El coro de las voces solitarias. Rafael Arráiz Lucca. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Rafael Arráiz Lucca
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788412145090
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de los griegos. Algunos críticos e historiadores, que les ponen mucha atención a las luchas de poder en el intramundo literario, le asignan gran peso a la intención parnasiana de estremecer el trono de Victor Hugo, y no les falta razón, pero las luchas por el poder del convento poético no son los únicos motores de estas revueltas líricas.

      El crítico Julio Calcaño, en el prólogo a las Obras literarias de Heraclio Martín de la Guardia, entrega una definición del parnasianismo. Dice:

      Para el parnasiano la poesía es el arte de versificar con propiedad, delicadeza y corrección. La propia definición está diciendo que no es más que una de las calidades de la poesía: pero el parnasiano no piensa gran cosa en conmover, en impulsar la meditación o desatar las lágrimas o regocijar el espíritu con rasgos de ingenio; su ahínco lo pone en deslumbrar, en causar admiración con la belleza del verso y de la rima, la armonía del ritmo, la viveza de la imagen y el brillo del colorido. (Calcaño, 1905: 19)

      En el fondo, de lo que habla Calcaño es de la devoción griega de los cultores del parnasianismo. De hecho, a Leconte de Lisle, a quien se le tenía por un hombre ilustrado y viajado, se le atribuye la incorporación y el trabajo con el mundo helénico, después de su viaje juvenil a Grecia. Pero no le eran ajenas a este poeta ni la cultura india, ni la tragedia griega, ni Homero. En el prefacio que él mismo redactó para su libro, Cantos antiguos (1852), puede atisbarse una suerte de declaración de guerra y de proclama de los propósitos de esta respuesta al romanticismo decadente.

      El último parnasiano que hubo en Venezuela fue el poeta zuliano Jorge Schmidke, quien —en su discurso de incorporación como individuo de número de la Academia Venezolana de la Lengua— afirmaba: «La nueva generación poética, convencida de que el devaneo y de que la negligencia de la forma son síntomas característicos de la infancia del arte, se distingue mayormente por el cultivo severo de esta desdeñada forma y por la precisión matemática de las ideas» (Schmidke, 1983: 294). Aquí convendría preguntarse si, en el caso venezolano, la aparición del parnasianismo y del positivismo no fue concomitante. Pues sí, y lo fue apelando a la autoridad de la ciencia, frente a la gratuidad en que caía con facilidad el romanticismo criollo. Por eso decía al principio que el parnasianismo fue un llamado al orden, como también lo fue el fervor científico que alentaba al positivismo. Sin embargo, no está demasiado claro el panorama parnasiano venezolano, y la razón es muy sencilla: los poetas que prendían velas frente a este altar no fueron absolutamente puros en su ofrenda. Quiero decir, en la poesía parnasiana nuestra se hallan rastros del romanticismo que esa misma poesía enfrentaba. Incluso, algunos poetas se inician en la reacción parnasiana y luego regresan al romanticismo de galería que les valía el favor de los lectores. Además, con inusitada frecuencia los lectores críticos no supieron discriminar entre el parnasianismo y la vuelta a cierta rigidez propia del neoclasicismo. De modo que con frecuencia creyeron encontrar rasgos parnasianos en poetas que estaban trayendo de nuevo la severidad marmórea de cierto neoclasicismo autoritario. Estos dos elementos: la turbia separación de las aguas con el romanticismo y la confusión entre la vuelta al neoclasicismo y la actitud parnasiana hacen delicado el trabajo de construcción de un árbol genealógico parnasiano. Sin embargo, veamos, caso por caso, la obra de algunos de los poetas de nuestra nómina parnasiana.

      Jacinto Gutiérrez Coll (1835-1901), como casi todos los poetas parnasianos, vaya coincidencia, nació en Cumaná. También, como casi todos los venezolanos de su tiempo, conoció desde muy joven el exilio político. En su caso fue muy favorable: se vio en trance de inmigrante en la cercana isla de Trinidad, de modo que aprendió inglés desde temprano. La obra de Lord Byron se le hizo familiar muy pronto y años después se esmera en la traducción de sus libros. Para entonces, ignoraba Gutiérrez que su vida iba a estar signada por el destierro durante muchísimos años. Pero, a partir de 1864, el periplo extranjero del poeta está sostenido por la comodidad: fue canciller, y luego diplomático con destinos envidiables: París, Roma, Nueva York, alternados con años de servicio público en Caracas, donde llegó a ser director general de Instrucción Pública.

      Los sonetos de Gutiérrez Coll, que solo a principios del siglo XX se recogieron en libro, están cincelados por la sobriedad buscada por el parnasianismo. Sin embargo, a veces se le impone una emocionalidad más romántica que marmórea; es como si el proyecto de domeñar el espíritu romántico fuese traicionado. De allí que Max Henríquez Ureña, en su indispensable libro Breve historia del modernismo, lo descartara como poeta parnasiano conspicuo. Dice: «Pero el parnasianismo es una actitud antes que una cuestión de forma o de elección de temas, y esa actitud tiende a lo impersonal. Gutiérrez Coll, Fombona Palacio y Gabriel Muñoz son poetas emotivos: en ellos prevale el sentimiento personal» (Henríquez Ureña, 1954: 296).

      Pedro Emilio Coll, en una sentida semblanza que hace en el momento de la muerte del poeta, afirma:

      Sus versos no revelan sino una parcela de su espíritu. Como Stéphane Mallarmé —a quien se parecía en más de un respecto— poseyó el arte de hacer de sus conversaciones obras perfectas de filosofía y de estética. En el viejo jardín platónico hubiera podido llevar digna y serenamente la clámide. El verso fue para él un reposo, una tregua en la batalla de sus pensamientos, el último consuelo de su tristeza intelectual. (Coll, 1982: 27)

      Al igual que Coll, otros autores insisten en señalar la melancolía como el rasgo central de su lírica y de su personalidad. En verdad, muchos de ellos confundieron los rasgos personales del poeta con los de su poesía, caso muy común, por cierto. Más que melancolía, lo que se halla en sus versos es algo parecido a la serenidad, a la mansedumbre.

      La poesía de Miguel Sánchez Pesquera (1851-1920) es de difícil ubicación. Si bien De Sola y Picón Salas la tienen, junto con la de Pérez Bonalde, como precursora de la modernidad, pareciera una contradicción comentarla en el capítulo de los parnasianos, pero veamos por qué no lo es. Los rasgos de modernidad que hallaron estos estudiosos en su obra son indudables, aunque no con la entidad con la que se hallan en una obra ya compleja, profunda y por ello moderna, como la de Pérez Bonalde. Las señas de identidad de la poesía de este cumanés son entre románticas y parnasianas, es decir: irrumpen desde el romanticismo con las armas de su tiempo ya cosmopolita, ya helénico, ya severo frente a la gratuidad del romanticismo, ya parnasiano en la medida en que esta actitud fue crítica del romanticismo formulario. La modernidad que se atisba en Sánchez Pesquera puede encontrar razón en su biografía, en muchos sentidos similar a la de Pérez Bonalde.

      A los diez años, a raíz de la muerte de su padre y de colaterales calamidades domésticas, emigra con su madre a Puerto Rico, donde se forma con los jesuitas, y luego culmina sus estudios de jurisconsulto en Madrid, para regresar a ejercer en Puerto Rico y en Cuba, donde llegó a ser una autoridad jurídica. Su tránsito laboral estuvo acompañado por el aprendizaje de diversas lenguas, entre ellas el inglés y el alemán, con las que abordó la poesía en sus lenguas originales, y sucumbió ante la tentación de la traducción. Esta labor la desempeñó con solvencia y vertió al español obras de Shelley y de Schiller, y se enfrascó en traducciones del portugués, del francés y del italiano. Culminó sus días de abogado en Madrid, donde finalmente lo halló la parca.

      Ha debido regresar a su Venezuela natal en algunas oportunidades, pero no dispongo de evidencias. En cualquier caso, es un hecho que mantuvo relaciones epistolares y bibliográficas con sus paisanos —como lo demuestra el prólogo que Julio Calcaño calzara en su libro de Sonetos (1920)— y que sus poemas fueron leídos por sus contemporáneos. Padeció, al igual que Pérez Bonalde, de la incomprensión de los críticos; para ello basta leer la semblanza que Tejera le extendió y toparse con un ejemplo clarísimo de juicio moral agazapado detrás de la autoridad literaria. Al igual que Pérez Bonalde, la mayor parte de su vida transcurrió en otra parte, lejos del conventillo poético que le habría tocado experimentar si los vientos no lo hubieran llevado a otras costas. Quizás por esta razón vivió de cerca el clima, la «actitud» de su tiempo, en territorios menos periféricos, y trabajó sus versos con naturalidad. Su bibliografía contempla dos poemarios: Primeras poesías (1880) y el ya citado Sonetos (1900), ambos publicados en España, así como la Antología de líricos ingleses y angloamericanos (1918), que trabajó durante años. Dudé en varias oportunidades su consideración como un poeta venezolano,