Francesa —no por casualidad administrada por un gobernador general negro nacido en la Guayana Francesa, Félix Éboué— se negó a aceptar órdenes de Vichy, e insistía en que la Francia Libre del general Charles de Gaulle, radicada en Londres, todavía era