Una semana en Malvinas. Nicolás Scheines. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Nicolás Scheines
Издательство: Bookwire
Серия: Primera Persona
Жанр произведения: Книги о Путешествиях
Год издания: 0
isbn: 9789874788429
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para mí solo, en abril de 2017. Mi novia no estaba en mis planes vacacionales por aquel entonces, y pensaba mi viaje más bien como un retiro de la vida que como un recorrido por Malvinas. Perseguía la clásica fantasía del ambiente cerrado y aislado que induce a la angustia y potencia la escritura, un ideario ridículo, que así y todo a veces funciona.

      En su momento averigüé lo esencial, hice mi reserva individual en el Lookout Lodge y me imaginé a mí mismo en un cuarto con una cama de una plaza y un escritorio ínfimo de madera, con una estufa dándome calor y protegiéndome del frío amenazante del exterior, el sol yéndose a las cinco de la tarde, la luz de noche encendida hasta las doce, desayuno continental servido por la amable señora, dueña del pequeño hospedaje en su casa de dos plantas, con cuatro de las cinco habitaciones disponibles vacías (¿quién va a ir a Malvinas de turista, en abril?). Mis fantasías incluían una relación extraña entre el joven ermitaño y la viejecita cálida pero levemente desconfiada, alguna conversación sobre la guerra, muchos silencios, muchos muebles de madera, leños siempre encendidos en el hogar, paredes empapeladas mucho tiempo atrás con flores brillantes y desgastadas, olor a té por las mañanas y a comida durante el resto del día. No imaginaba qué iba a hacer durante el día —suponía que una ciudad de dos mil habitantes no tendría demasiado para ofrecerme—, solo tenía pensado recorrer el lugar, vivir la vida de pueblo en la Globe Tavern, tomar un ferry y viajar a la otra isla, ver algún barco hundido, hablar con la gente local, no mucho más.

      Un problema con Aerolíneas Argentinas para mi vuelo Buenos Aires-Río Gallegos frustró mi viaje de abril de 2017 una semana antes de embarcarme. Puse todo en stand-by, sabiendo que había perdido la oportunidad única de viajar a las Malvinas exactamente treinta y cinco años después del comienzo de la guerra, como si fuese relevante el número redondo, como si mi presencia allí para la efeméride tuviese alguna importancia para alguien. Tampoco viajaría en los meses siguientes: si bien tolero el frío, dudo que alguien considere vacaciones el estar en las Malvinas en pleno invierno. ¿Y después? Septiembre, octubre ya aparecían demasiado lejanos en el tiempo, y cuando llegaron, las circunstancias de mi vida eran del todo otras, y un viaje así no entraba en los planes.

      Recién en enero volví a pensarlo, cuando descubrí que aún tenía los puntos de Aerolíneas que no había podido canjear aquella vez por un error del sistema.

      Probé y funcionó. Vi que en LATAM seguía disponible el vuelo Río Gallegos-Malvinas, y seguía ofreciéndose a un precio económico. Lo charlé con mi ya novia-concubina. Le dije que si ella no podía, igual viajaría solo. Consultó en su trabajo, le dieron los días. En una semana, y casi sin pensarlo, volví a escribirle a Bonnie, del Lookout Lodge, para renovar mi reserva —esta vez, para dos— y sacamos los pasajes.

      Fin de la fantasía, fin del relato de cómo llegamos hasta acá. Estamos por entrar al verdadero Lookout Lodge, que no se parece en nada a lo que me había imaginado: los containers, el color crema, el metal, la chatura (todo en una planta), la zona industrial, el tamaño, todo hace pensar que la idea de la madera, la viejita y la comida casera es falsa. Las quince personas que se paran en la fila junto a nosotros para hacer el check-in —todos los que quedábamos en el micro— me muestran hasta qué punto era ridícula mi idea de aislamiento y soledad.

      Al hotel se entra por una puerta que no da al frente, sino al costado del edificio. Esta puerta deriva en una pequeña antesala de dos metros cuadrados para la verdadera puerta principal, como sucede en cualquier lugar de bajas temperaturas, para que el frío no se cuele al interior y haya un espacio para limpiarse la nieve de los zapatos. Luego de atravesar las dos puertas se llega a un pasillo grande que oficia de hall central. Desde allí salen dos pasillos más angostos hacia la derecha que se pierden en el infinito. Entre esos dos pasillos hay un teléfono rojo con una guía finísima de páginas amarillas debajo. Al fondo del hall central hay una puerta pequeña que da al exterior, un jardín chiquito y desarreglado, con una parrilla (impensable imaginar cuál será el momento en el que alguien podría decir «¡Lindo día para un asado!»). A la izquierda, apenas pasando unos metros la puerta, hay una apertura enorme con marco y mostrador de madera: la recepción.

      Desde allí, una chica pálida, de pelo rubio-casi-blanco y cachetes colorados parecida a Renée Zellweger en Bridget Jones recibe a los huéspedes. En un español aprendido a la fuerza y con el único fin de atender bien su negocio, intenta explicar dónde se desayuna y en qué horarios, y dónde queda la habitación de cada uno, sin dejar de aclarar que el pago no importa, que se hace durante la estadía (claro, ¿quién podría escaparse sin pagar de esta isla?). Apenas puede, le entrega la llave de la habitación a cada huésped, señala el pasillo correcto (el que está frente a ella es para las habitaciones dobles; el que está más cerca del patio es para las singles) y se dispone a repetir el speech con las siguientes personas de la fila.

      —¿Bonnie? —le digo yo cuando llega mi turno.

      —Sí.

      —I wrote you several e-mails since last April. My name is Nicolás.

      —Oh, yes! Finally, somebody who speaks English! —No lo había pensado entonces, pero saber inglés me sería de gran ayuda en las islas, no solo para poder comunicarme con la gente y entender los carteles, sino, sobre todo, para que los isleños duden acerca de mi origen, sin saber si soy argentino o de otro lugar (aunque es justo decir que Bonnie fue simpática con todo el mundo, y que ella sabía de antemano mi procedencia).

      Después de la charla de rigor, avanzamos por el ala de las habitaciones dobles, donde se exhibe una plaqueta dorada sobre una madera que indica la fecha de inauguración de ese sector: febrero de 2018, pocos días antes de nuestra llegada. Esto explica por qué todo luce nuevo, tanto en el ala como en la habitación que nos toca, con acolchado blanco reluciente, cama confortable y amplia, alfombra limpísima (la misma del pasillo), placard a estrenar y burletes en el cubículo de la ducha jamás mojados.

      Nuestra habitación es la última del pasillo, la zona más apartada de todo el hotel. Nuestro único contacto con el exterior es la ventana, que da a un pequeño pulmón verde entre las dos alas (las dos sucesiones de containers). Enfrente se ven las ventanas espejadas de las habitaciones individuales. La habitación es pequeña pero cómoda. No así el baño, que está comprimido en un metro y medio cuadrado y separado del dormitorio por una puerta acordeón de plástico, que no llega ni al piso ni al techo y que apenas si logra cerrarse. Por suerte luego descubriremos un enorme baño mixto compartido en el pasillo, con todo automatizado, desde la luz y la canilla hasta el dispenser de jabón y de papel higiénico. El secador de manos ultramoderno que en diez segundos elimina cualquier rastro de agua mientras uno desliza sus manos hacia arriba y hacia abajo completa la experiencia de baño del Primer Mundo.

      Todo en el Lookout Lodge está iluminado por una luz blanca y potente, como si se tratase de un quirófano o, mejor, de una oficina, un laboratorio o una fábrica, lo que le da cierto toque entre moderno y laboral que lo distancian definitivamente de la supuesta casa antigua y acogedora que me había imaginado. Así y todo, el hotel está bien, y brinda cierta calidez, que se va a ir exacerbando a medida que veamos circular siempre las mismas caras.

      Luego de acomodar las cosas en la habitación, vuelvo a la recepción. Quiero saber cómo tengo que hacer para hablar con Marcelo, el intelectual de rulos con quien habíamos quedado en llamarnos para hacer juntos la excursión de los pingüinos que él ya tenía agendada. También quiero saber cómo usar wifi, cómo se reservan las excursiones, qué hacer en las horas del día que nos quedan, dónde cenar, qué hacer al día siguiente, etcétera. Básicamente, voy a la recepción porque quiero interactuar, ver