… la reforma de los modernistas hispanoamericanos consiste, en primer término, en apropiarse y asimilar la poesía moderna europea. Su modelo inmediato fue la poesía francesa no solo porque era la más accesible sino porque veían en ella, con razón, la expresión más exigente, audaz y completa de las tendencias de la época. (Paz, 2004: 140)
Luego, ubica en el primer modernismo la influencia del parnasianismo y en el segundo la del simbolismo. Lo reduce a un juego de asimilación de influencias francesas. Sin embargo, no lo condena por ello, como sí lo hace con el romanticismo hispanoamericano. Luego, a medida que avanza la navegación del ensayo, Paz va fascinándose con la obra y la figura de Darío y llega a estimarla con un entusiasmo notable, para terminar valorando el modernismo con mucha mayor efusividad que al comienzo. Años después, también, en Los hijos del limo y en La otra voz, matiza los juicios emitidos al inicio del ensayo sobre Darío. Con la escritura de Paz ocurre algo que se sistematiza: da vueltas alrededor de un tema y le ve sus aristas desde todos los ángulos, como si estuviera dando vueltas alrededor de un círculo. De allí que en un mismo ensayo afirme y niegue, sin temor a contradecirse, siempre y cuando ello contribuya al esclarecimiento del fenómeno que estudia. Paz no abandona sus presas hasta que las ha vuelto picadillo. Puede ser, entonces, que en la digestión salgan a relucir estas piezas que parecen contradictorias. También ocurre que este método de decir y desdecirse es un anzuelo subyugante para el lector. Leer un ensayo de Paz es una tarea de sobresaltos y de pinchazos a la inteligencia y a la imaginación, de modo que el método se impone por sobre la búsqueda de un texto blindado contra las contradicciones, las sabrosas contradicciones.
Como vemos, las dificultades para la comprensión del fenómeno del modernismo no han sido pocas y las polémicas no han sido escasas. Desde las que no dudan de la americanidad absoluta del movimiento hasta las que se permiten hacerlo. Pero hay un punto de coincidencia en el hecho de considerar el modernismo como un movimiento y no como una escuela poética de aclimatación de un fenómeno europeo. En esto la coincidencia es casi unánime. También lo es en cuanto a su importancia como propuesta de lenguaje, como movimiento que privilegió el tratamiento de la lengua por sobre otros nortes. También lo es en sus características rítmicas y tonales: los modernistas trabajaron a fondo con el verso castellano, con sus cadencias, con sus construcciones, y lograron subvertirlo para devolverle a la lengua una vivacidad que se había perdido en el seco laberinto neoclásico. No eludieron lo prosaico ni lo arbitrario. El ritmo del modernismo fue novísimo porque fue novísimo también para nosotros el universo que incorporaban al poema. Imposible olvidar otro aporte: para el modernismo la aventura del poema no era un adorno académico, ni el bálsamo para los rigores de la vida, ni la evasión frente a la realidad; era una experiencia de orden espiritual, que incluso llegaron a tener como de distinta y hasta superior jerarquía que la experiencia religiosa. Los modernistas sabían que la materia del poema era de alto voltaje, que los juegos florales tan afectos al romanticismo superficial eran completamente ajenos a su esfera de concepción. Los vínculos entre el ocultismo y el modernismo fueron mucho más estrechos de lo que suele admitirse. No podía ser de otra manera si en el programa modernista estaba la libertad, la disposición a entrar hasta en las cuevas más oscuras sin que les temblara el pulso.
En honor a la verdad, en todo este programa de aportes la mano de Darío es indispensable. Sin que dejemos de reconocer los cimientos iniciales de Martí, lo cierto es que Darío es el protagonista del movimiento en sus dos etapas establecidas: sobrevivió a los iniciadores (Julián del Casal muere en 1893, José Martí y Manuel Gutiérrez Nájera en 1895 y José Asunción Silva en 1896) y acompañó a la segunda generación modernista hasta que quedó rendido por la muerte. También, la obra de Lugones es insoslayable, sobre todo en esa segunda etapa del modernismo que precisa Henríquez Ureña. Y detengámonos aquí por un instante. Con las dos etapas ocurre algo curioso: el arranque individualista inicial, lleno de graciosos desplantes, de amor al lujo, de cosmopolitismo, de exotismo, fue atemperándose en razón de un llamado. Me refiero al llamado americano. Los modernistas tuvieron la necesidad de darle forma a un reclamo patriótico, guardando todas las advertencias frente al peligro del patrioterismo, al que habían condescendido el neoclasicismo y el romanticismo. Lo importante es que hay un cambio de rumbo, un tránsito de la geografía exótica a la doméstica. De los perfumes asiáticos a los dioses aztecas. Si fuésemos a buscar los aportes más significativos del modernismo, me temo que los encontraríamos en la primera etapa, en la etapa de ruptura. Es como si para desprenderse de la rémora hubiesen tenido que cantar más alto, más lejos y más raro, con mayor libertad. Ya en la segunda etapa pueden encontrarse los primeros vestigios de su propia retórica. De hecho, la vanguardia que sustituirá al modernismo está incubándose en el alma de sus sucesores. Pero, para complicar el panorama, no puede afirmarse que las obras más interesantes de los poetas, individualmente consideradas, hayan sido escritas durante la primera etapa, y un buen ejemplo es el del propio Darío. Pero es perfectamente posible que lo más interesante de un movimiento se dé en momento distinto a las obras de mayor resonancia de sus integrantes.
La fecha de extinción del fenómeno modernista también ha sido objeto de largas discusiones. Para algunos ocurre hacia 1910, con la aparición del soneto de González Martínez, en Los senderos ocultos, donde se propone: «Tuércele el cuello al cisne de engañoso plumaje». Para otros, con la explosión de la Primera Guerra Mundial, en 1914; y para unos terceros con la muerte de Darío, en 1916. No entremos en esta diatriba; aceptemos que, entre 1875 y 1916, se da en Hispanoamérica este movimiento renovador de las letras, que va a abrir el camino del futuro y a clausurar las proposiciones estéticas del siglo XIX. Aceptemos también que los signos de agotamiento del modernismo comienzan a expresarse hacia 1910, cuando ya los cultores epigonales del movimiento incurren en los estereotipos propios de los movimientos artísticos que envejecen, que se anquilosan. Veamos ahora el modernismo en la poesía venezolana.
Lo primero que se impone decir es que el modernismo encontró en Venezuela mayor cauce en la prosa que en la poesía y, además, que si contrastamos las fechas de aparición del modernismo en otros países con las del nuestro, pues, podemos afirmar que comenzó rezagado, tanto para la prosa como para la poesía, pero mucho más para esta que para aquella. El dato no deja de ser curioso si tomamos en cuenta que Martí vivió en Caracas durante el año de 1881, e incluso escribió Ismaelillo al pie del Ávila. Sin embargo, la influencia de Martí en los jóvenes escritores caraqueños no se manifestó de inmediato; cundió en la década siguiente, cuando el modernismo comenzó a manifestarse en dos publicaciones periódicas de enorme importancia para nuestras letras. Me refiero a El Cojo Ilustrado (1892-1915) y Cosmópolis (1894-1895). En la primera, la expresión modernista se limitó a disponer de espacio suficiente en la publicación; no así en el caso de la segunda, donde desde el primer editorial hay una manifestación de fe en el modernismo. Los tres redactores, Luis Manuel Urbaneja Achelpohl, Pedro César Dominici y Pedro Emilio Coll, apenas pasaban de los veinte años cuando afirmaban, en su «charloteo»:
En la América toda un soplo de revolución sacude el abatido espíritu, y la juventud se levanta llena de entusiasmo. Rubén Darío, Gutiérrez Nájera, Gómez Carrillo, Julián del Casal y tantos otros dan vida a nuestra habla castellana, y hacen correr calor y luz por las venas de nuestro idioma que se moría de anemia y parecía condenado a sucumbir como un viejo decrépito y gastado. (Polanco Alcántara, 1988: 34)
Pero, como afirmé antes, el modernismo encuentra en Manuel Díaz Rodríguez, José Gil Fortoul, Eloy G. González y los tres del charloteo, entre otros, sus cultores en prosa, llegando a alcanzar la cumbre con los libros de Díaz Rodríguez. Junto a los prosistas estuvo, a pesar de su ardiente juventud, el polígrafo del modernismo: Rufino Blanco Fombona, quien fue de los primeros en cultivar el verso modernista, aunque el balance final de su obra se incline más hacia la práctica de