Hacía siglos que su familia se ubicaba entre la de más dinero de todo el mundo según las revistas especializadas en ese tipo de información. Se rumoreaba que tenían abundante dinero desde que se inventó la misma humanidad.
La dinastía Prescott era reconocida por su astucia en los negocios y sus influencias con las más altas esferas, especialmente en casi toda Europa, pero desde hace unas décadas habían decidido expandirse y pegar el salto hacia la globalidad traspasando todas las fronteras. Con ese fin, habían dejado la tradición familiar y desde hace algunas generaciones habían comenzado a dejar los nombres de sus ancestros para empezar a utilizar algunos otros. Todo era válido para ellos. Era común verlos en eventos internacionales y en fotos junto a reyes y estadistas de primer nivel de todo el planeta. A simple vista eran refinados y encantadores, pero sus métodos eran de manual de mafioso: aprietes, extorsión, asesinatos disfrazados de accidentes. Todo lo que fuese necesario para ir quedándose con los negocios que prosperaban si sus dueños no querían vendérselos. Habían practicado en persona todas las típicas formas de mercado sucio que se conocían, es más, sus asesores no se cansaban de encontrar nuevas formas de dominación y ahogo a sus competidores. Cualquier área le interesaba, bastaba con que generara dinero para querer adueñarse del mercado por completo y se hacían extremadamente fuertes en aquellos países que los dejaban operar libremente.
En esta familia los negocios solo los manejaban los hombres, por eso Lila nunca fue bien recibida; suena curioso, pero ella era la primera hija mujer en los últimos ciento cincuenta años. Este hecho, entre otros, generó el brutal distanciamiento del matrimonio de los Prescott, Patrick y Anne solo se mantenían juntos por apariencia, solo para darle forma a las fotos y eventos. Puertas adentro, apenas se dirigían la palabra y no solo dormían en cuartos separados, sino que estaban ubicados en alas opuestas de la mansión, eso sí, desayunaban juntos en la sala Jaunes.
El amplio salón se caracterizaba por tener una mesa para veinte personas, decorada con cortinas en tonalidades amarillo bien claro y siempre con delicadas flores del mismo color, si bien eran sutiles, se podía apreciar la fineza de los tonos dorados. Por costumbre, los Prescott se ubicaban enfrentados en las cabeceras. Al ser tan amplia la mesa, quedaban a suficiente distancia para fingir que no se escuchaban clara y simplemente no se dirigían la palabra.
--Sr. Prescott ya está su limusina. Cuando usted me lo indique partimos --dijo el chofer privado de Patrick que, a la vez, también le hacía de guardaespaldas y de encubridor de todas sus aventuras amorosas.
--Nos vamos ahora James. Pasa por mi oficina privada y trae mi abrigo.
El hombre era uno de los pocos empleados de máxima confianza y el único que tenía acceso a su oficina en la mansión. El Sr. Prescott terminó la frase y se levantó de inmediato depositando su taza de porcelana sobre la pesada mesa de roble.
Ni esperó a que su esposa terminara su té y se incorporó listo para irse; odiaba el desayuno desde que a su mujer se le había ocurrido empezar a jugar a la pareja que compartía momentos y espacios comunes. Pensó que se le iba a pasar en unos días, como todo lo que emprendía la Sra. Prescott, solo que esta vez lo estaba llevando demasiado lejos, cinco tortuosos y largos meses. No tenía dudas que ella seguramente lo hacía para molestarlo, pero no le iba a dar el brazo a torcer, así que él también podía jugar a ver quién de los dos podía herir más al otro, juego que él ganaba desde hace años.
-- ¿Por qué no esperas un momento que ya está por bajar Lila? Creo que quería consultarte algo de unos invitados de último momento --la Sra. Prescott encontraba fascinante retener a su marido cuando veía que estaba apurado. No tenía más que hablarle para hacerlo enfadar y esto se había convertido en su pasatiempo favorito.
--Para eso están los asesores a los que ya les di todas mis órdenes. ¿Es que no pueden hacer nada bien? --Su cara acompañaba todo el fastidio que sentía, no intentaba disimular en lo más mínimo el rechazo por su esposa y mucho más por Lila, su hija.
--Buenos días, padre. Aprovecho que te veo para preguntarte algo --Lila se calló rápidamente cuando percibió la tensión en el ambiente.
--Llevó prisa Lila. ¡Adiós! --Así sin más apresuró la marcha y le pasó por el costado casi sin mirar a su hija.
-- ¿Madre quieres que te muestre los avances de esta semana? --habló como si no hubiera sucedido nada.
--Lila lo lamento tanto, voy atrasada a mi cita en Gloséis --se levantó y salió casi al trote --solo te pido que cambies el color de tu pelo, no comprendo porque usas ese platinado espantoso que te has hecho, mucho menos ese color de ojos. ¿Realmente quieres quedar así en todas las fotos?
La joven ni se inmutó, para ella era normal que su madre la criticara o la dejara con la palabra en la boca solo para salir corriendo a sus citas en numerosos centros de belleza. Inclusive a su manera era todo un logro. Sabía que su color de pelo no era rubio y que sus ojos no eran marrones, de hecho, Lila era una muchacha preciosa con unos hermosos ojos verdes, pelo oscuro que resaltaban su tez blanca.
Últimamente buscaba insertarse en el mundo del arte a través de la pintura artística. Tenía talento natural y desde pequeña asistía a los mejores maestros, seguramente si Da Vinci estuviera vivo el Sr. Prescott habría intentado contratarlo de tutor, pero así y todo era un poco sosa a los ojos de su entorno. Sus padres pensaban que le faltaba ese algo que no se explica y no se enseña, pero que cuando no está, se nota.
De ninguna manera la joven era antipática o desagradable, por el contrario, era la típica princesa de cuento, hermosa, delicada, culta, refinada, pero, aun así, para Los Sres. Prescott a ella le faltaba esa chispa interior que da la vida. En algún momento Lila estuvo preocupada hasta intentó pertenecer al mundo que le había tocado por nacimiento, pero era completamente opuesta a su sociedad, a su círculo, a toda su familia. Desentonaba de tal manera que hacía sentir incómodos a todos, pero desde luego que la primera incómoda era sin duda ella. La joven además de hermosa era de lo más inteligente y sagaz, así que para evitarse discusiones sin sentido pretendió hacer el papel de «sosa», al menos hasta lograr su independencia económica.
Su terapeuta había intentado convencerla de que eran ideas de la muchacha «solo tu manera de percibir el mundo», cosa que este sostuvo por años; lógico desde su perspectiva. Nadie en su sano juicio se incluiría en la lista negra de la familia Prescott. Un error de esos puede que te cueste la vida, no se le escapaba que su predecesor había tenido un curioso accidente automovilístico justo cuando le había aconsejado a Lila montar su propio emprendimiento para independizarse y pedirle a su padre un significativo porcentaje a cuenta de sus futuras empresas. La pobre Lila se lo había contado como si fuera una coincidencia cuando alguien con una mirada un poco más crítica podía notar que todo alrededor de esa familia era curiosas y mortales «coincidencias», desde luego Lila con el tiempo lo entendió mejor que nadie.
Lila no estaba equivocada, sus padres la ignoraban como se ignora a una planta, de hecho, su madre prestaba más atención a sus orquídeas que a ella. Eso sí, en esto se habían puesto de acuerdo, ninguno de los dos estaba interesado en mostrarle el más mínimo afecto. La rodeaban de lujos y regalos solo para no darle un abrazo o destinarle más de un minuto en una conversación. Así había sido desde pequeña. Patrick Prescott la utilizaba como pantalla, solo hablaba de que le había comprado esto, que le había regalado lo otro. Lo que fuera para darle envidia a los que lo rodeaban y especialmente «blanquear» algunos de los fabulosos fondos ilícitos que se le antojaba mostrar con insólitos lujos.