Angeles, Arcangeles y Fuerzas Invisibles. Robert J. Grant. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Robert J. Grant
Издательство: Ingram
Серия:
Жанр произведения: Эзотерика
Год издания: 0
isbn: 9780876048795
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comprendió que toda la educación académica de su vida emanaba de esas esferas, y que durante su muerte de tres días había tenido la bienaventuranza de aprender desde la fuente misma de la sabiduría. Sentía que, en esos tres días, había aprendido más que en sus treinta y seis años en la tierra. Nunca se había cuestionado la realidad de los ángeles antes de esta experiencia, y sin embargo supo, en cuanto despertó, que ellos le habían guiado a través de las múltiples esferas del mundo invisible. Esta visión de la Sabiduría y el Conocimiento desde una perspectiva angélica difiere bastante del concepto tradicional de mensajeros divinos, pero los ángeles se definen como mensajeros que transmiten sabiduría, inspiración y orientación a los seres humanos. La experiencia post-mortem del doctor Rodonaia es un recordatorio convincente para los vivos de que todavía existen mundos por descubrir, mundos en los que pervive el alma.

      En la actualidad, Rodonaia afirma que su muerte temporal fue «la mayor enseñanza sobre la vida que cabe esperar».

      Un auxilio angélico

      A lo largo del último siglo, se ha incrementado de forma espectacular el número de personas que han tenido experiencias milagrosas con ángeles. Cualquier estudioso del fenómeno concluirá rápidamente que existen fuerzas invisibles que guían y dirigen sin cesar la trayectoria de la humanidad. Esto resulta paradójico para la mente racional. Para muchos, si algo no puede verse, es que no existe. Aunque la gente se burla con frecuencia de la existencia de las fuerzas invisibles y de los fenómenos psíquicos, esta forma de pensar está dando paso a un sinnúmero de encuentros inexplicables que sugieren que algo divino está realmente ocurriendo en el mundo de hoy. La siguiente anécdota es un buen ejemplo de uno de tales encuentros angélicos:

      «¡Ahora no, Dios mío!», exclamó Marie en voz alta. «Ahora no, por favor».

      El Dodge 1972 de Marie Utterman dio señas de que su motor se ahogaba en la autopista interestatal 95, en las afueras de Richmond, Virginia. El automóvil seguía perdiendo velocidad cuando ella lo llevó al arcén. Se apagó en una muerte callada, sin humo ni vapores, ni sonidos estridentes del motor. Pero Marie sabía que estaba seriamente averiado. La transmisión llevaba meses sin funcionar bien.

      Se dirigía hacia Washington, D.C., desde Norfolk, Virginia. Su hija iba a dar a luz dentro de escasas semanas, después de un embarazo difícil. Marie había experimentado una sensación de urgencia con respecto a su hija durante toda la mañana. Cuando pensaba en ella, la invadía un sentimiento de inquietud. Su preocupación se convirtió en una ansiedad que no la dejaba en paz.

      Ve a su lado. Ve con Jenny. Date prisa.

      Obedeció finalmente su intuición después de marcar el teléfono de Jenny y comprobar que saltaba el contestador. Jenny tendría que haber contestado al teléfono, pensó Marie. A esta hora siempre está en casa.

      «Jenny, soy mamá», dijo Marie después de la señal. «Cariño, salgo para D.C. Ya sé que vas a decir que no tengo por qué hacerlo, pero voy. Espero que estés bien. Nos vemos pronto».

      Me va a tomar por loca, pensó Marie. No solía inmiscuirse en los asuntos de su hija, pero este sentimiento le exigía ir a verla de inmediato. «Intuición de madre», murmuró mientras preparaba una maleta pequeña. «Dios mío, espero estar loca».

      Marie descansó la cabeza sobre el volante, reviviendo los acontecimientos de la mañana que la habían conducido hasta ese dilema desesperado junto a la carretera. Estaba a varias millas al este o al oeste de la salida más cercana. También estaba a dos horas de distancia de la casa donde vivía su hija en las afueras de Alexandria, Virginia.

      «Dios, ayúdame por favor», dijo Marie. «Tengo que llegar hasta Jenny. Por favor».

      Marie no entendía nada de automóviles, pero decidió levantar la cubierta del motor de todos modos. «Puede que sólo sea un cable que está suelto».

      Los vehículos zumbaban junto a ella cuando se bajó del Dodge. Era casi la hora punta en la autopista interestatal 95; dudaba que nadie fuera a detenerse. Levantó la cubierta del motor y la mantuvo abierta. Ningún cable suelto. Sin duda el motor estaba averiado. Volvió a subir al Dodge tras cerrar la cubierta del motor. Con los ojos cerrados y toda la esperanza de la que pudo hacer acopio, giró la llave, visualizando que el automóvil funcionaba de nuevo. El motor de arranque giró pero no prendió el motor principal. Marie se sintió completamente desamparada. Los ojos se le llenaron de lágrimas mientras miraba la atiborrada autopista. «Por favor», susurró a los automóviles que pasaban a su lado a toda velocidad. «Por favor… ¡Tengo que llegar hasta Jenny!»

      Mientras sus labios suplicaban, un microbús blanco se detuvo en el arcén delante de Marie. El conductor había prendido las luces de emergencia y estaba retrocediendo su vehículo para acercarse al automóvil de Marie.

      Marie no daba crédito pero se sentía enormemente aliviada. «¡Gracias a Dios!», exclamó.

      Se abrieron a la vez la puerta del conductor, la del pasajero y las laterales, y se apearon tres jóvenes con aspecto de estudiantes. Aparentaban unos veinticuatro o veinticinco años, la edad de Jenny. Marie se sintió cómoda de inmediato al ver a los tres jóvenes. Eran muy guapos, bien aseados y sonrientes. Pensó que debían dirigirse a la reunión de algún club, ya que los tres llevaban camisetas blancas, chaquetas deportivas blancas y pantalones sueltos, también de color blanco. Tal vez sean internos de un hospital, pensó Marie mientras bajaba la ventanilla.

      El joven rubio sonrió a Marie de modo tranquilizador. «Señora, si es tan amable de bajar de su automóvil, trataremos de ponerlo en marcha de nuevo». Marie no vaciló.

      «No sé cómo darles las gracias», dijo, saliendo del vehículo. «Tengo que reunirme con mi hija. Va a tener un niño, y…».

      Marie contó su historia mientras los tres jóvenes sacaban la caja de herramientas y el gato hidráulico de la parte trasera del microbús. Éste estaba reluciente y sin estrenar. Los jóvenes sonreían a Marie y asentían con la cabeza mientras ella les explicaba su dilema. No dudaron en ponerse manos a la obra.

      Viendo que se disponían a arreglar el automóvil, Marie balbuceó una objeción. «Jóvenes, están vestidos para alguna ocasión. Por favor, sólo llévenme hasta un teléfono, y yo le pediré a algún amigo o amiga de mi hija que venga a mi encuentro, o le diré a su esposo que me ayude. No tienen por qué…».

      «No se preocupe, señora», dijo el joven rubio mientras se metía debajo del automóvil de Marie. «Usted estará de nuevo en la carretera en cuestión de minutos».

      «Pásame esa herramienta, Mitch». Marie observó que Mitch se parecía a su yerno, el esposo de Jenny. El joven se disculpó y rodeó a Marie, buscando en la caja de herramientas.

      «De acuerdo», dijo el rubio al otro joven, «ahora pásame las tenazas».

      Durante los cinco minutos siguientes, el joven rubio fue pidiendo herramientas, como lo haría un cirujano durante una operación. Mitch se agachó a la derecha del automóvil para ayudar a su amigo. El tercer caballero trabajaba en el motor bajo la cubierta.

      Dios mío, van a llenarse la ropa de grasa, pensó Marie. Su corazón se desbordaba aprecio y agradecimiento. Observó que su ansiedad se había desvanecido por completo. Se sentía muy contenta, en realidad, exultante. Qué extraño resultaba que pudiera sentirse tan tranquila en circunstancias tan difíciles. Los tres hombres tardaron apenas diez minutos en arreglar el automóvil de Marie. Mitch salió de debajo del vehículo y se instaló en el asiento del conductor. Giró la llave. El Dodge tosió, y a continuación arrancó, funcionando a la perfección. Marie no daba crédito. En cuanto arrancó el motor, Mitch salió del automóvil y se acercó a ella. «Parece que todo va a ir bien», dijo. «Ya puede usted volver a sus asuntos».

      Marie se sentía abrumada de gratitud. «No puedo expresarles mi agradecimiento. Por favor, déjenme compensarles por la molestia». Buscó en su monedero y se disponía a entregarles el billete de cincuenta dólares que llevaba consigo para alguna emergencia.

      Los tres jóvenes empezaron a guardar las herramientas