Desde muy joven comienza a viajar, bien por encargos de orden diplomático o bien por el destierro forzoso. Apenas con dieciocho años es nombrado cónsul en Filadelfia y, con apenas veintiuno, de regreso en Caracas, es colaborador de El Cojo Ilustrado, para luego irse a Holanda de agregado en la Legación, y luego a Boston. De vuelta en Venezuela, es nombrado secretario de gobierno del estado Zulia. En 1901 está de nuevo en Holanda, pero en 1905 es gobernador del territorio Amazonas, donde se enfrenta al manejo inescrupuloso del negocio del caucho, y es hecho preso en Ciudad Bolívar (después de un enfrentamiento armado donde les dio muerte a sus contendores) para irse a Europa de nuevo hasta 1908, cuando regresa y es diputado. Comienza su oposición acérrima a Gómez y es confinado a la cárcel de La Rotunda hasta 1910, cuando sale a un largo destierro hasta 1936.
En sus años españoles adelanta el trabajo de editor más asombroso que venezolano alguno haya hecho fuera de su país: la Editorial América, un prodigio de trescientos títulos, aproximadamente. En España, también, es nombrado gobernador de las provincias de Almería y Navarra. Pero, muerto el tirano, regresa a su país, quema las naves españolas y es distinguido con el nombramiento de presidente del estado Miranda; después, entre 1939 y 1941, es embajador en Uruguay, hasta que finalmente, de visita en Buenos Aires, cae fulminado por un infarto. Este resumen, que pasa por alto sus refriegas en duelo, en las que dio muerte a sus adversarios, que olvida sus pleitos personales y sus galanteos incesantes con mujeres de diversísima condición, desde una monja hasta una princesa, también pasa por alto lo más importante: sus libros.
Toda esta vida azarosa está acompañada por una voluntad de escritura que deja sin aliento a cualquiera. Su obra de polígrafo se acerca a los cuarenta títulos en setenta años de vida. Los testimonios sobre su creación son múltiples; desde el juicio de Picón Salas, que lo considera uno de los pocos venezolanos universales del siglo XX, hasta el de Ángel Rama, para quien el polígrafo es: «Vivo, veraz, arbitrario, caprichoso, expuesto a las críticas, agresivo y atormentado, esta imagen que él no fraguó para ofrecerla al mundo, pero que nosotros recuperamos recomponiendo los textos de su Diario, hace de él un estricto contemporáneo» (Rama, 1975: XXXIX). Lo cierto es que Blanco Fombona cultivó el poema, el cuento, la crónica y el artículo periodístico, la novela, el panfleto, el ensayo histórico y el literario y, además, el diario íntimo. En todos los géneros brilla su nervio y probablemente en ninguno la serenidad, gran ausente de la obra del caraqueño. Tampoco fue la búsqueda de la belleza el motor de sus trabajos; más bien lo fue una suerte de ajuste de cuentas con el mundo, una suerte de búsqueda efervescente de la justicia. Así como no estaba en su talante el detenimiento necesario para la construcción de la novela, aunque escribió varias, sí estaba en él la fibra del polemista, que es favorable a determinado sesgo ensayístico. De allí que no sea un exabrupto afirmar que lo más significativo de su obra sea el ensayo, junto con el diario íntimo. En ellos vibra un pathos muy particular y muy extraño a la pacatería venezolana de sus tiempos y de los de ahora.
Dice Max Henríquez Ureña en su Breve historia del modernismo: «Propulsor del modernismo en Venezuela fue Rufino Blanco Fombona. Aunque la mayor parte de su obra está en prosa, fue él quien llevó el acento modernista a la poesía venezolana» (Henríquez Ureña, 1954: 289). Y ese acento que señala el ensayista comienza con Trovadores y trovas en 1899, que lleva un prólogo de Díaz Rodríguez y que fue publicado por la editorial de El Cojo Ilustrado. Blanco Fombona cuenta entonces veinticinco años y asume la impronta modernista con fervor hasta su último poemario, Mazorcas de oro (1943), cuando ya el modernismo ha sido sustituido por la vanguardia. Si descontamos su poema de juventud «Patria», la obra poética de Blanco Fombona está compuesta por seis títulos. Como vemos, no constituye la faceta más prolífica del autor, pero no cabe la menor duda de que su poesía modernista fue la primera que se leyó de autor venezolano.
Su poesía, aunque rendía tributos en el altar modernista, no se caracteriza por el oropel. Por el contrario, su palabra discurre como al margen de cierto exagerado preciosismo que fue propio del movimiento modernista. La crítica ha visto en la reciedumbre de su poesía, lejana de los afeites minuciosos, la patentización de su carácter criollo. En verdad, creo que sería más exacto decir que se trata de la evidencia de su carácter; no creo que en la vehemencia de Blanco Fombona se exprese todo un carácter nacional. De modo que la poesía modernista de este caraqueño ofrece el signo de su personalidad, y ya ello es suficiente para singularizarla. Ofrece, también, el principio de una certidumbre: para Blanco Fombona el nutriente fundamental de su obra literaria era su vida, de modo que su poesía es enfáticamente autobiográfica, y allí estriba otro de sus rasgos. Añadamos el juicio que Fernando Paz Castillo pudo emitir sobre su obra poética:
Muchas influencias hay en Blanco Fombona, en poesía sobre todo, como en la mayoría de los modernistas. Una de las virtudes de esta escuela es, precisamente, la de haber captado, cada escritor, con gran perspicacia, y de acuerdo con su temperamento, tendencias procedentes de diversos países. Pero por sobre todas, se impone, en cada uno de ellos, la de Darío, el magistral creador de una expresión poética inconfundible, aun en aquellos escritores, de personalidad recia, como Blanco Fombona. (Paz Castillo, 1964: 335, volumen II)
En verdad, las palabras de Paz Castillo encierran una contradicción: por una parte apuntan perspicazmente hacia uno de los rasgos del modernismo: su libertad creadora; pero por otra encierran a Blanco Fombona dentro del círculo de influencias de Darío. Quizás la contradicción del maestro provenga de considerar el modernismo como una escuela literaria y no como un movimiento, que en verdad eso fue. Es difícil imaginar que una personalidad como la de Blanco Fombona fuera a seguir acríticamente un catecismo lírico cuando, para colmo, el modernismo contradijo en su propia fuente la cartilla literaria; contra las iglesias insurgió como lanza liberadora de los espíritus individualmente considerados. De modo que a una psique como la de nuestro poeta nada le vino mejor que el estallido modernista: con él ganó licencia para su elocuencia natural; con él invitó al recinto del poema a las más dispares experiencias personales, que fueron abundantísimas en su vida, por lo demás. Finalmente, como el lector ha podido advertir a lo largo de este ensayo, por lo general considero a los autores en su momento de insurgencia para establecer su ubicación histórica, y podría valorarlos de nuevo si sus estéticas se modificaran con el tiempo. No es este el caso de Blanco Fombona. Su poesía fue modernista hasta cuando ya la vanguardia esperaba relevo.
No fue esa, por cierto, la historia de Alfredo Arvelo Larriva (1883-1934), quien, hacia el final de su vida, cuando ya los vientos de la vanguardia se batían con fuerza, asumía el discurso vanguardista en alguno de sus últimos poemas y estimulaba a los más jóvenes a seguir esos derroteros. Sobre la poesía de Arvelo, en los años recientes, se ha posado un manto reivindicatorio. Especialmente por parte de los críticos Juan Liscano, José Ramón Medina y Alexis Márquez Rodríguez, para quienes la obra poética de Arvelo es la mayor expresión de la poesía modernista entre nosotros. Y, ciertamente, aunque a Arvelo no le correspondió ser el primer poeta de espíritu modernista, como sí lo fue su entrañable amigo Blanco Fombona, sí es cierto que sus alcances fueron mayores.
En su poesía vive el retruécano, de filiación española, así como su nunca oculta admiración por Quevedo. En ella se explaya la gracia, el humor juguetón con que Arvelo enfrentó las inmensas desventuras que le deparó la vida. En su poesía el verso musical, que le da un colorido cinético a sus poemas, anidó con una extraña exactitud. Manejó con destreza la precisión silábica de los versos y congregó en ellos tanto la ironía sangrienta como la ternura más indulgente.
Su fascinación por la espesura enigmática de la selva lo llevó a establecerse en el sur de Venezuela, y fue allí donde el inesperado destino le tendió una trampa.