Una semana en Malvinas. Nicolás Scheines. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Nicolás Scheines
Издательство: Bookwire
Серия: Primera Persona
Жанр произведения: Книги о Путешествиях
Год издания: 0
isbn: 9789874788429
Скачать книгу
era un día particularmente calmo—, intentando abarcarlo todo con los ojos, disfrutando del cambio de aire de la pesada Buenos Aires, que había dejado atrás hacía tan solo ocho horas.

      Si desde el cielo la base militar se veía como un montón de galpones verdes y plateados, de cerca no podíamos esperar otra cosa: Mount Pleasant no se parece a un aeropuerto civil, sino a lo que es: una base militar. Compuesta por barracas de techos curvos hechos de láminas de metal corrugado verde, el interior es un espacio vacío y sin recovecos, organizado por paredes móviles que en este caso crean una sala de recepción de pasajeros, con su carrusel de valijas, su mostrador de aduana y sus carteles con advertencias e información turística. El espacio tiene capacidad para unas cien personas, y allí hay por lo menos ciento noventa de nuestro vuelo. No sé si el que llegó de Londres aterrizó hace mucho o no, pero en cualquier caso no parece proveer demasiada gente al tumulto, que ya es mucho.

      Luego de apenas un par de vueltas de carrusel aparecen nuestras valijas, así que ya estamos listos para pisar auténtico suelo malvinense. Antes, pasamos por un control ágil y bien desprolijo (sin andariveles, toda una muchedumbre con una fila autogestionada) y recibimos las advertencias de rigor, junto con un pequeño folleto que las resume: guardar 25 libras en efectivo para salir de las islas, no exhibir banderas argentinas, demostrar respeto en cementerios, no llevarse nada de los lugares de batalla. Listo. Damos la vuelta a la mampara y volvemos a ver la luz del día, junto con los primeros malvinenses no militares: un batallón de diez o quince personas, todos sosteniendo carteles, todos de pelo oscuro y piel tostada o trigueña, todos hablando perfecto castellano: todos chilenos.

      Nosotros teníamos nuestro transfer arreglado —como todo el que aterriza en Mount Pleasant, porque no es un lugar para encontrar un taxi o un remís y, como dije, está a casi cincuenta kilómetros de Port Stanley—, pero nadie sostiene un cartel con nuestro nombre. Es cuestión de preguntar uno por uno —en español—, hasta que llega un hombre de mediana edad, también moreno pero que no parece chileno, con una planilla de letra ínfima. Allí figuramos mi novia y yo entre muchos otros nombres resaltados en amarillo.

      Es el único micro estacionado. Dejamos nosotros mismos las valijas en el portaequipaje y antes de subirnos, vemos a las personas que salen por la puerta de vidrio del aeropuerto. Es raro interpretar caras, describir sentimientos a partir de lo que un rostro puede mostrar a diez metros de distancia —en especial teniendo en cuenta mi miopía y astigmatismo—. Y sin embargo, ¿cómo me resisto a describir ese brillo, esa emoción en los rostros de todos los que llegaban finalmente a las islas, a suelo malvinense no aeroportuario? Tal vez estoy proyectando en otros, pero si a mí me genera cierta emoción, que tengo una vinculación remota con la «causa Malvinas», no quiero imaginar lo que deben sentir los que ya han venido a estas tierras disfrazados de militares o luciendo su ropa de fajina con orgullo; o la chica que viene a celebrar sus quince, siempre intrigada por las celebraciones de sus cumpleaños los 2 de abril; o el académico con más de treinta años de estudios sobre estas islas. «Malvinas» es un nombre para la mayoría de los argentinos, un nombre con significaciones múltiples, y la mayoría de los que estamos aquí le estamos poniendo cuerpo por primera vez. Se siente una necesidad de respirar el aire, de asirlo incluso, como si eso fuese un gesto de soberanía.

      Yo lo sentí así, al menos, pero vi en los gestos de otros esa misma voluntad de dejarse pegar en la cara por el viento frío, la cachetada que por fin nos dio un poco de realidad: estamos en Malvinas, y no se parece en nada a lo que alguna vez vimos en el resto de Argentina. Ahora sí, estamos listos para contrastar nuestra idea de las islas con lo que son estas porciones de turba que emergen en una de las esquinas del océano Atlántico.

      Bueno, «estamos listos» es una forma de decir. Nosotros lo estamos, pero falta. No nos sirvió haber encontrado nuestras valijas a toda velocidad en el carrusel: tenemos que esperar hasta que el último pasajero del micro recoja las suyas para partir con destino a Port Stanley.

      Luego de casi una hora de pequeñas conversaciones, algunos cigarrillos y mucha observación expectante, por fin nos acomodamos en nuestros asientos. Estamos todos en el micro. Está repleto y casi todos somos argentinos. Además, hay algunas personas indescifrables, como el señor mayor de la cabellera rubia teñida, que sigue vestido con sus ojotas y sus bermudas sin mosquearse ante el viento y los diez grados (luego lo identificaremos como un local, porque en Stanley se va a bajar en una esquina y va a saludar gente con mucho entusiasmo, como si los conociese de toda la vida).

      El micro es prácticamente el único vehículo que queda en el estacionamiento improvisado delante de las puertas del aeropuerto improvisado dentro de la base militar. Los otros ya se fueron: la mayoría eran combis conducidas por chilenos que trasladaban a los distintos grupos de excombatientes; también estaba la combi conducida por uno de los argentinos que vive en las islas y que está a cargo del mantenimiento del cementerio de Darwin.

      Finalmente, el micro hace marcha atrás, retoma y pone primera. Encara por el carril izquierdo, como en casi todas las colonias y excolonias británicas. El viaje por las Islas Malvinas comienza.

      Lo primero que vemos por las ventanillas es la base militar: sigue vigente la norma de no tomar fotografías —como en cualquier otra base militar—, pero la avidez de robar una imagen prohibida es mucha, y somos varios los que grabamos videos del micro avanzando a veinte kilómetros por hora por una calle asfaltada que atraviesa innumerables barracas prolijas, sin demasiado para ver, excepto la inmensidad de aquello. No conozco las dimensiones precisas (no hay datos disponibles sobre la base; solo existen «rumores»), aunque parece grande, como un pequeño poblado. En su tamaño, me recuerda al viejo predio de la ESMA, en Núñez, aunque quizás esté influenciado porque es la única instalación militar que conozco por dentro y porque había estado allí la semana anterior, visitando el museo de Malvinas.

      Al salir de la base entramos a la ruta y al paisaje, que nos maravilla y que luego veremos repetido durante una semana en cualquier parte de la isla: desolación, campos interminables y ondulados de pastos amarillos, sin árboles, sin plantaciones, sin interrupción, sin nada excepto una cinta asfáltica prolija y perfecta, que luego sabremos que se construyó después de 1982, como casi toda la infraestructura de las islas que va más allá de Port Stanley.

      Una antena satelital gigante a pocos metros de la salida de la base marca su fin, y la civilización se acaba por completo, salvo por la ruta. Ahora, a mirar por la ventana.

      Noto que todos hacemos lo mismo. Supongo que es un afán por descubrir lo que creemos estar perdiéndonos por no poder disponer de nuestra tierra. Mirar esos campos desolados eriza la piel, provoca una sensación de reencuentro con la tierra prometida. Es un poco de tierra, no está cultivada, no es nada más que turba, algo que todos —excepto los fueguinos— desconocemos por completo, y sin embargo se ve ahí, tan propia porque comparte nuestro mar, porque está a menos de cuatrocientos kilómetros de distancia, porque tiene las temporadas climáticas del hemisferio sur, pero sobre todo,