Descarto al poeta romántico español Antonio Ros de Olano, a quien, dicho sea de paso, cada día se le considera más y mejor en España, no solo por sus ejecutorias militares rayanas en la hazaña, por la defensa de las posesiones españolas en África y por sus altísimos cargos públicos, sino por el interés de sus versos. Matizo la situación de García de Quevedo, ya que, habiendo nacido en Coro en 1819, y habiendo emigrado hacia Puerto Rico en 1825, regresó a vivir a Venezuela, después de haber abrazado la nacionalidad española. En los tres años que pasó aquí como funcionario diplomático no dejó de escribir y Caracas fue tema de su imaginación poética. Pero no por estas razones podemos considerarlo un autor del patio. En verdad, es un poeta español, y de los mejores que pudo dar el romanticismo ibérico. Muere en París de un disparo, en 1871, defendiendo sus causas.
Los primeros poetas románticos venezolanos, una vez hecho el deslinde anterior, son José Antonio Maitín (1804-1874) y Abigaíl Lozano (1821-1866). El primero nace en un hogar acomodado, a tal punto que su educación estuvo en manos de un preceptor. Por razones políticas, su familia tuvo que emigrar a Cuba: en aquella isla, siendo muy joven, traba amistad con un venezolano que va a ser clave en su vida: Santos Michelena. Reside en Londres con un cargo diplomático cuando Michelena es el cónsul general de la Gran Colombia ante el Reino Unido. A su regreso a Venezuela se residencia en Caracas y se dedica con éxito a la dramaturgia. En 1841, cae en sus manos un libro del poeta español Zorrilla: el hecho cambió su concepción de la poesía: el romanticismo había tocado a su puerta. Comienza a darse a conocer en los periódicos de entonces como poeta, hasta que diez años después recoge su producción en un libro. Ese mismo año muere su esposa y, además de quedar herido, compone su poema más célebre, el «Canto fúnebre» (1851). A partir del fallecimiento de su mujer, se recoge en el idílico pueblo de Choroní, donde su familia conservaba una hacienda; allí espera la llegada de la muerte. Su obra poética es breve, pero en cambio era dado a los cantos de naturaleza dilatada.
Aunque un sector de la crítica no se detiene a considerar con atención la poesía de Maitín, hay otro sector que sí la valora. En verdad, lo que para muchos es un defecto, para mí es un logro. Me refiero a la extensión del «Canto fúnebre». En un tiempo de efusiones románticas más signadas por el relámpago que por la dilatación, este poema es una excepción: no solo por lo que implica como arquitectura, sino porque la tensión no decae a lo largo del canto.
La sensibilidad que dicta el poema es genuina, por más que el romanticismo de Maitín haya anidado en su alma de súbito, al borde de sus cuarenta años. Lejos de parecerme un canto gimiente, me satisface lo ajustado de su cuerpo y el viaje preciso que hace el poeta desde la remembranza de la mujer amada hasta el destino del cementerio; allí finalmente afirma:
Que te aromen las flores que aquí dejo;
que tu cama de tierra halles liviana.
Sombra querida y santa, yo me alejo.
Descansa en paz… Yo volveré mañana.
No creo que puedan parangonarse las obras de Maitín y de Lozano, ni despacharlas a ambas con la misma displicencia. Quizás en Maitín sus primeros intentos poéticos neoclásicos le atemperan la efusión romántica, circunstancia que no ocurre en Lozano. Este, por el contrario, no encuentra en su pasado ninguna cuerda que lo ate al muelle. Si Maitín fue longevo, Lozano muere a los cuarenta y tres años. Si Maitín provenía de familia pudiente, a Lozano lo mordía la pobreza desde su nacimiento. Sin embargo, Federico Maitín, hermano de José Antonio y también bardo, le tendió la mano a Lozano e indirectamente le abrió las puertas de la celebridad. De modo que ambos, proviniendo de canteras distintas, entrecruzaron sus vidas. Es muy probable que los hermanos Maitín hayan sido quienes colocaran a Lozano en el camino de la poesía. Veamos su periplo.
Desde el nacimiento mismo de Lozano comienzan sus avatares comprometedores: lo bautizaron con nombre de mujer, «Abigaíl», pero esta circunstancia, lejos de amilanarlo, lo encrespó. Nace en Valencia, pero siendo un niño se lo llevan a Puerto Cabello a trasegar la orfandad paterna. A los veinte años se le abren las puertas del periódico de Antonio Leocadio Guzmán, El Venezolano, y comienza su celebrada carrera poética. Se muda a Caracas gracias al apoyo de Federico Maitín, y desde entonces sus arrebatos románticos hallan en la capital el mapa propicio para sus explosiones. San Felipe, otra vez Valencia, Barquisimeto, son las ciudades que va conociendo Lozano en su peregrinaje de perseguido político y de editor de revistas literarias. Vuelve a Caracas sobre el potro de sus partidarios y traba amistad con funcionarios diplomáticos peruanos acreditados en la capital, y poco a poco se va enamorando a distancia del Perú, al punto que este país lo nombra cónsul en la isla de Saint Thomas. Zarpa en enero de 1861 y ya no regresará más a su Venezuela natal.
Según relata Enrique Bernardo Núñez en su libro Escritores venezolanos, la muerte de Lozano es todo un relato policial. Lo resumo: en Saint Thomas se entusiasma con el general mexicano, expresidente y caudillo de su país Antonio López de Santa Anna (aquel que perdió una pierna en batalla y organizó unas pompas fúnebres para ella) y se hace su secretario. Además de asistirle en diversos asuntos, le escribía discursos y manifiestos. Era fama que el general disponía de una fortuna considerable y, según Núñez, era un hombre dado a creer en la palabra de los otros. Así fue como cayó en manos de un embaucador de apellido Mazuera, que se le acercó con el pretexto de escribir su biografía y, después de la frecuentación de la amistad, lo estafó. El general invirtió una fortuna en la reconquista de México que Mazuera prometía, pero este había tramado una estafa con tal exactitud que solo se enteraron del timo cuando ya estaba en Nueva York. El pobre Lozano, en su condición de secretario de López de Santa Anna, era un testigo privilegiado de la conflagración que estaba por develarse, de modo que el inefable Mazuera se deshizo de aquel poeta incómodo envenenándolo durante un cordialísimo almuerzo. Moría de cuarenta y tres años en unas circunstancias tan absurdas como muchos de sus intentos poéticos. ¿Qué diablos hacía Lozano como secretario de aquel general dictador que era víctima de su propia vanidad? Lo cierto es que murió envenenado, en tiempos en que fallecer por esta causa era un gesto romántico.
Aunque sus poemas se recogen en libro por primera vez en 1844, la fama súbita de Lozano hizo erupción el año anterior, cuando se inició en el periódico guzmancista. No olvidemos que durante todo el siglo XIX la fama del poeta podía llegar a ser enorme, tanto como la de los cantantes o los actores de cine de hoy en día. Sin embargo, los críticos de su tiempo le señalaron ingentes desatinos a su obra, pero los lectores hicieron de su poesía moneda común y celebradísima. Lo que los críticos hallaban de altisonante y cursi, los lectores lo encontraban prodigioso. Su fama fue tal que hasta sus detractores tuvieron que convenir en que sus versos secundarios eran fruto de un talante fogoso. Vista a la distancia, su obra no pasa de ser una típica expresión del primer romanticismo venezolano: emulador de Zorrila, de rimas forzadas, melifluo, desaforado. Pero si el juicio sobre su obra es severo, no por ello es innegable que, a los efectos historiográficos, es interesante lo que Lozano representa. Oigamos a Jesús Semprum fijar su importancia:
Salvo el tremendo Juan Vicente González, ningún espíritu de la época representa mejor, en efecto, el alma atormentada de su generación como el poeta de Horas de martirio. Desenfrenado cantor del amor, del heroísmo y de las encendidas pasiones políticas que inflamaban a la Venezuela de entonces, sus versos son el trasunto fiel del mundo en que vivió, cuya atmósfera tempestuosa olía a centella, y temblaba con el medroso estampido de los truenos que sacudían el mal seguro edificio de la Patria recién nacida. (Semprum, 2006: 22)
Lozano fue un hombre emblemático de su tiempo: la pasión política no le fue ajena; la poética, tampoco. Vivió como ardiendo en el fuego del romanticismo cultural de sus años: componía loas a los héroes de la patria en construcción, denostaba de sus enemigos, se solazaba en las ciudades idílicas que se