La asociatividad y el liderazgo del profesor en comunidades rurales de Colombia. Daniel Lozano Flórez. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Daniel Lozano Flórez
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9789585486980
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      Rosas-Baños, M. (2013). Nueva ruralidad desde dos visiones de progreso rural y sustentabilidad: economía ambiental y economía ecológica. Polis, Revista Latinoamericana, 34. http://journals.openedition.org/polis/8846

      Schejtman, A. y Berdegué, J. (2004). Desarrollo territorial rural. http://rimisp.org/wp-content/files_mf/1363093392schejtman_y_berdegue2004_desarrollo_territorial_rural_5_rimisp_CArdumen.pdf

      Semana. (2017, 28 de marzo). Preocupantes cifras de acceso a la educación en zonas rurales del país. Semana. https://www.semana.com/educacion/articulo/educacion-rural-en-colombia-cifras-de-educacion-rural/519970

      Sudarsky, J. (2001). El capital social de Colombia. Departamento Nacional de Planeación.

      Woolcock, M. (1998). Social Capital and Economic Development: Toward a Theoretical Synthesis and Policy Framework. Theory and Society, 27 (2), 151-208.

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       Educación(es) en el sector rural colombiano

      * Docente investigador de la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad de La Salle. Correo electrónico: [email protected]

      ** Docente investigador del programa de Trabajo Social de la Universidad de La Salle. Correo electrónico: [email protected]

      La instrucción pública y la religión católica (1900-1930)

      A pesar de la centralizadora Constitución Política de 1886 (Consejo Nacional Constituyente, 1886), en las tres primeras décadas del siglo XX Colombia fue una nación de regiones, en la cual los dirigentes locales orientaron y dirigieron los procesos territoriales, con el apoyo de las autoridades eclesiásticas, quienes consideraban que el orden era inseparable de la educación católica. De acuerdo con esa Constitución:

      se considera la religión católica, apostólica y romana como la de la nación, que se constituye en elemento esencial del orden social. La educación pública fue organizada y dirigida en concordancia con la religión católica, y para ello se firmó un concordato entre la Santa Sede y el Gobierno nacional, el 31 de diciembre de 1887, que permitió que las autoridades eclesiásticas entraran a participar en la orientación de la sociedad por medio de la educación y la cuestión social. (Turriago, 2014a, p. 112)

      La actitud de control eclesial sobre la educación se confirmó con la Ley 39 de 1903 (Congreso de la República de Colombia, 1903), conocida como la Ley Antonio José Uribe, en la cual se indicó que la instrucción pública estaría organizada y dirigida en concordancia con la religión católica.

      Por otra parte, con el Decreto Reglamentario 491 de 1904 (Vicepresidencia de la República de Colombia, 1904) se particularizaron los programas de la escuela urbana y la rural: se propusieron seis cursos para la primera y tres para la segunda. En estos, se enseñaba religión, lectura, escritura y aritmética. Las niñas alternaban estas materias con la costura. Los tres cursos en la escuela rural estaban distribuidos en:

      1.Oraciones —como la avemaría, el Yo pecador, el credo y el padre nuestro—, vocales y consonantes, escritura sobre pizarra y cívica.

      2.Catecismo Astete —partes 1 y 2—, lectura de corrido, escritura con pluma sobre papel, las cuatro operaciones y los números hasta mil, y geografía.

      3.Catecismo Astete —partes 3 y 4—, historias bíblicas, lectura de textos, escritura de frases, las cuatro operaciones con fracciones y decimales, y geografía.

      Para González (1979), politólogo e historiador, la Ley Antonio José Uribe creó sistemas educativos desiguales:

      el urbano de seis años y el rural de tres, por el sistema de escuelas alternadas en el campo; los programas y estudios son diferentes. Se tiende así a frenar las aspiraciones a la movilidad social en sentido horizontal (campo-ciudad) y vertical (redistribución de la tierra). (p. 65)

      En este sentido, la educación católica de las tres primeras décadas del siglo XX se enmarcó en un prototipo de cristiandad integral unido a:

      una fuerte dimensión humana (deber, trabajo, profesión, participación en la vida social, civil y eclesial); se adopta la conocida fórmula de origen remoto ilustrado católico, pero con fuertes acentos innovadores en una sociedad en rápida transformación y que representa los primeros síntomas de la preindustrialización: buen cristiano y honrado ciudadano, en un contexto de desarrollo de todos los valores mundanos y celestiales auténticos, religión y trabajo, fe y civilización. (Braido, 1997, p. 258)

      Por esto, Antonio José Uribe afirmó que la educación debía ser una marcha continua hacia el progreso dentro de la tradición. Asimismo, en las primeras décadas del siglo XX, Colombia se enmarcó en un modelo socioeconómico de haciendas o grandes latifundios:

      los campesinos recibían una parcela de tierra, en la que sembraban artículos alimenticios, a cambio de unas jornadas mensuales de trabajo remunerado en la hacienda o de un pago en metálico. El propietario se dedicaba a algunos productos alimenticios de venta local, a la elaboración de panela y a la cría de ganados. Al lado de la hacienda tradicional eran numerosos los propietarios de pequeñas parcelas explotadas por trabajo y dedicadas casi exclusivamente a la producción de alimentos. (Melo, 1978, p. 74)

      Los hacendados controlaban las relaciones sociales y los habitantes eran arrendatarios o aparceros, es decir, recibían una parcela a cambio de trabajo en la hacienda. Su prole se instruía en las escuelas rurales, las cuales tenían dos habitaciones: una para las clases y otra para el maestro; en algunos casos, se le daban los dos usos a una habitación. De acuerdo con Helg (2001), historiadora de la educación, “los habitantes de la vereda podrían darse por satisfechos si el municipio ejercía suficientes presiones políticas para que el gobierno departamental nombrara un maestro; hecho esto, debían de arreglárselas como mejor pudieran” (p. 51).

      El 90 % de los maestros rurales eran mujeres solteras, provenientes de los sectores medios de las zonas urbanas del ámbito rural, con una formación de primaria en un colegio privado de su territorio de origen. Algunas de ellas tenían un diploma de maestra no reconocido por el Estado. Después de seis meses de labor pedagógica en el campo, aspiraban a recibir una promoción a una escuela en la zona urbana. Al respecto, Helg (2001) expone:

      hija de campesinos, o de una familia de pueblo. Hizo un año o dos en el colegio, donde aprendió a bordar, a hacer dibujos de colores vivos, recitar el Astete (catecismo), a contar anécdotas de la historia patria, algo de geografía y un poco de aritmética […] Al fin obtienen por sorpresa y en gracia a la asiduidad una licencia y después una escuelita muy lejos, que con el tiempo y la constancia en la solicitud habrá de acercarse al centro. (p. 52)

      El nombramiento del maestro en la escuela rural estaba condicionado por las intrigas y recomendaciones políticas en cada municipio. Su designación la aprobaba el cura del pueblo, quien le exigía tener una buena conducta y profesar la religión católica, de conformidad con las directrices de la Conferencia Episcopal Colombiana, en su asamblea de 1913, que consideraba que los maestros:

      deberán ser practicantes católicos, de buenas costumbres, aptos para el magisterio