El siglo de los dictadores. Olivier Guez. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Olivier Guez
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Изобразительное искусство, фотография
Год издания: 0
isbn: 9789500211079
Скачать книгу
la confirmación, a las 5.30 de la mañana, del desembarco aliado en Normandía, el Führer se había acostado una hora antes. Entonces esperaron hasta las 10 de la mañana para despertarlo. ¡Y lo despertaron porque el mariscal Keitel insistió!

      En esa fecha, Hitler solo era la sombra de sí mismo, como puede verse en los films de Eva Braun que lo muestran por última vez, a principios de julio de 1944, en la terraza del Berghof. Tenía solo cincuenta y cinco años, pero estaba encorvado y con su bigote encanecido: era ya un anciano al que le molestaba la luz y que apenas podía disimular el temblor de su mano izquierda y su dificultad al caminar, que sugerían un principio de la enfermedad de Parkinson. Todas estas cosas se intensificaron después del atentado del 20 de julio de 1944, del que salió indemne, pero que lo sumió en una profunda depre­sión nerviosa. Esta solo se “trató” con las anfetaminas prescriptas por su médico personal, el doctor Morell, un notorio charlatán: ni siquiera Himmler, que sospechaba que quería envenenar al Führer, pudo hacer nada para alejarlo, porque el paciente se había vuelto adicto a sus tratamientos.

      ¿Una dictadura “policrática”?

      Así como, en la personalidad de Hitler, la exaltación y la hiperactividad alternaban con largos períodos de inercia y diletantismo que sorprendían a su entorno, la organización del Estado hitleriano desconcierta a los historiadores por su estructura al mismo tiempo totalitaria y anárquica (“policrática”, dice el historiador Martin Broszat). Por eso se plantea el debate, nunca resuelto, entre “funcionalistas” e “intencionalistas”: los primeros sostienen, siguiendo a Broszat y a Hans Mommsen (nieto de Theodor, famoso historiador alemán de la Antigüedad romana), que se produjo una creciente radicalización de Hitler y de su régimen bajo el efecto de las circunstancias, que llevaron automáticamente a la “guerra total” y a la Shoá; los segundos, que siguen a Raul Hilberg y Lucy Dawidowicz, consideran que el exterminio de los judíos fue propiciado por Hitler desde el comienzo de su actividad política. Uno de los últimos biógrafos del Führer, Ian Kershaw, encontró un punto medio: la interpretación funcionalista vale plenamente para la política interior, mientras que en política exterior prevaleció el intencionalismo. La dictadura hitleriana fue, sin duda, policrática en su funcionamiento. Cada miembro del triunvirato que secundó a Hitler, es decir, Goering, Himmler y Goebbels, tenía su propia esfera de intervención, subdividida en innumerables compartimentos, cuyos perímetros cambiaban según la influencia de los diferentes “bonzos” del Partido. Entre ellos, los 32 Gauleiter (gobernadores) que conservaron hasta 1945 un acceso directo al Führer siguiendo un ritual casi feudal de apelar a la autoridad suprema contra los poderes intermedios.

      Con la ocupación del continente, que alcanzó su punto culminante entre el verano de 1942 y el verano de 1943, fue Himmler quien se convirtió en el hombre más poderoso del momento. No solo porque era el amo absoluto del universo concentracionario que garantizaba el orden interior de la “fortaleza Europa”, sino también porque movilizó a sus millones de prisioneros, transformados en esclavos, en beneficio de la industria de guerra alemana. Estos, vigilados por las SS, desempeñarían un papel fundamental en la producción de gasolina y de caucho sintético, pero también en el ensamblaje de las armas secretas de los últimos meses de la guerra, los cohetes V2 en particular.

      En cuanto a Goebbels, que detestaba cordialmente tanto a Goering como a Himmler, su papel como responsable de la propaganda se volvió esencial cuando se trató de sostener la moral de la retaguardia al producirse las primeras derrotas y los bombardeos masivos que se abatieron sobre las ciudades alemanas a partir de 1943. Fue sobre todo él quien convenció a Hitler de evitar hasta el límite de lo posible racionar a la población… con la perspectiva de intensificar el saqueo de los territorios ocupados y hambrear a sus habitantes, especialmente en Polonia y Rusia.

      Para que su autoridad se viera fortalecida, Hitler dejaba que los tres hombres y sus seguidores se enfrentaran, e incluso azuzaba a veces a unos contra otros, como lo atestiguan sus conversaciones durante las comidas, religiosamente recogidas por Bormann.

      Pero se buscaría en vano la menor influencia de este trío –o del insignificante ministro de Relaciones Exteriores, Joachim von Ribbentrop– en la conducción de la política exterior, científicamente desarrollada a partir de 1933 según los preceptos decretados en Mein Kampf: revisión (al principio, pacífica) de las fronteras heredadas del Tratado de Versalles; obstinada búsqueda de un entendimiento con Inglaterra para establecer su hegemonía sobre el continente en detrimento de Francia; y finalmente, la conquista de un Lebensraum (“espacio vital”) en el Este. Desde ese punto de vista, la tesis intencionalista parece evidente. Sobre todo porque seguir un plan no excluía la improvisación e incluso, por su carácter exorbitante, la huida hacia adelante, que se convirtió rápidamente en una carrera hacia el abismo después de las batallas de Stalingrado y luego de Kursk (1943), que signaron la derrota en el Este. Cuando Hitler, encerrado en el búnker de la Cancillería en ruinas, un mes antes de su suicidio, se hizo llevar la maqueta del museo más grande del mundo, que había diseñado con la idea de hacerlo construir en Linz cuando volviera la paz, ilustró perfectamente las palabras de Martin Broszat: sin estar en condiciones ya de llenar él solo el “vacío institucional que había creado deliberadamente”, no podía hacer otra cosa que “destruir su obra política volviendo a poner en juego todos sus logros en una loca carrera en busca de un objetivo imaginario, cuyos contornos no estaban establecidos”. Alejado de la realidad, pero al mismo tiempo influyendo sobre ella hasta el punto de arrastrar al pueblo alemán en su caída y de seguir siendo, hasta su último aliento, “indiscutido, inflexible, despiadado, como lo había sido en sus días más brillantes” (Charles de Gaulle), antes de morir, Hitler se dio el lujo de poner en escena su propia desaparición. Una vez realizada su obra de destrucción, Wotan podía bajar a la tierra. “Esta noche, ustedes llorarán”, les dijo con una extraña sonrisa a los últimos ocupantes del búnker, el 29 de abril de 1945. Luego les anunció, con una copa de champán en la mano, que se disponía a casarse con Eva Braun y que ambos se suicidarían al día siguiente. Así lo hizo el 30, hacia las tres y media de la tarde, al término de un almuerzo de despedida preparado por su fiel cocinera austríaca, Constanze Manziarly…

      Ese día, él fue el único que comió con buen apetito.

      Bibliografía

      Biografías

      François Delpla, Hitler, Grasset, 1999.

      —, Hitler, propos intimes et politiques, Nouveau Monde éditions, 2016.

      Henrik Eberle y Matthias Uhl, Le Dossier Hitler, Presses de la Cité, 2007.

      Joachim Fest, Hitler, t. 1: Jeunesse et conquête du pouvoir: t. 2: Le Führer, Gallimard, 1973.

      Ian Kershaw, Hitler, t. 1: Hubris, 1889-1936, Flammarion, 1999; t. 2: Némésis, 1936-1945, Flammarion, 2000.

      Peter Longerich, Hitler, Éditions Héloïse d’Ormesson, 2017.

      Marlis Steinert, Hitler, Fayard, 1991.

      John Toland, Hitler, Perrin, col. “Tempus”, 2012.

      Volker Ullrich, Hitler, Gallimard, 2017, 2 vol.

      Estudios generales

      Éric Branca, Les Entretiens oubliés d’Hitler, 1923-1940, Perrin, 2019.

      Martin Broszat, L’État hitlérien,