Una semana en Malvinas. Nicolás Scheines. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Nicolás Scheines
Издательство: Bookwire
Серия: Primera Persona
Жанр произведения: Книги о Путешествиях
Год издания: 0
isbn: 9789874788429
Скачать книгу
al oeste, la casa del gobernador, pero no en forma céntrica, sino extendidos en varias cuadras, como si el centro de Buenos Aires no fuese la Plaza de Mayo sino la 9 de Julio.

      El micro dobla a la izquierda por la Ross Road y podemos ver de un pantallazo todos estos edificios juntos, aunque no es tan sencillo distinguirlos (ya tendremos tiempo para ubicar las referencias). Lo que más llama mi atención en este primer vistazo son los carteles que dicen «Town Hall» y «Post Office» en edificios contiguos, sumado a las dos casetas telefónicas «british» y el típico buzón rojo que hasta hace poco teníamos en cada esquina de Buenos Aires. Supongo que la constatación de no encontrar la plaza cuadrada con la casa de gobierno, el correo y la iglesia alrededor fue una pequeña decepción, una confirmación fehaciente de que esa ciudad no había sido fundada por españoles, de que no era lo que hoy llamamos «latina».

      Bajan los primeros: el comando argentino de «turistas comunes» (es decir, no excombatientes) se empieza a desagregar por la ciudad. Allí se va Marcelo, nuestro amigo intelectual de rulos, con quien prometemos vernos o llamarnos a nuestros hoteles, tanto para ir a su disertación como para coordinar alguna excursión juntos. También se baja la chica que está de viaje de quince con sus padres, y un par de personas más, mientras vemos que una de las combis había dejado allí a todo el contingente de sanjuaninos. ¿Los argentinos empezamos a copar las islas? No lo vemos de ese modo, pero según voy a leer en el Penguin News el día de nuestra partida, parece que todos los islanders (como se hacen llamar a sí mismos los isleños) estuvieron pendientes de nuestra estadía sin que nosotros lo supiéramos.

      El Malvina House es una construcción igual a muchas otras: base de piedra, listones horizontales de madera pintada —en este caso, de un bordó apagado—, techo a dos aguas de chapa acanalada —pintada de marrón para combinar con el bordó—, interrumpido por recolectores de energía solar. Se la puede distinguir de otras construcciones por estar elevada unos metros por sobre el nivel de la calle, por su cartel en el jardín de entrada, por su tamaño (al menos el doble que las otras casas) y por sus tres mástiles en la puerta: una bandera británica, la bandera del hotel y otra bandera que veo por primera vez en mi vida, la bandera de las Falkland Islands, del mismo estilo que las de Australia o Nueva Zelanda (azul, con la Union Jack en una esquina) pero con un escudo en el centro, compuesto por una oveja, un barco y un lema: «DESIRE THE RIGHT» («Desear lo correcto», aunque la traducción en este caso se presenta problemática…).

      El micro se va del Malvina House, vuelve a subir la pendiente y vuelve a tomar la calle por la que ya no se ve la ensenada. Los chicos siguen jugando en el parque, la calle sigue igual de vacía, y ahora veo por segunda vez todo lo que antes había sido una primera impresión. Descubro una cerca de una casa completamente recubierta de un arbusto que parece sólido, de hojas mínimas, y que está recortado como por el joven manos de tijeras enmarcando un expendio de agua para bomberos rojo y verde, similar a los que se ven en las películas de Hollywood. Tiene un león tallado en el frente. Mi segunda impresión de Stanley es más fuerte que la primera: esto no es Argentina, esto no se parece en nada a lo que yo conozco.

      Como si estuviésemos en la detestable película El día de la marmota, todo vuelve a suceder: bajamos hacia el agua por la misma calle que antes y doblamos a la izquierda en Ross Road. Esta vez nos detenemos antes de llegar al Malvina House, en The Waterfront Hotel: otra casa elevada sobre piedra, también de listones de madera horizontales —color celeste pálido—, con techo a dos aguas de chapa acanalada —verde en este caso—, siempre con una construcción principal —el «casco» de la casa— y otras más pequeñas anexas, con una delantera rematada en ventanas angostas de piso a techo, de marco blanco. Parece una casa de cuento. Allí se baja más gente; cada vez quedamos menos.

      El micro vuelve a arrancar, vuelve a subir y vuelve a tomar la segunda paralela al agua, donde veo una vez más el surtidor de agua, ya angustiado por la repetición, como si no se pudiese avanzar hacia ningún lado en esta ciudad. Hay una calle más, subiendo. Doblamos con enorme dificultad —el micro es grande y las calles son angostas—. Desde la altura de mi asiento puedo ver que en un terreno baldío oculto detrás de unos tablones pasta una oveja. No me lo esperaba (luego, prestando mayor atención al fenómeno, descubriremos varios terrenos vacíos y algunas casas abandonadas).

      Nos detenemos una vez más, ahora frente a lo que parece decididamente una casa, ya sin cartel ni nada: luego sabré que había bed and breakfasts de los que no estaba enterado al reservar nuestro hotel, el Lookout Lodge, que a esta altura me pregunto dónde estará. Cuando averigüé para hacer el viaje supe que el alojamiento era caro y que no había muchas opciones. El Lookout Lodge era por diferencia el más económico: 90 libras la doble, con desayuno. Son siete noches de alojamiento, 315 libras por persona en total, algo así como lo que sale un viaje en hoteles tres estrellas por Europa, pero solo por una semana. Quizás en el bed & breakfast podría haber ahorrado algo más, pero no mucho, aunque podría haber estado mejor ubicado: ya recorrimos prácticamente toda la ciudad y, por ahora, no tenemos noticias del Lookout Lodge.

      El micro finalmente abandona esas cuatro cuadras que viene repitiendo como en loop para llevarnos a otra zona, no lejos, pero sí remota. Sube por una curva extensa y regresa a la ruta. Allí se detiene en un pequeño restaurante de una construcción ya mucho menos pintoresca que la de las casas anteriores, con un cartel pequeño que dice «Shorty’s Diner»: es un restaurante de mala muerte con algunas habitaciones detrás. Allí se baja otra persona. Luego, el páramo, y allí, la gasolinera. No podría llamarla «estación de servicio», porque se parece más a una «gasolinera» de las películas dobladas, con su cartel «gas station», su minimarket y sus surtidores carentes de marca, desolados.

      Pasando la gasolinera y a la derecha de la ruta, aparece el cartel que dice «Lookout Lodge» delante de una sucesión de containers color crema. Hemos llegado.

      No estamos lejos, pero el lugar dista mucho de lo que me había imaginado cuando leí «a diez minutos del centro caminando». Primero, porque en ese breve recorrido en micro pude descubrir que no existía tal cosa como «el centro», sino que es una calle donde se extienden los edificios más relevantes, que no es lo mismo. Segundo, porque no imaginaba que íbamos a ser las únicas personas —los turistas— en caminar la ciudad. Y por último, si bien alejado, no lo imaginaba en una zona industrial —o, mejor dicho, de galpones de logística—, como parecía ser la ruta. No más listones de madera, no más «british style». Algo distinto a la Argentina continental, pero también distinto del pintoresquismo británico. En su chatura y su expansión a lo ancho solo destacan las junturas de los containers. Si bien es lo más económico, también es lo suficientemente caro como para pretender algo mejor.

      Por suerte, esa es la imagen exterior: por dentro resultará mucho más ameno, aunque no dejará de dar la sensación de vivienda temporal que ofrecen los containers, que mañana se levantan y se instalan en otro lugar.

      De cualquier manera, hacía más de una hora que estábamos en el micro, más de tres que estábamos en Malvinas y más de dieciséis desde que habíamos salido de la cama. Felices de volver a tener un lugar donde descansar, bajamos —junto con el resto del micro, unas quince personas más—, recogemos nuestras valijas de la bodega —sin papelitos, sin propinas, sin ayuda— y nos disponemos a ingresar al sitio que habitaremos por la próxima semana.

      Del Lookout Lodge podría escribir horas y horas. Primero, porque es el hotel en el que más tiempo me hospedé en mi vida (siete días, un exceso para los modos de vacacionar de los tiempos modernos). Pero, además, porque todo lo que vi ahí me resultó nuevo, distinto o, por lo menos, digno de mención.

      Tal