¡Virgen desamparada!
¡Reina del Occidente!
¡Alza la noble frente,
no te avergüences, no!
Grande en tu vencimiento,
el mundo te admiró.
Al son de tus cañones
Colombia despertó.
El tercero que completa el primer romanticismo criollo es el marabino José Ramón Yepes (1822-1881). En su obra poética se distinguen dos períodos: el del romanticismo inicial, que es el que más nos interesa en este momento, y el segundo, ya entregado a la lírica parnasiana.
La vida de Yepes emula en muchos sentidos la de Ulises. Nació a orillas del lago y llegó a ser contralmirante de la Marina de Guerra de Venezuela, después de haber superado todas las peripecias del mejor de los navegantes. También escuchó el canto de sirenas de la política y llegó a ser diputado y senador. Al jubilarse, emprendió la escritura de novelas de sesgo indigenista, pero mientras estuvo bajo el dictado de las olas abordó la poesía. De modo que alcanzó un típico ideal romántico: la vida y el arte en una sola entrega. Al momento de relatar su muerte, sus biógrafos revolotean alrededor de una nube, y no se sabe a ciencia cierta si se suicidó o se quedó dormido viendo la luna, pero lo cierto fue que se ahogó en aguas de su lago de Maracaibo. En cualquiera de los dos casos, es inimaginable una muerte más romántica que la del bardo Yepes. Fernando Paz Castillo, en su labor de crítico de la poesía venezolana, estimó mucho su obra y llegó a afirmar: «Creemos que de los poetas románticos de la primera generación —esencialmente poetas— el único que se le puede parangonar a Yepes es Maitín. Maitín tiene, sin duda, un sentimiento más familiar y depurado. Pero muestra Yepes más seguridad en el paisaje, sobre todo cuando habla de cosas como el mar, que forman parte de la propia vida» (Paz Castillo, 1964: 182, volumen I) Si Lozano aborda los temas altisonantes de la épica, sin haber sido guerrero, este marino, que batalló denodadamente, se afana con los temas más sencillos: allí está su fuerza. Cuando hace baladas de inspiración marina, cuando retrata a una niña en la tarde, cuando perfila el cielo estrellado se acerca a estos parajes con una extraña dulzura, con una humildad distinta a la del romanticismo vociferante. Veamos un mínimo ejemplo:
¿Quién sabe por qué crece
Entonces el penacho de esa palma,
Y el viento la remece
Y la despierta de súbito,
Y a su voz el concierto y dulce calma
De la noche se rompe, cual si fuera
Hablando una palmera a otra palmera?
Este primer romanticismo criollo presenta aristas contradictorias. Si por una parte es evidentemente emulador de Zorrilla, por otra es genuino en la asunción de la poesía y la vida como una sola empresa. Si por una parte es una suerte de eco, por otra es verídico, responde a una impronta personal propia y a la vez colectiva. Espejo de su tiempo, pero a la vez carta de presentación de la individualidad, los tres primeros son disímiles: Maitín canta apesadumbrado, se retira, la muerte lo domina y probablemente sea el motor de su arquitectura profunda. Frente al tráfago de la vida pública, después de conocer sus fauces, la abandona y se refugia en Choroní para adelantar su poesía de celebración susurrante, de aceptación de la fatalidad del destino. En cambio, Lozano blande su espada y canta, desaforado, a los motivos de su entusiasmo, ya sea Bolívar, algún otro héroe, la ciudad de sus sueños o la mujer amada. Yepes observa y dibuja sus baladas cadenciosas. Paradójicamente, la mirada de este guerrero está tomada por la ternura. Los tres, cada uno por su cuenta, han ido metabolizando el arquetipo romántico y este, como veremos más adelante, fue haciéndose delicuescente en otras obras; fue haciéndose cada vez más una corriente literaria y menos una apuesta vital, como lo fue para estos tres del inicio.
Si el primer romanticismo nuestro surge hacia los primeros años de la década de 1840 y se extiende hasta 1859, aproximadamente, no es menos cierto que estas delimitaciones temporales no son exactas. El primero y el segundo —que, según la crítica, comienza hacia 1860— en algunos momentos se solapan. Entre ambos se clava como una espada la Guerra Federal. Entre los que mayor relevancia alcanzan se encuentran, en primer lugar, José Antonio Calcaño; luego Heraclio Martín de la Guardia, también conocido como Heraclio Guardia, a secas; Francisco Guaicaipuro Pardo y Domingo Ramón Hernández. Sus inicios se sitúan hacia mediados de la década de 1860 y algunos llegan a publicar hasta finales del siglo XIX. Detengámonos en sus aportes.
José Antonio Calcaño (1827-1897) hizo el viaje inverso. Si Bello transitó del neoclasicismo al tenue romanticismo de sus años finales, Calcaño fatigó la trocha romántica y en sus últimos días abrazó el neoclasicismo, buscando (probablemente) el aplauso de la Real Academia de la Lengua de España. A los cuarenta años, en 1867, Calcaño es nombrado cónsul en Liverpool; antes se ha hecho de una reputación poética. A partir de 1845 comienza a publicar sus textos en los diarios de su tiempo, pero no es hasta 1865 cuando publica su primer poemario: El canto de primavera. Pertenecía a una familia cuyos miembros, en su mayoría, se realizaban en el campo literario. Su estancia europea fue mucho más larga de lo que el propio Calcaño sospechaba, a tal punto que pueden establecerse dos etapas en su vida: la romántica caraqueña y la de sesgo neoclásico en Europa. Es extraña esta circunstancia, porque el hecho de haber vivido en Inglaterra tanto tiempo lo acercó al mejor romanticismo y, sin embargo, la poesía que acomete Calcaño en sus últimos años es neoclásica, como aquella oda prescindible a la Real Academia de la Lengua. El espíritu romántico de sus años caraqueños le cedió el paso al adocenado neoclasicismo de su vejez, aun cuando esta tenía lugar en la cuna del mejor romanticismo.
Esta situación nos lleva a descartar su producción final y a centrarnos en sus poemas románticos, a los efectos del viaje que realizamos. En ellos puede hallarse una similar visión a la de Yepes, en el sentido de aproximarse a las cosas más sencillas con humildad esclarecedora. Prueba de ello es un poema como «El ciprés», del que ahora cito una estrofa:
Si por mi tumba
pasas un día
y amante evocas
el alma mía,
verás un ave
sobre un ciprés:
habla con ella,
que mi alma es.
Heraclio Martín de la Guardia (1829-1907) tuvo la dicha de una vida larga. En ella no solo se dedicó al cultivo del poema, sino que abordó la dramaturgia con mayor resonancia. Como militar y político no le fueron ajenos los exilios y la cárcel, pero tampoco lo fueron los cargos públicos. El periodismo le abrió sus puertas y fundó un periódico de tiraje discreto. Puede decirse que en todo lo que emprendió fue abundante y que gozó de estima por parte de sus contemporáneos, pero su obra poética se cocina en las aguas de un romanticismo sin innovaciones. La crítica, que suele ser dura con la poesía de don Heraclio, tiene razón al consignar su nombre, pero también la tiene cuando juzga su obra subalterna. Todos los temas fueron suyos: no discriminó a la hora de abordarlos desde el continente del poema; de allí que muchos de sus versos sean gratuitos y hasta prosaicos. Sin embargo, fue distinguido con premios literarios de prestigio, mientras la convocatoria que hacía a las tertulias literarias que presidía encontraba respuesta. Puede decirse que su poesía romántica ya es muestra de una retórica, con todos los lugares comunes que esta operación sin genio supone.
Francisco Guaicaipuro Pardo (1829-1882) desconocía la subestimación; se tenía a sí mismo como el mejor poeta de América. Pero, en verdad, estaba muy lejos de serlo. Su obra poética combina dos de los más lamentables elementos del romanticismo criollo: la grandilocuencia y la intención alabanciosa de la gesta bolivariana. Uno de los conocedores de su obra, Luis Correa, dejó asentado, refiriéndose a sus composiciones, lo siguiente: «Son frías, solemnes, correctas. En la más celebrada de ellas, la que canta la gloria del Libertador, las estrofas desfilan como una procesión de sombras augustas, pero de sombras al fin. Como poeta