Una semana en Malvinas. Nicolás Scheines. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Nicolás Scheines
Издательство: Bookwire
Серия: Primera Persona
Жанр произведения: Книги о Путешествиях
Год издания: 0
isbn: 9789874788429
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de calles que se llaman así, pero también en carteles de ruta que son una chapa perdida en la provincia de La Rioja o en un rinconcito de Corrientes, donde únicamente se reza con convicción: «Las Malvinas son argentinas». En la escuela, en los medios, en los mapas, en banderas de fútbol, en calcomanías de autos, en tatuajes, los argentinos estamos constantemente expuestos a esta verdad irrevocable, que parece más ficticia cuanto más se repite, que constantemente recuerda que no son nuestras —¿cuántos carteles hay que dicen que Formosa es argentina?—, y aquí estamos nosotros, un micro lleno de argentinos, todos mirando por la ventana lo innegable: un montón de turba que se abre espacio entre el agua, el reclamo de todo un país materializado en una sustancia negra que parece barro pero que no es barro y en los pastos amarillos que crecen encima.

      «¿Esto son las Malvinas?» es la pregunta que flota en el aire. Y creo que todos estamos maravillados, que nadie se esperaba esto (ni ninguna otra cosa). Parece una tierra infinita, extensiones propias de la pampa húmeda, colinas de turba, océano Atlántico entrando y saliendo, pastizales amarillos, algunas ovejas, un par de vacas negras con una raya blanca en el medio, como si tuviesen una camiseta de All Boys («Galloway», me informa Google), algo nuevo: gansos. Muchos gansos.

      De pronto, gente pescando en algo parecido a un riacho. Se ven a lo lejos, se ven muy rápido. Y también, una casa. Una casa que, a lo lejos, parece un galpón grande, distinta a cualquier casa argentina, a cualquier galpón argentino.

      Nos vamos acercando a Stanley. Los excombatientes seguramente están reconociendo los montes (Harriet, Dos hermanas, Longdon, etc.), y en ellos, sus posiciones. No lo sé, porque viajan en sus pequeñas combis con guías ya contratados. Nosotros somos la resaca del avión, estamos en el micro porque no merecemos un lugar preferencial de ningún tipo, porque sale solo 17 libras. Pero también vivimos la experiencia, también vamos a recorrer las islas, también vamos a formar parte de esa comunidad de turistas que por una semana ¿invadirá? la ciudad.

      Finalmente, la monotonía de la ruta se acaba: bajamos la última colina y vemos techos de colores y un cartel, otro cartel rutero, como los del resto de la Argentina, pero diferente, bien diferente: «WELCOME TO STANLEY». Una nueva confirmación de que en todo este montón de turba el idioma oficial es el inglés.

      2 La ciudad que en Argentina se conoce hoy como «Puerto Argentino» fue fundada en 1845 por ingleses, quienes primero la llamaron «Stanley Harbour» y luego «Port Stanley» o simplemente, «Stanley». El asentamiento del que fueron echados los argentinos el 3 de enero de 1833 se ubicaba veintiséis kilómetros al norte y era conocido como «Puerto Soledad», «Puerto Luis» o «Port Louis», según su grafía francesa (actualmente los isleños conservan este último nombre para aquel asentamiento, que hoy es una finca privada). Hasta 1982, en Argentina siempre se llamó «Stanley» o «Puerto Stanley» a la ciudad fundada por los ingleses. Luego del desembarco del 2 de abril se usaron nombres alternativos; uno de esos nombres fue «Puerto Rivero», en honor al gaucho Rivero, aunque cuando los militares se dieron cuenta de su carácter de «insubordinado» buscaron un nombre más neutro, y optaron por «Puerto Argentino», que fue oficializado recién el 16 de abril, con el decreto n.º 757/1982. Parte de mi viaje —y parte de este libro también— es deshacernos de ciertos mitos y pruritos. Si el lenguaje es un campo de batalla, será más conveniente librar mejores batallas que la de este nombre, que en realidad solo trae reminiscencias de la guerra.

      3

      UNA PEQUEÑA CIUDAD

      Sin bajar del micro aún, intento retener las sensaciones de «la primera vez» en la única ciudad de las Islas Malvinas. La llamaré «ciudad», aunque es más pequeña en dimensiones y habitantes que casi todos los poblados rurales de (el resto de) Argentina.

      Lo primero que me llama la atención es lo más evidente, lo que ya sabía: estamos en Inglaterra. Parece una obviedad, pero después de haber repetido tantas veces «Malvinas Argentinas» se nos puede escapar este detalle. Los autos circulan por el lado izquierdo, los conductores están todos del lado derecho. Los carteles están en inglés, las señales de tránsito son levemente distintas, la arquitectura es otra, las casas están rodeadas de jardín (no comparten medianera), son de listones de madera pintados de colores. Hasta el asfalto luce más claro que el de las calles y rutas argentinas, distinto. La otra diferencia que noto, y que hace al lugar aún menos argentino, es su uniformidad arquitectónica y urbana. Las casas son todas distintas entre sí, pero de un mismo estilo que las emparenta unas con otras como por nuestros lares solo sucede en las viviendas sociales o en el Barrio Inglés de Caballito. Lo mismo sucede con las veredas, que no son según el gusto de cada vecino, sino que están construidas de una placa interminable de asfalto elevado (o de pasto, en los lugares en los que no hay veredas). El estilo que comparten todas las casas particulares, los edificios públicos y los locales comerciales no le muestra al visitante una evolución histórica (¿cómo distinguir una casa construida en 1920 de una de 1980 o de 2010?) y se repite en su estructura básica, sin eclecticismos ni combinaciones: piedra y/o madera en el casco principal, techo de chapa acanalada, el cerco en la entrada, el pasto cuidado y el invernadero en las casas particulares, que les permite comer vegetales frescos todo el año.

      Yo había hecho mi investigación previa: todas las páginas web de las islas, fotos en Internet, Google Maps y Street View. Creí que eso iba a ser suficiente para imaginarme la ciudad, al punto tal de que estaba seguro de conocerla antes de que el micro bajase la lomada y la viese de verdad. Recorrer las calles de Stanley a las cuatro de la tarde de ese sábado fue un permanente contraste entre esa idea que nos hacemos de las cosas y lo que las cosas realmente son («realmente», entendido como esa nueva imagen que nos hacemos de las cosas, a partir de lo visto, que, desde ya, como dijimos al comienzo, en nada se parece a eso inasible que es «lo real»).

      En mi imaginación, el pueblo se extendía por tres calles paralelas al mar a lo largo de un kilómetro. En el kilómetro 0,5 estaban la Globe Tavern, el museo, la iglesia y la casa de gobierno, que junto con el muelle representaban el centro neurálgico de la ciudad. Allí iban los que entonces llamaba kelpers a pasar los escasos días de buen tiempo con el objetivo de contemplar el océano a sus anchas, mirando las olas romper contra la costa, mientras los enormes barcos —cruceros, pesqueros, ferries— recalaban en el puerto y el sol se ponía en el horizonte.

      Esa era mi imaginación, que en mi cabeza se materializó como real. Bueno, en un rápido vistazo puedo decir que no se parece en nada a ello.

      Por empezar, debo decir que no vi bien el mapa. Stanley en realidad no da al océano abierto, sino a una especie de laguna extendida, con una pequeña abertura que sale a una laguna bastante más grande. Esta segunda laguna también tiene su abertura, que ahora sí da al Atlántico. Sería, en términos geográficos, una ensenada dentro de una bahía. Es decir que no se ven olas rompiendo, porque el agua es calma como la de un lago; que no ingresan barcos de gran calado, porque la profundidad no lo permite, y que mucho menos se ve el océano Atlántico en su vasta inmensidad, sino que desde la costa se puede ver la otra costa de la falsa laguna, montañosa y verde, deshabitada. Cuando lleguemos al supuesto centro, tampoco veremos a los isleños reunidos mirando el horizonte ni la puesta de sol, que paradójicamente se da detrás de la ciudad, tal como podría haber supuesto a partir de mis conocimientos básicos de Astronomía (casi el único: que el sol sale del este y se pone en el oeste) y de una lectura un poquito más atenta del mapa.

      El contraste no se da solamente con el mapa, que vi después, sino con lo que vemos en nuestro primer día, luego de que el micro descienda la colina y deje la ruta atrás. Antes de llegar a la avenida del centro (la primera paralela a la costa, de nombre Ross Road aunque en el pequeño pueblo nadie refiere a las calles por su nombre) circulamos por la segunda paralela a la costa y recorremos una ciudad casi vacía, donde en un pequeño parque —el término «plaza» me suena demasiado argentino— juegan unos chicos rubios y colorados y donde dejamos al señor de las bermudas, los anillos y el pelo rubio. Para llegar a la costa bajamos por una calle empinada: ¡sorpresa!, la ciudad está elevada. Eso no estaba en mi Stanley imaginada, y tampoco se podría haber deducido a partir de ver el mapa político (como los de la