En la década de 1930, un movimiento de «despertar religioso» se extendió por varias partes del África Oriental, apelando a una participación en una visión mundial de la comunidad cristiana, y rechazando las religiones locales y los sistemas de clanes. Sin embargo, en algunos de los sitios donde acaeció este despertar se experimentó lo que Derek Peterson llama «patriotismo étnico», un renovado énfasis en la comunidad, el patriarcado y el parentesco. El patriotismo por el que se abogaba era kikuyu, wahaya o batoro, no keniano o ugandés. Distintos planteamientos morales se disputaban un espacio en el que las relaciones sociales estaban cambiando.
Sin embargo, también más allá de los entornos donde los proselitistas y los patriotas confrontaban sus creencias con las de los demás, la relación del cristianismo con las prácticas sociales indígenas podía ser un tema delicado. La poligamia era una fuente de controversias, los ritos de iniciación otra. Los líderes que surgieron entre los kikuyus conversos a fines de los años 1920 y 1930 fundaron, por ejemplo, escuelas e iglesias para poder mantener la fe cristiana y educar a sus hijos, a la vez que rechazaban lo que les parecía como un empeño misionero por destruir la cultura kikuyu. Las tensiones llegaron a un punto crítico debido a una campaña misionera que intentaba abolir la clitoridectomía (ablación de clítoris), parte de los rituales de iniciación femenina considerados por muchos kikuyus como esenciales para conducir a una niña al umbral de la edad adulta y para señalar mediante un rito comunal los vínculos de los kikuyus. Los misioneros excluían de la iglesia y de la escuela, y también de sus familias, a las niñas que se hubieran sometido a este proceso, a lo cual ciertos kikuyus respondieron fundando sus propias escuelas. El conflicto cultural alimentaba una confrontación más vasta que tomaría un giro violento tras la guerra, si bien ya en la década de 1930 provocó un profundo debate sobre qué significaba ser cristiano y ser kikuyu.
Para algunos africanos, la «religión del hombre blanco» podía servir para propósitos instrumentales —en las escuelas misioneras se aprendía a leer y escribir, así como ciertas destrezas de utilidad laboral— o también podía propiciar un camino de integración dentro del mundo cosmopolita de la ciudad, un mundo vinculado a la «sociedad colonial», pero que no se reducía sólo a ella. También podía dar lugar a movimientos —como los de los vecindarios de Salisbury, o a lo largo de las rutas migratorias de mano de obra en el norte de Rhodesia— que recalcaban un distanciamiento de los valores y la autoridad de los colonizadores, los jefes y los clanes.
La diversidad de las organizaciones religiosas que proliferaban en África, y que siguen proliferando hasta la actualidad, sugiere las muchas formas en que uno podía sintetizar y combinar diferentes sistemas de creencias. Muchos misioneros reducían las creencias africanas a mera «superstición», y aunque los antropólogos de la era colonial a menudo eran más comprensivos, ese campo de investigación tendía a recalcar la naturaleza holística de las creencias y de la organización social dentro de cada «tribu». Una concepción más actual sobre la religión en África subraya la flexibilidad, adaptabilidad y naturaleza participativa de las prácticas religiosas. Cada cual hacía juegos malabares con diferentes sistemas de creencias y códigos morales contradictorios. El emprendedor de éxito, por ejemplo, podía estar sujeto a presiones para repartir su riqueza entre los parientes y vecinos, con tal de que no se lo acusara de haber empleado fuerzas ocultas para «comerse» a sus competidores. Tal tipo de persona podía, a su vez, usar sus recursos para contratar los servicios de un adivino o de otros especialistas en rituales, y así atraerse el favor de lo sobrenatural, o bien podía asumir la práctica del islam para señalar que se alejaba del dominio moral de su exigente parentela y que se adentraba en lo que se le podía antojar como un universo moral más inclusivo.
Por tanto, la ambigüedad sobre las normas colectivas formaba parte de una tensión dentro de las relaciones sociales: ¿qué significaba para una persona vivir dentro de un clan o de una comunidad aldeana, o insertarse en la vida escolar, laboral o el mercado agrícola? ¿Cuál era la relación entre los logros personales y el cuerpo social? Las acusaciones por violar las normas de la comunidad podían ser un mecanismo de equilibrio —dirigido contra un acopio egoísta—, o bien funcionar como mecanismo de distanciamiento que señalara a los marginales en los extramuros del círculo protector de una comunidad.
Estas tensiones estaban vinculadas a las incertidumbres de la vida: cada cual trataba de entender por qué algunos niños enfermaban y morían, mientras que otros sobrevivían; por qué algunos hombres tenían buenos trabajos y cosechas abundantes, mientras que otros padecían de miseria; por qué algunas mujeres se situaban en el meollo de sólidas relaciones familiares, mientras que otras no. Un médico podía explicarles que los parásitos de la malaria o el agua contaminada causaban una alta incidencia de enfermedades, o un dirigente sindical podía explicarles los devastadores efectos del capitalismo colonial, pero ni uno ni otro podía explicarles por qué una persona en concreto padecía y otra no. A finales de la década de 1930 en el África central, una región que se enfrentaba a la degradación de la agricultura y a formas disruptivas de migración laboral, proliferaron las cazas de brujas; se atravesaban las lindes del idioma y de la cultura, para identificar a quienes transgredieran las normas sociales, y cuya fortuna pudiera parecer que se debía al uso de fuerzas sobrenaturales contra los demás.
En resumidas cuentas, a finales de los años 1930 y 1940, la invención y la innovación eran características del mundo religioso. La cuestión de si los individuos podían forjar nuevos tipos de nexos a través de territorios y culturas, o bien debían procurar fortificar las defensas de una comunidad percibida como tal contra las agresiones externas, afectaba a gran parte de África. Sin embargo, cualquiera de las posiciones obligaba a todo el mundo a replantearse la función de los intérpretes de ritos religiosos, a considerar qué es lo que compartían con los vecinos y en qué se diferenciaban de ellos, y a preguntarse qué tipo de códigos morales debían regir sus relaciones con los allegados y desconocidos con quienes se tuviera contacto.
HOMBRES Y MUJERES, INMIGRACIÓN Y MILICIA
Entre 1935 y 1950 numerosas huelgas afectaron a puertos, minas, ferrocarriles y focos comerciales en África. La huelga de las minas de cobre de Rhodesia del Norte en 1935 reveló que no se trataba de rutinarios conflictos de relaciones laborales. Los mineros del cobre procedían de zonas rurales cruelmente empobrecidas —deliberadamente postergadas por las estructuras coloniales de transporte—, y trabajaban durante periodos de varios meses a varios años. Se les pagaba salarios miserables, vivían en alojamientos inadecuados, estaban sometidos a una disciplina arbitraria, y tenían pocas oportunidades de mejora. Los patronos no pensaban que los mineros fueran realmente obreros; eran aldeanos temporeros que se ganaban unos jornales para cubrir sus necesidades básicas.
Los patronos también tenían un concepto de los trabajadores como hombres solteros. Pero, de hecho, muchas mujeres llegaban a las ciudades mineras para reunirse con sus maridos, y otras mujeres hallaban en estas localidades el tipo de autonomía que sus familiares no les habrían permitido. Del mismo modo que los hombres jóvenes podían destinar los ingresos salariales, para alejarse del control de sus padres en lo relativo a los recursos familiares necesarios para casarse, las mujeres jóvenes podrían encontrar en la ciudad una escapatoria parcial del patriarcado aldeano. En la década de 1930, los ancianos del clan, los jefes y las autoridades coloniales intentaron restringir el movimiento de las mujeres a la ciudad, y los dilatados litigios matrimoniales en los juzgados coloniales generaron un «derecho consuetudinario» más patriarcal y restrictivo de como se había aplicado antes.
La huelga de 1935 en Rhodesia del Norte se extendió de mina en mina y afectó a ciudades enteras. Los obreros de la ciudad iban a la huelga junto a los mineros, y las mujeres contaban con una notable presencia en las