Cazador de narcos. Derzu Kazak. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Derzu Kazak
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789878706436
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estaba delante de mí al salir el fuego. Él y los otros cuatro murieron y yo estoy aquí, aún vivo. Mirando a su amigo le dijo: Tú trabajas en la DEA y sabes cómo es lo que me pide el comandante. Haré lo que tú me aconsejes. Para eso eres mi amigo...

      El teniente Foster asumió una responsabilidad que no quería. Pensó en su vida llena de peligros, de noches sin dormir, de trabajos sin horario en los peores lugares del mundo. La muerte caminaba a su lado y aprendió a vivir con ella. Luchaban contra la escoria humana... El motivo del riesgo tenía sentido y si volviese a nacer haría lo mismo.

      —Amigo –le dijo–, nosotros hacemos lo que podemos para que otros vivan mejor, para darles a nuestros hijos la posibilidad de tener un hogar sano y feliz. Creo que debes hacerlo. Si salvas a un solo chico de la droga, serás afortunado y tu vida habrá tenido sentido. Si intuyo el plan del comandante, trabajaremos juntos. Creo que vale la pena... pero es tu decisión, no la mía.

      — ¡Acepto! –fue la enérgica respuesta de Carreras, que sorprendió a Parker por su fortaleza.

      —Desde ahora nosotros te cuidaremos. Gracias, amigo. Admiro tu valor. También cobrarás tus servicios muy bien remunerados. Estás contratado en la DEA.

      Se despidieron muy afectuosamente.

      En ese momento nació la Operación Anaconda.

       Capítulo 8

      Bogotá – Taipéi –Taiwán

      CUATRO TELÉFONOS de diferentes colores estaban cuidadosamente colocados sobre el escritorio del doctor Miguel Ocampo Freedman en su mansión de Bogotá. Se acomodó los anteojos y comenzó a hojear el último balance de su gestión. Lo escrito en esos papeles confidenciales no era conocido más que por otras dos personas: sus jefes, los capos máximos de los Cárteles de Cali y Medellín.

      Era la ratificación de su triunfo como director general de una de las empresas más poderosas de la tierra, que paradójicamente no tenía nombre. El calor de Bogotá no penetraba dentro de su palacio ubicado en la mejor zona, en las afueras de la ciudad. Un gran parque de enormes árboles centenarios en el exterior y un aire acondicionado perfecto en toda la mansión, creaba el clima artificial que el doctor exigía durante todo el año.

      Estaba realmente satisfecho. Nunca habían ganado tanto dinero y sus jefes cada día confiaban más en su gestión.

      El doctor Ocampo lo tenía todo. Era tan poderoso en la tierra que no necesitaba mirar al cielo. La persona más grande que conocía en este mundo la veía frente a un espejo.

      El teléfono rojo emitió unas notas musicales que recordaban a Vivaldi. Algo importante sería transmitido. Sólo cuatro personas en el mundo conocían esa línea. Un número secreto protegido electrónicamente de interferencias. Se usaba sólo en casos de contactos entre la élite de la droga.

      Una voz femenina y dulce preguntó en perfecto inglés: – ¿Está el doctor Ocampo?

      —Con él habla... comuníqueme.

      No necesitaba preguntar quién estaba en el otro extremo de la línea; la voz de esa mujer era inconfundible, acababa de escuchar a la secretaria de un respetado senador de los Estados Unidos. La conversación era en inglés que el doctor Ocampo dominaba a la perfección. No en vano había estudiado en Harvard.

      —Estimado doctor Ocampo. ¿Cómo se encuentra usted?

      —Muy bien. Creo que excelente, para ser franco. ¿Cómo andan tus cosas, Max?

      El senador no se llamaba Max. Su verdadero nombre era Hans Krause. Ese seudónimo lo usaba para hacer cierto tipo de negocios, como el que trataría con el doctor Ocampo.

      La respuesta fue concreta, como siempre que hablaban por teléfono. Aún con la seguridad de una línea especial y protegida. Quizás la técnica avanzara sin que ellos se enteraran y su comunicación podría ser decodificada...

      —Necesito reunirme contigo. Haré un viaje de placer a Taiwán. Tú debes hacer lo mismo. Nos veremos a las diez de la mañana del martes de la próxima semana en el Grand Hotel de Taipéi. La dirección es: 1 Chung Saan North RD. Estaré en la suite presidencial. Debes ir solo a la reunión. Puedes reservar otra suite al Teléfono 5965565 o con un Telex 11646 GRANDHTL. Pide en la sección The Main Building, Corner Suite. Son las mejores y estaremos más cerca. Si tienes personal de compañía los alojas en la sección Jade Phoenix. Nadie debe vernos juntos.

      Era típico de Max. Todo concertado, pero no era capaz de hacer la reserva para ellos y mucho menos de pagarla.

      Su fortuna era mucho mayor que lo que todos creían. Era dueño de un iceberg de oro. Lo que se veía le alcanzaba para ser respetado en los círculos del poder, donde los hombres valen por lo que tienen y no por lo que son, pero lo oculto podía destruir a los que se creían poderosos y no estaban de su lado.

      Max llamaba a ese sistema “Operación Titanic”, simplemente chocaban con él... Muchos dormían en el fondo del océano económico por una maniobra de Max. Naturalmente, él rescataba las cosas de valor y las adosaba a la parte sumergida de su iceberg.

      Ya habían tenido muchas reuniones con Max, siempre en lugares muy apartados de los Estados Unidos y sobre todo de Colombia. Max no se acercaba a Colombia ni por equivocación. No quería despertar sospechas. Sus sitios preferidos estaban en Asia. Mucha gente y mucho lujo. Era otra característica de Max. Adoraba el lujo y los placeres. Tenía con qué pagarlos. Sólo que a él no le agradaban las mujeres... Un orgulloso esclavo de su dinero. Pero el verdadero esclavo no ve sus cadenas. Max las arrastraba sin saberlo. No llegarían nunca a ser amigos por rechazo innato de sangre, aunque ambos se toleraban. Max era un súper orgulloso sajón que siempre miraba al doctor Ocampo como algo bastante inferior por su sangre latino–judía. Debía soportarlo con una falsa cortesía por necesidad del negocio. Pero se lavaba las manos con alcohol en gel después de saludarlo...

      Para el doctor Ocampo, Max era un sucio degenerado que siempre estaba con Charly, su guardaespaldas lascivo y con signos muy marcados de haber estudiado para hombre y haber sido aplazado en las primeras materias. Cabellos teñidos de color rojizo con peinados de peluquería más bien femenina, aros, pulseritas y, a veces, ojos tonalizados y rubor en las mejillas. Su fachada colorida no disimulaba al sádico que disfrutaba con los trabajos sucios que le encargaba con bastante frecuencia su jefe para limpiar su entorno de poder. Solía disfrazarse de ramera para asesinar. Era un maestro con los explosivos y tenía fama de ser un despiadado estrangulador con su inseparable cordón de seda. Muy eficiente como arma mortal.

      El doctor Ocampo llegó al Aeropuerto Internacional de Taipéi con dos acompañantes: Cándido Ortiz Goicoechea, un fornido guardaespaldas que no hacía honor a su nombre y que nunca lo abandonaba. Lo conocía desde la infancia y podía confiar su vida a él. Tenía la fuerza de un toro salvaje y la virtud de los monos sabios del templo japonés de Nikko. No oía, no veía, no hablaba, aunque sus sentidos funcionaban perfectamente. Manejaba su Mágnum con precisión y facilidad impresionantes y en la lucha cuerpo a cuerpo no tenía rivales.

      También estaba su secretario y piloto privado, del que no recordaba el nombre. Todos le decían desde hacía muchos años “Águila”. Sólo le importaban los aviones y volar. Era feliz cuando estaba en el aire. Siempre alegre, disfrutando de la vida y ayudando a su amigo a vivir a pesar de su dinero.

      Ingresaron a la sala VIP y pasaron la aduana. Un servicial chino les dio la bienvenida en inglés y los guio hacia el Rolls Royce que el doctor había alquilado para su estancia en Taiwán.

      Si Max ocupaba la suite presidencial, él no quería quedarse atrás en la demostración de su poder económico. Si Ocampo tenía una virtud, ésta era la de no ser tacaño. Su ritmo de gastos iba de acuerdo con sus ingresos: increíbles.

      El coche arribó al espectacular hotel rojo iluminado en toda su fachada. Anochecía en la República de China. Atravesó el enorme arco de entrada con ideogramas rojos y giró a la playa lateral para estacionamiento de huéspedes. El doctor Ocampo estaba impresionado, pero lo disimulaba como si todo lo que veía le resultara familiar. Su mansión se