—Sí lo hay. ¡Me ha visto contigo! ¡Puede reconocerme! ¡Eso es inadmisible! El senador se dio vuelta hacia la ventana dándole la espalda al doctor Ocampo. Un largo minuto de silencio tensó aún más la atmósfera en la suite presidencial. Sin mirarlo le ordenó: –Debes eliminar a ese hombre inmediatamente.
—Le aseguro que ni siquiera sabe quién es usted. Es mi piloto y amigo desde la infancia. De absoluta y total lealtad. Sería capaz de morir por mí. Nunca le haré nada a mi amigo –contestó con voz suave que ocultaba una autoridad férrea y testaruda. Casi amenazante...
—Pues yo te aseguro que en mi trabajo no dejo cabos sueltos. Ni aquí ni allá. Por eso estoy donde estoy. Soy un senador de los Estados Unidos y todo el mundo me reconoce sin presentarme. No soy un pelagatos al que solamente lo ubican su madre y una tía abuela. Soy un hombre público. Hablo en televisión y actos políticos. No puedo permitir que algún día ese señor cambie de opinión y comente que estuve contigo. ¡Nada menos que contigo! Para evitar eso me vine a Taiwán. ¿Te das cuenta? Hemos visto muchos casos de esos. Yo no confío en nadie, prevenir es muy eficaz y económico. Para eso me vine al otro extremo del mundo y para eso te pedí que vinieras solo. Lo recalqué dos veces. Ven solo. Es tu error y debes arreglarlo de una sola forma: liquidándolo.
— ¡No lo haré! En mi tierra no se mata a los amigos. Puedo mandar al infierno a cualquiera, menos a él.
—Pues si no lo haces tú, lo haremos nosotros de todas formas... con o sin tu consentimiento. Ese hombre ya está muerto. Además quedarás sin mi protección en los Estados Unidos. Te caerá la DEA del cielo y pediré a tus jefes que te cambien. Yo manejo la droga en Estados Unidos. Se hace lo que yo digo o no hay negocio. No te conviene ponerte en mi contra. Tú también puedes ser prescindible... sólo eres un peón, si acaso un alfil en el tablero. El que pone la cara. No eres el jefe. Elige. Tú o él... Mejor dicho: él o los dos. Pues si estás en mi contra también eres hombre muerto.
No hay alternativa. Allí estaba “el amigo” que lo saludara afectuosamente hacía unos minutos. Ahora lo amenazaba de muerte. Y hablaba en serio... de eso estaba seguro el manager de la droga.
El doctor Ocampo se sintió entre la espada y la pared. Maldijo la hora en que su amigo había entrado a la sala. El muy idiota. Nunca pensaba en las consecuencias. Se tomó todo el brandy de un trago y se sirvió otro hasta el borde de la copa. “Por el Águila”. Se dijo a sí mismo. Y trató de tomárselo a lo cowboy, entre estornudos y atragantadas.
—Eres una mierda, Max. Debes saberlo. Alguna vez te arrepentirás de haberme presionado a este extremo.
La cara de odio del senador se transformó en una mueca que unificaba su triunfo y su desprecio. – ¿Eso significa que estamos de acuerdo? –preguntó Max. Sin esperar respuesta siguió hablando.
—Le diré a Charly que se ocupe él. Es experto y nunca deja rastros. Creerán que fueron los chinos del barrio bajo donde será encontrado estrangulado.
— ¡No! –contestó el doctor Miguel Ocampo enfurecido. El senador y su marica lo miraron confundidos. –Él no morirá aquí –en su cabeza buscaba alguna salida que dejase con vida a su amigo. Como no la encontraba, la mejor forma era ganar tiempo. Ya lo discutiría con el doctor Hinojosa. Él podría ayudarlo en esta emergencia. Quizás pudiese convencer a Max de que el Águila no era un peligro futuro latente y lograse disuadirlo.
El tiempo ayudaría a todos.
El senador volvió a poner cara de asco. –Necesito estar seguro, mi querido amigo. Te mandaré a Charly para que te ayude y verifique que se cumpla todo como debe ser. No admito fallas. Tampoco busques una salida que no sea liquidarlo. No existe. Considéralo muerto.
El colombiano miró a Max con ojos de guerra japoneses. Estrechos y durísimos. El odio le impedía seguir la conversación. –Puedes mandar a tu marica asesino, pero debe obedecer lo que yo le diga o lo mando a baraja.
El colombiano, vencido y dolorido, sentía hervir su sangre latina. Envejeció veinte años en un instante. Todo el cuerpo le pesaba como plomo. Siempre supo que “esta” organización estaba por arriba de las personas. Es la ley de los bajos fondos. Así había mandado a muchos al otro mundo sin remordimiento. Pero no contaba con que también podía tocarle el turno a su único amigo.
Max lo miraba como si oliese mierda. Con desprecio y repugnancia. Salió sin saludar de la suite y se prometió mandarlo al infierno en cuanto se presentara la ocasión. También el senador podía darse por muerto.
En su habitación se juntó con sus compañeros. Quería despedir al Águila de la mejor forma posible y lo haría brindándole todo lo mejor que pudiera disfrutar en Taiwán y el resto de Asia. Le regalaría una semana más entre los vivos.
—Salgamos de fiesta –dijo inesperadamente-.
Los dos hombres se alegraron de que su jefe despidiese la fragancia de un fino brandy. Debería tomar una copa más seguido. El Águila no sabía que se despedía de la vida.
—Pidan lo que deseen y será concedido –dijo el doctor ante la sorpresa de ambos.
Ese no era su jefe. ¡Lo habían cambiado en un instante!
—Debes haber hecho un excelente negocio, Miguelito –le replicó el Águila–. Siendo así, quiero ver la ópera china en este rincón que algunos dicen que es China y otros que es Manhattan. Leí que esta noche se estrena.
—Concedido. Ahora debemos almorzar. ¿Qué desean comer?
—Cualquier cosa –dijo el Águila–, de eso tú entiendes más que nosotros. Elige para todos.
—Aquí hay restaurantes internacionales, pero creo que lo mejor que se puede comer en China es la comida china. Y así en cada país, con excepción de Inglaterra. La mejor comida inglesa es la francesa. De los yanquis no hablemos... todo tiene gusto a alimento balanceado. Para su paladar es suficiente.
—Como yo elijo, les propongo lo que más me apetece... Comeremos langosta a la Termidor con el mejor vino blanco que no sea de arroz y que se consiga en esta zona; luego, una sopa de aletas de tiburón o nidos de golondrina y, como postre, higos de Esmirna. Nos dejaremos de joder con nombres de comidas complicados que al final resultan ser fideos. Lo haremos como en casa, a lo colombiano. Pídele al chinito del Rolls que nos lleve al mejor restaurante de esta isla –le dijo a Cándido-.
Unos minutos después dos hombres felices y un hombre muy angustiado reían juntos por primera vez en su vida. Unos de placer y otro de dolor. Era un sentimiento nuevo para el doctor Ocampo. Comieron como reyes y pagaron como reyes. Pero no importaba, el dinero era lo que literalmente sobreabundaba.
—Iremos al National Palace Museum, deben ver la exposición llamada Masterworks of Chinese Jade. Dijo Ocampo de sopetón.
Sus amigos lo aceptaron contentos y allí fueron. Admiraron la altísima calidad y paciencia china que habían tenido esos artistas para tallar el durísimo jade con equipos primitivos, hasta lograr joyas de valor perdurable. Algunas piezas los impresionaron como niños ante algo maravilloso.
Volvieron al hotel y nadaron en la enorme piscina del ala derecha, con su vestuario de techos dorados que semejaban una pagoda birmana. A las 21:30 horas estaban disfrutando la Ópera China, espectáculo de color y acrobacia que no tiene igual.
El Águila reía. Estaba feliz. El doctor Ocampo, su amigo y forzado verdugo, usaba sólo la máscara de la sonrisa. Su corazón sufría y su sed de venganza contra el senador crecía minuto a minuto. La sangre de su amigo se pagaría con sangre.
Capítulo 9
Hong Kong
—AMIGOS –DIJO el doctor Miguel Ocampo–, volaremos a Hong Kong y luego iremos a Bangkok. Nos quedaremos dos días. Este es otro rincón que no se sabe si es China llena de ingleses o Londres lleno de chinos. Águila, pide lo que más te guste. Aprovecha que estoy de buenas.
Pero el Águila no