El siglo de los dictadores. Olivier Guez. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Olivier Guez
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Изобразительное искусство, фотография
Год издания: 0
isbn: 9789500211079
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en la cima del monte Elbrús, y produjo uno de los documentos más insólitos sobre el dictador nazi: el “Informe Hitler 462 A”, entregado a Stalin el 29 de diciembre de 1949. Eran 413 páginas dactilografiadas que solo fueron accesibles a los historiadores en 1991, al mismo tiempo que se abrieron los archivos del Partido Comunista soviético: se publicaron por primera vez en Alemania en 2006 y en Francia al año siguiente.

      Un monstruo muy corriente…

      ¿Qué aportó concretamente ese informe? Para los historiadores, pocas revelaciones que pudieran cambiar su interpretación del nacionalsocialismo, pero para el gran público, una dimensión esencial en el conocimiento de su creador: el dictador más sanguinario del siglo XX –ex aequo con Stalin, pero con la responsabilidad suplementaria de haber provocado dos holocaustos en uno: la Segunda Guerra Mundial y el exterminio de los judíos– era, en muchos aspectos de su vida cotidiana, un hombre corriente y mucho menos desequilibrado de lo que se decía. Lo fue, en todo caso, hasta 1943, fecha de la derrota de Stalingrado, que coincidió con una rápida degradación de su estado general.

      En realidad, Stalin seguramente quedó decepcionado en su búsqueda de informaciones extraordinarias. Contrariamente a los rumores difundidos por los servicios de propaganda norteamericanos, interesados en ridiculizar al personaje, Adolf Hitler no mordía las alfombras en el clímax de sus ataques de nervios, no era un obseso sexual, ni, por el contrario, asexuado: le gustaban las mujeres y él les gustaba a ellas. Sus relaciones con Eva Braun, a quien conoció en 1929 y que fue, a partir de 1934, una especie de esposa morganática, parecen haber sido de una desconcertante banalidad. Aunque fue autodidacta, su cultura general era impresionante e infinitamente menos incompleta de lo que se afirmaba. Es cierto que era vegetariano y odiaba el tabaco (se adelantó a su tiempo al decir, en contra del consenso médico de la época, que el cigarrillo era cancerígeno), pero no era el enemigo absoluto del alcohol que se describió. Incluso a veces, cuando tenía varios mítines electorales seguidos, bebía algunos litros de cerveza por día y, a partir de la derrota de Stalingrado, solía regar sus comidas con coñac. Le rendía culto a Wagner, pero también apreciaba la ópera italiana (hasta el punto de diseñar decorados para el Turandot de Puccini), poseía una impresionante discoteca de música rusa, escuchaba a Chopin y le gustaba el jazz. En cuando a quienes lo rodeaban, el personal doméstico en particular, todos quedaron impresionados por la atención que les dedicaba. Incluso después de haber descubierto el horror del universo concentracionario, la fidelidad de estas personas a su memoria se mantuvo inalterable. Un ejemplo, entre muchos otros: la entrevista otorgada por una de las últimas secretarias del Führer, Traudl Junge, en el comienzo del film La caída, muestra cómo la fascinación hipnótica del personaje se ejerció a perpetuidad sobre quienes lo frecuentaban…

      Por otra parte, ¿habría podido arrastrar a casi 80 millones de alemanes detrás de él y manipular durante seis años a los dirigentes de las democracias más grandes del mundo –con la notoria excepción de Winston Churchill– si hubiera sido el monigote encarnado por Chaplin en El gran dictador? Evidentemente no, y en esto reside seguramente el aspecto más “monstruoso” del personaje, en el sentido que impuso Hannah Arendt en La banalidad del mal. Justamente, porque en el fondo no son diferentes de los demás hombres, los verdugos interpelan a toda la humanidad.

      “La catástrofe alemana no proviene solamente de lo que Hitler hizo de nosotros, sino de lo que nosotros hicimos de Hitler”, resumiría en sus Memorias Baldur von Schirach, ex jefe de las Juventudes Hitlerianas. “Hitler no vino del exterior, no era, como muchos imaginan, un animal demoníaco que tomó el poder completamente solo. Era el hombre que el pueblo alemán pedía y el hombre que hemos convertido en el amo de nuestro destino glorificándolo sin límites. Porque un Hitler solo aparece en un pueblo que tiene el deseo y la voluntad de tener un Hitler”.

      Seguramente sin saberlo, el ex jefe arrepentido de las Juventudes Hitlerianas coincidía con la interpretación del gran psicoanalista Carl Gustav Jung sobre el poder de seducción del amo del Tercer Reich. Para este discípulo separado de Freud, el dictador era, más que una causa, una consecuencia del “desorden” alemán de entreguerras, y sus discursos eran un ejercicio tanto catártico, como político, que permitía expresar ciertos arquetipos propios del inconsciente colectivo germánico, hostigado por la derrota de 1918. Entre esos arquetipos, escribió Jung en su ensayo Wotan (1936), está el del dios germánico del mismo nombre, “dios de la tempestad y del frenesí, provocador de pasiones y de la sed de batalla […] un artista en ilusiones versado en todos los secretos ocultos”… Wotan, variante nórdica del Dionisos griego, “es un atributo fundamental del psiquismo alemán, un factor irracional que actúa como un ciclón sobre las altas presiones de civilización”. En 1938, el periodista norteamericano Hubert Knickerbocker le pidió a Jung su opinión sobre el “caso Hitler” y el médico suizo le respondió, en su calidad de clínico: “Es el altoparlante que amplifica los murmullos inaudibles del alma alemana […]. El secreto del poder de Hitler es que tiene un acceso excepcional al inconsciente. En nuestro caso, aunque ocasionalmente nuestro inconsciente nos llega a través de los sueños, tenemos demasiada racionalidad, demasiado de “cerebral” para obedecerlo, pero Hitler escucha y obedece. El verdadero líder es siempre ‘dirigido’… Eso es lo que lo vuelve poderoso. Sin el pueblo alemán, él no sería nada”.

      El austríaco que odiaba a los Habsburgo

      En realidad, Hitler nunca había amado a Austria, su país natal, testigo de sus primeros años de vagabundeos. Y quizá pueda verse en este rechazo la explicación de la primera gran decisión de su vida: la de enrolarse, en agosto de 1914, no en el ejército de los Habsburgo, sino en el del reino de Baviera, parte integrante del Gran Imperio Alemán, el Segundo Reich, fundado por Guillermo I en 1871.

      Ese soldado desconocido, que, en menos de dos décadas fundaría a su sucesor, el Tercer Reich, acababa de cumplir veinticinco años y no se había recuperado de un doble trauma: su fracaso, en octubre de 1907, en el examen de ingreso a la Escuela de Bellas Artes de Viena y, el 21 de diciembre siguiente, el fallecimiento de su madre, Klara, a los cuarenta y siete años, de un cáncer de mama. Klara había tenido con Alois Hitler, funcionario de las aduanas austríacas convertido luego en un pequeño propietario rural (fallecido en 1903), cinco hijos, además de Adolf: tres niños, llamados Gustav, Otto y Edmund, y dos niñas, Ida y Paula. Solo Adolf y Paula, nacida en 1896, no murieron en la primera infancia. Como Alois había tenido dos matrimonios antes de casarse con la madre de Klara, Adolf y Paula se criaron con una media hermana, Angela, del anterior matrimonio de Alois, y un medio hermano, Alois junior, que su padre, casado en primeras nupcias, había tenido con la que luego se convertiría en su segunda esposa.

      El ex aduanero era violento y bebedor, y lo odiaban en forma unánime todos sus hijos, que en cambio adoraban a Klara. Adolf era el preferido de esta. Tuvo una infancia caótica, siguiendo las peregrinaciones del padre, que, al jubilarse, se dedicó a comprar y vender explotaciones agrícolas, sin lograr establecerse: después de Braunau am Inn, cerca de Linz, donde nacería en 1889 el futuro canciller de Alemania, la familia se instaló en 1894 en Baviera, en Passau, y un año más tarde regresó a Austria para comprar una granja en Fischlham, luego otra en Lambach en 1897, y nuevamente en Leonding, a 4 kilómetros de Linz, la capital del estado de Alta Austria, sobre el Danubio. Allí, en 1900, a los once años, Adolf entró al colegio secundario. Su rendimiento, al principio muy aceptable, incluso excelente, empezó a decaer y terminó siendo un mal alumno. Rechazó obstinadamente el camino trazado por su padre: la función pública. Él quería ser artista. Nunca cedió en su objetivo: ¡les decía permanentemente a sus allegados, hasta los últimos momentos de la Segunda Guerra Mundial, que después de vencer, se retiraría a Florencia –la ciudad de Europa que colocaba por encima de todas– para abrir un estudio de arquitecto!

      Al morir Alois, Klara envió a Adolf a un internado en Linz. Solo permaneció allí un año, desde la primavera de 1903 hasta el verano de 1904, es decir, durante su decimoquinto año. Esos doce meses lo cambiaron todo, ya que entró en contacto por primera vez con la ideología pangermanista, por intermedio de su profesor de Historia, Leopold Pötsch.

      Pötsch le transmitió