Una semana en Malvinas. Nicolás Scheines. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Nicolás Scheines
Издательство: Bookwire
Серия: Primera Persona
Жанр произведения: Книги о Путешествиях
Год издания: 0
isbn: 9789874788429
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momento —entre mis muchas fantasías, incluía la errónea suposición de que, por ser aún verano, no iba a hacer frío de invierno—, salgo al estacionamiento, el mismo lugar donde media hora antes me bajaba del micro. Allí veo una camioneta y, apoyado sobre el capó de esa camioneta, un hombre bajo, de cara ancha, nariz aplastada y piel quemada, pelo cepillo como los nenes a los pocos días de haberse rapado.

      —Oye, ¿tú estás hospedado aquí? —Chileno.

      —Sí.

      —¿Tienes alguna excursión contratada?

      —No.

      —¿Quieres ir al cementerio de Darwin? ¿O a ver los pingüinos? ¿A San Carlos? Puedes hacerlo todo en el mismo día. Alex es mi nombre, ¿cómo te llamas tú?

      El bueno de Alex me explica todas las excursiones y las ventajas de viajar con él o con alguien de su equipo; me cuenta que los isleños prefieren no llevar a los argentinos pero que para eso están los chilenos, y en minutos estamos hablando también con Roberto, otro turista que venía en el micro y que está interesado en las excursiones.

      —Y presupuestos… —dice Roberto en forma pretendidamente enigmática mientras enciende su cigarrillo—. ¿De cuánto estamos hablando?

      Las excursiones salen, en promedio, unas 80 libras por persona. Los pingüinos son mucho más caros. No tenemos con qué comparar, y si bien los precios me parecen exorbitantes, no me sorprenden. Cuando Alex se da cuenta de que ni Roberto ni yo tenemos pensado contratar una excursión en este instante, cambia de tema y nos cuenta que él es de Punta Arenas, como casi todos los chilenos que están en las islas, y que está casado con una isleña. También nos dice que, además del turismo, su afición es la música, y que toca en una banda de chilenos. Con cierto orgullo —y con la intención indisimulable de caer bien para poder vender sus servicios— agrega que su banda fue la primera en tocar una canción argentina en las islas: covers de Los Enanitos Verdes y Los Auténticos Decadentes sonaron en un bar de chilenos en Stanley. Las primeras estrofas en español que se oyeron luego de los últimos «O juremos con gloria morir» de 1982, tal vez hayan sido «En días de la semana / en horas calculadas / izamos la bandera / un grupo de piratas», una ironía carnavalesca del destino de estas tierras.

      Para continuar con su cortejo comercial, Alex nos invita a que nos asomemos detrás de su camioneta y abre el baúl para mostrarnos una colección de discos truchos de música argentina, como si fuese un vendedor ambulante del 2010. Para completar la conquista a través del color local, enciende el estéreo, donde casualmente Gustavo Cerati está gritando que «nada nos libra / nada más queda». Interpretar este momento musical como una metáfora de algo quizás sea innecesario: no tiene sentido seguir sobrecargando de símbolos este lugar.

      Me despido de Alex desconfiando instintivamente de los vendedores de excursiones, pero con su tarjeta en mi bolsillo. Roberto se queda fumando afuera y yo entro para consultarle a la fuente autorizada —Bonnie— sobre posibles excursiones.

      —Nosotros no manejamos las excursiones —me responde en inglés—, pero podés hablar con los operadores turísticos que vienen a ofrecer las excursiones al hotel. Afuera está Alex, y más tarde seguramente vendrán Julio o Fernando.

      Decido esperar por estas dos nuevas alternativas y continúo mi recorrido por el hotel. Hacia la derecha están las habitaciones y al fondo está el patio, pero no había visto qué había a la izquierda de la recepción. Al lado de una cartelera pobre de actividades y una máquina tragamonedas (que nunca veré en uso) hay una puerta. Del otro lado está el centro de entretenimientos del Lookout Lodge: una sala de estar con dardos y, a continuación, un televisor treinta y dos pulgadas y unos cuantos sillones alrededor. De la sala de dardos se abre otra puerta, que da al comedor. Es lo más parecido a un comedor de planta o de escuela que uno se podría imaginar, con mesas largas e idénticas, cada una con igual cantidad de sillas. De un lado, dos heladeras y una mesa con jarras de jugo y agua, frascos de café instantáneo, saquitos de té y azúcar y dos termos con agua caliente; del otro, un mostrador con cuatro barras de metal que sirven para sostener las bandejas y las enormes tapas metálicas que en días sucesivos protegen la comida de nuestros desayunos. Al final de todo se ve otra puerta, pero no voy a descubrir lo que hay detrás de ella hasta dentro de algunos días.

      Sentados a las mesas están muchos de los personajes que venían en el micro. Para matar el tiempo me sirvo un té y decido sentarme en la mesa más cercana a la puerta, que es la única que está vacía. Menos de un minuto después, alguien me extiende la mano, pide permiso para sentarse y sin esperar mi respuesta, toma ubicación enfrente de mí.

      —Fernando, operador turístico —dice con acento chileno mientras me extiende una tarjeta con las mismas referencias.

      Detrás de él llega Roberto, y enseguida aparece mi novia, que me estaba buscando. Con cara de serio, Fernando nos presenta distintas visiones del turismo en Malvinas, siempre desde una perspectiva de empresario comprometido con el bienestar de los visitantes, de los locales, de la fauna y de todo el ecosistema del lugar. Las excursiones no las cotiza por persona, sino por camioneta (casi no existe el concepto de auto; todos se mueven en camioneta, y luego de conocer los caminos le encontraría sentido a esto). Tenemos que juntar más gente para reducir costos, pensamos todos. Hasta cinco. Con Roberto y mi novia somos tres. Podríamos incorporar a Marcelo, del otro hotel, pero nos quedaría un lugar libre. Roberto nos informa que hay otros dos fueguinos como él parando en el Lookout Lodge; con ellos completaríamos el cupo de cinco. Antes le habíamos dado nuestra palabra a Alex de que iríamos con él, y yo me había comprometido con Marcelo. De pronto me veo involucrado en un proceso de toma de decisión sumamente importante, que cinco minutos atrás ni siquiera había considerado. Los juegos políticos, las conveniencias propias y ajenas, a qué operador elegimos, a quién dejamos afuera del viaje, ¿importa más nuestra palabra o nuestro bolsillo? Se empieza a dibujar uno de los perfiles de Malvinas que menos había imaginado: la tensa calma de convivir con tan poca gente por tantos días, el misterio de esa frase hecha que se dice en toda ciudad grande al hablar de los lugares pequeños: «Pueblo chico, infierno grande».

      Ante nuestras dudas, Fernando nos sugiere hábilmente que lo pensemos entre nosotros, mientras él avanza hacia otra mesa, no sin antes presentarnos a su socio, Julio. Él me inspira un poco más de confianza, quizás porque parece un poco mayor que Fernando, aunque probablemente esto se deba al simple hecho de su poco pelo y su nombre de persona mayor: ambos deben rondar los cuarenta años.

      Así como fueron falsas las imágenes que me había hecho de Stanley y del hotel, tampoco se correspondía con la realidad mi idea de turismo en las islas. Como dije, no hay barcos que salgan desde Stanley, y en el caso de querer visitar la isla Gran Malvina debería hacer cien kilómetros por ruta hasta San Carlos (unas 80 libras ida y vuelta) para tomar un ferry que cruza el estrecho. Si no, las islas deben recorrerse en avión, con los FIGAS (Falkland Islands Government Air Service), cuatro avionetas de diez pasajeros cada una que sobrevuelan las islas uniendo los aeropuertos de la isla Soledad, la Gran Malvina y varias de las doscientas pequeñas islas que no conoceremos en este viaje, porque no hicimos reserva previa y porque cada vuelo está por fuera de nuestro presupuesto.

      Como hizo Fernando unos minutos antes, Julio nos propone postergar nuestra decisión hasta la mañana siguiente, y se compromete a pasar por el hotel para ver qué resolvemos. Parece coherente, porque estamos un poco abrumados por tanta información. Con los tres fueguinos resolvemos lo mismo (charlar en el desayuno y resolver), y entonces salimos mi novia y yo a caminar por el centro de Stanley. Son apenas las seis de la tarde, pero le preguntamos a Bonnie dónde nos recomienda cenar:

      —En el Waterfront —nos responde sin dudarlo, y hacia allí nos dirigimos.

      El día de nuestro arribo a Malvinas parece ser excepcional: casi sin viento, solo algunas nubes sueltas se mueven por el cielo y permiten que el sol lo ilumine todo, incluso por la tarde. Hace frío, sí, pero es perfectamente soportable con una remera, un sweater y una campera de abrigo. Es cierto que todavía es verano y que, en mi imaginación, yo iba a andar