No es, por cierto, todo el escenario. Habría que incluir, por ejemplo, la figura del lingüista ruso Roman Jakobson (1896-1982), que emigra a los Estados Unidos en 1941. Jakobson elaboró un modelo de comunicación fuertemente inspirado en la teoría matemática de la comunicación. De una parte, identificó los factores intervinientes: destinador, destinatario, un código común, un contexto y un contacto (un canal). Asimismo, concibió unas funciones del lenguaje asociadas a cada uno de estos factores. Estas ideas aparecen en un artículo titulado “Lingüística y Poética”, incluido en el libro “Style in Lenguage”, editado por T. A. Sebeok en 1960. Si se considera que el modelo no supone un esquema de mera transmisión unidireccional de información, su conocimiento pudiera haber matizado las elaboraciones más simplistas que se formularon a partir de Lasswell. Hasta donde sabemos, no era época de vasos comunicantes disciplinarios.
¿QUÉ DIJO LASSWELL Y CON QUÉ EFECTO?
Hablar de Harold Lasswell (1902-1976) es, por supuesto, hablar de la famosa fórmula que subdivide el estudio de la comunicación en cinco áreas: análisis de control, análisis de contenido, análisis de medios, análisis de audiencia y análisis de efectos. Constituye un lugar común en los libros de texto y la literatura de divulgación el referir la fórmula a un artículo de Lasswell con el nombre de “Estructura y Función de la Comunicación en la Sociedad” (L. Bryson, 1948). Sin embargo, parece una fecha bastante tardía para el origen de una fórmula tan influyente. El propio Lasswell, en una cita del mencionado artículo, invita al lector interesado en más detalles a un libro anterior suyo, “Propaganda, Communication and Public Opinion” (Smith, Lasswell y Casey, 1946). En este libro leemos: “Tal como se ha desarrollado en los años recientes, el estudio científico de la comunicación se centra alrededor de las 4 fases sucesivas de todo acto de comunicación: ¿en qué canal ocurren las comunicaciones?¿quién comunica?¿qué es comunicado?¿quién es afectado por la comunicación y cómo?” (1946, 3). La necesidad de rastrear hacia atrás está indicada también en un artículo de la revista Public Opinion Quarterly, de 1946, bajo el título de “Unesco’s Programm of Mass Communication: I”. Allí se afirma: “Los diversos aspectos de la investigación en comunicación están sugeridos en la fórmula comúnmente aceptada -Quién comunica qué a quién, y con qué efecto” (1946, 531). Obviamente, es imposible que se califique a la fórmula como algo comúnmente aceptado hacia 1946 si, como la literatura de divulgación sostiene sin asomo de examen, esta es presentada en 1948. Claramente, se trata de una contradicción.
Otro autor hace retroceder la fecha a 1940 y a un memorandum en el cual, bajo el auspicio de la Fundación Rockefeller, Lasswell y otros autores sugieren la formación de un instituto nacional para la investigación en comunicación (Czitrom 1982). Asimismo, el filósofo francés Jean-Francois Lyotard afirma que “...fue durante los seminarios del Princeton Radio Research Center dirigidos por Lazarsfeld, en 1939-40, cuando Lasswell definió el proceso de comunicación por la fórmula: “who says what to whom in what channel with what effect?” (Lyotard, 1987). Investigaciones recientes permiten establecer algunas precisiones; la fórmula aparece formalmente incluida en el primer informe elaborado por el grupo de asistentes al seminario (Paul Lazarsfeld, Hadley Cantril, Harold Lasswell, etc.), en julio de 1940. Se trataría, entonces, de una formulación colectiva y no individual (Pooley, 2008).
Sin duda, la fórmula se constituyó en referencia habitual en el área y la definición de cinco temáticas ordenó los esfuerzos. El propio Lasswell centró su interés en los análisis del contenido y de los efectos. Más que un mero recurso descriptivo para organizar la investigación, la fórmula da por hecho que hay ‘efectos’ de la comunicación y no lo plantea como un problema. En este sentido, Lasswell es, entre los denominados padres fundadores, el más ligado a las creencias características del período que va entre la primera guerra mundial y la entreguerra.
Años antes que los otros padres fundadores, Lasswell, en tanto cientista político, se había interesado en la propaganda. De hecho, investigar en comunicación antes de los años ‘40 consistía principalmente en comprender la propaganda. Prácticamente, no hay autor del período que pusiera en duda la creencia en el poder de la propaganda, y Laswell no fue una excepción. Cabe pensar, razonablemente, que él extendió esa creencia para el conjunto de los fenómenos de la comunicación social. Sin embargo, es tal la responsabilidad que se atribuye a Lasswell en la formulación de un modelo extremo de manipulación ilimitada de las personas por los medios de comunicación, que cabe preguntarse hasta dónde alcanza efectivamente esa responsabilidad. Por supuesto, el antecedente más utilizado para ratificar esa responsabilidad es su libro de 1927, “Propaganda Technique in the World War”. De allí está extraído ese párrafo tantas veces usado como argumento definitivamente probatorio: “Pero cuando se han descontado todas las objeciones, y cuando todas las estimaciones extravagantes han sido reducidas a lo esencial, persiste el hecho de que la propaganda es uno de los instrumentos más poderosos del mundo moderno. Ha llegado a su actual prominencia como respuesta a un complejo conjunto de circunstancias modificadas que han alterado la naturaleza de la sociedad. Las pequeñas tribus primitivas pueden unir a sus miembros heterogéneos en un conjunto combativo mediante el golpear de los tambores y el ritmo frenético de la danza. Mediante orgías de exuberancia física los jóvenes son llevados al punto de ebullición de la guerra, y los viejos y los jóvenes, los hombres y las mujeres, son arrastrados por la succión del propósito tribal. En la Gran Sociedad ya no es posible fusionar las peculiaridades de los individuos en el gran horno de la danza guerrera; un instrumento más nuevo y más sutil habrá de soldar a miles y aun millones de seres humanos en una amalgama de odio, de voluntad y de esperanza. Una nueva llama deberá quemar la gangrena de la disensión y templar el acero del belicoso entusiasmo. El nombre de este martillo y este yunque de la solidaridad social es propaganda” (1927, 220-221).
Sin lugar a dudas, se trata de un párrafo preciso y contundente para respaldar la acusación. Pero lo que hace la interpretación habitual de las ideas de Laswell es saltar desde este libro de 1927 hasta el artículo de 1948, trabajando con el supuesto de que en 20 años de trabajo intelectual dicho autor mantuvo sus concepciones sin cambiarlas ni un ápice, insistiendo en ellas sin asomo de revisión. Lo razonable es someter tal supuesto a la necesaria contrastación.
Por otra parte, como ocurre con alguna frecuencia con otros autores en el área, Lasswell no es precisamente un ejemplo de coherencia. En el prefacio del texto de 1946 –que constituye la revisión de un extenso registro de literatura sobre comunicación– Smith, Laswell y Casey sostienen que se trata de una revisión del conocimiento científico disponible sobre los efectos de la comunicación en la sociedad mundial, a través de la bibliografía que contiene la mayor parte de la información científica. Párrafos más adelante, no tienen reparos en afirmar que los temas de la propaganda, la comunicación y la opinión pública, son de alta controversia. Una mayor sensación de ambigüedad nos asalta cuando identifican a los tipos de especialistas cuyos títulos más representativos son incluídos en la bibliografía: de una parte, publicistas, educadores, periodistas, abogados, líderes políticos, psicólogos, administradores públicos, consejeros de relaciones públicas; de la otra, los cientistas sociales: antropólogos, economistas, historiadores, cientistas políticos, sociólogos y otros. Llama la atención, por ejemplo, que los autores no colocan a los psicólogos entre los cientistas sociales; todavía más, no los ubican entre otros tipos de cientistas sino en medio de profesiones. A este respecto, cabe preguntarse –ayer como hoy– qué clase de producto científico generan abogados, publicistas, periodistas o administradores públicos. La respuesta obvia es: ninguno. Smith, Lasswell y Casey se dejan llevar, pues, por una definición bastante ancha, generosa e indiscriminada de lo que es un investigador científico, atribuyéndole valor intelectual a lo que no lo tiene. Una mirada somera a la bibliografía incluída revela que, precisamente, es ese tipo de literatura el que más abunda y que las publicaciones eventualmente calificables como ‘científicas’ son franca minoría. Se entiende, entonces, que se trate de temas de ‘alta controversia’.