Un camino para acceder al Jesús prepascual, es investigar qué conceptos y figuras utilizaron los discípulos antes de la Pascua para comprender y expresar la identidad que le atribuían a Jesús. Estos conceptos y figuras pertenecen a la teología y a la esperanza de Israel, y están tomados del Antiguo Testamento, pero para aplicárselos a Jesús debieron ser modificados.
El estudio crítico de las fuentes, particularmente de los evangelios sinópticos (es decir, Mateo, Marcos y Lucas), permite identificar unos pocos elementos que con razonable seguridad histórica pertenecen al Jesús del período prepascual. La reconstrucción es parcial (¡lo que no significa que sea falsa!). Algunos de estos elementos nos informan acerca de qué creía y qué pensaba Jesús sobre sí mismo. A esta búsqueda se le llama la pretensión de Jesús o la cristología de Jesús. Por medio del estudio de algunas palabras y algunas acciones propias de Jesús, es posible adentrarse en cómo el mismo Jesús concebía su misión y su relación con Dios, es decir, su propia identidad.
Finalmente, para comprender a Jesús es indispensable conocer el contenido de su predicación. Por ello, también es necesario adentrarse en su mensaje, que no se reduce a sus palabras, sino que se expresa también por medio de sus acciones.
Jesús y la cristología eclesial
Una vez reconstruida la figura histórica de Jesús, es necesario preguntarse por la continuidad entre los datos más primitivos sobre la persona misma de Jesús de Nazaret y el desarrollo posterior de la cristología, tal como lo muestran los documentos del Nuevo Testamento.
El primer paso es comprobar la continuidad entre la persona de Jesús de Nazaret y las convicciones de la primerísima comunidad cristiana. Luego, habrá que controlar la continuidad de las cristologías de los documentos del Nuevo Testamento con las convicciones de la Iglesia de los primeros años; y finalmente, habrá que dar una mirada más amplia al desarrollo posterior de los grandes concilios en que se definen las líneas maestras de la reflexión cristológica de la Iglesia.
El propósito de este recorrido es mostrar la continuidad histórica entre la predicación cristológica eclesial y el acontecimiento de Jesús de Nazaret, muerto y resucitado.
2. CARÁCTER HISTÓRICO DE LA REVELACIÓN CRISTIANA
Antes de entrar en el tema de las fuentes, es necesario advertir la importancia del carácter histórico de la fe cristiana. El cristianismo comparte con otras religiones lo que llamamos la revelación natural, es decir, la convicción de que Dios se da a conocer por medio de la naturaleza.
Ya el Antiguo Testamento afirma: «A partir de la grandeza y hermosura de las criaturas se llega, por analogía, a contemplar a su Autor» (Sabiduría 13,5); y San Pablo recuerda: «Lo invisible de Dios, desde la creación del mundo, se deja ver a la inteligencia a través de sus obras» (Rom 1,20). Así, la creación misma revela a su Autor. Por ello, «la santa Iglesia, nuestra madre, mantiene y enseña que Dios, principio y fin de todas las cosas, puede ser conocido con certeza mediante la luz natural de la razón humana a partir de las cosas creadas»1 Por esta revelación, todo hombre puede conocer a Dios como origen y fin del universo, como bien supremo, verdad y belleza infinitas. Sin embargo, para acceder al misterio íntimo de Dios, es necesaria la revelación histórica. Por ello, mediante una particular pedagogía, a través de la naturaleza y de su estrecha relación con el Pueblo de Israel, Dios se comunica gradualmente con el hombre y lo prepara, por etapas, para acoger la revelación sobrenatural que hace de Sí mismo, y que culminará con la revelación de la intimidad de su Ser, en la encarnación histórica de su propio Hijo2. La revelación de Dios en la historia, si bien está en continuidad con la revelación natural, aporta lo más característico y novedoso a la fe cristiana.
De este modo, «el primer rasgo específico de la revelación cristiana es la atadura orgánica que la vincula a la historia... [La revelación] se despliega a partir de unos acontecimientos históricos», su cumbre es «la encarnación del Hijo de Dios: un suceso cronológicamente definido... respecto a la historia universal»3. El cristianismo no es una filosofía, un mito o una especulación que nazca sólo de las exigencias del corazón humano. Jesús no es la mera proyección de las esperanzas de Israel, ni de los más altos ideales del hombre, tampoco es una leyenda que busque otorgar sentido a nuestra existencia. No, el cristianismo es un acontecimiento que tiene su fundamento en la revelación histórica de Dios en Jesús de Nazaret, aquel concreto Hijo de María, que según la expresión de San Juan, «contemplaron nuestros ojos y tocaron nuestras manos» (1Jn 1,1). Lucas, en su evangelio, vincula la revelación a la historia profana: el nacimiento de Jesús tuvo lugar durante los días de César Augusto, siendo Cirino gobernador de Siria (Lc 2,1-2). La predicación de Juan Bautista comenzó «el año quince del imperio de Tiberio César, siendo Poncio Pilato procurador de Judea, y Herodes tetrarca de Galilea; Filipo, su hermano, tetrarca de Iturea y de Traconítida, y Lisanias tetrarca de Abilene; en el pontificado de Anás y Caifás» (Lc 3,1-2). El evangelio de San Juan, de modo más conceptual, afirma lo mismo: «El Verbo se hizo carne» (Jn 1,14), y la Carta a los Hebreos dice: «Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos tiempos, que son los últimos, nos ha hablado por medio del Hijo» (Hb 1,1-2), y destaca que Jesús realizó su sacrificio «de una vez para siempre» (Hb 7,27).
En plena continuidad con el Nuevo Testamento, San Ignacio de Antioquía, obispo martirizado en el año 107, destaca el carácter concreto e histórico del Jesús en el que él cree: «Haceos los sordos cuando alguien os hable a no ser de Jesucristo, el de la descendencia de David, el hijo de María, que nació verdaderamente, que comió y bebió, que fue verdaderamente perseguido en tiempo de Poncio Pilato»4. Incluso el mismo Credo conserva el nombre de Pilato como ancla en la historia universal.
La afirmación cristiana de que el Dios absoluto se reveló en la historia produjo fuertes reacciones ya desde el inicio del cristianismo. Celso, un filósofo pagano del siglo II, quien comparte la visión cíclica de la historia propia de la cultura clásica5, reacciona fuertemente contra los cristianos. Para Celso, Dios actúa siempre, en todas partes y homogéneamente. Así, para él, la providencia divina no es más que la naturaleza, es decir, la creación en marcha, de acuerdo con sus propias leyes. Esta visión cíclica del tiempo está cerrada a una verdadera novedad como lo es la encarnación. Por ello, la acción de Dios, tal como la presentan los cristianos, le parece un capricho y, por tanto, inaceptable. El carácter concreto y único de la presencia del Dios absoluto en la historia, en Jesús de Nazaret, es una afirmación que choca contra la mentalidad clásica. El centro neurálgico de la polémica de Celso contra los cristianos es la posibilidad de la revelación del Dios absoluto en la historia6.
El filósofo Friedrich Schlegel (1772-1829) invita a estar abiertos a una novedad en la historia, y critica la visión del mundo de aquellos que no están dispuestos a aceptar la realidad de una verdadera novedad. El texto, muy agudo, cuestiona la postura de los representantes de la crítica histórica:
Los dos principios fundamentales de la así llamada crítica histórica son el postulado de la vulgaridad y el axioma de lo rutinario. Postulado de la vulgaridad: todo lo auténticamente grande, bueno y bello es improbable, pues es extraordinario y, por lo menos, sospechoso. Axioma de lo rutinario: tal y como son las cosas entre nosotros y alrededor de nosotros deben haber sido en todas partes, pues así todo es verdaderamente tan natural7.
Para aceptar la revelación cristiana, es necesario estar abierto a una verdadera novedad en la historia, es decir, considerar que la realidad puede ser más amplia y más rica de lo que podemos comprobar. La encarnación