Billete de ida. Jonathan Vaughters. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Jonathan Vaughters
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Сделай Сам
Год издания: 0
isbn: 9788412018899
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que alguien me patrocinase sería muy complicado seguir con mis progresos en el ciclismo. De eso estaba seguro.

      Ya había logrado el galardón como mejor ciclista del estado de Colorado en la primera división/profesional, así que no me quedaba mucho más que lograr a nivel regional. El equipo nacional de los EE. UU. me llevaría a algunas carreras en Europa y Sudamérica, pero no iba a pagarme por ello y tendría que limitarme a competir en las carreras nacionales.

      Seguía viviendo en casa de mis padres, en la misma habitación de cuando era un crío, comiendo a sus expensas. Precisamente lo que quería evitar con todas mis fuerzas. Había visto a muchísimos júnior prometedores hacerse invisibles para los grandes equipos en las carreras júnior, teniendo que inventarse después la manera de seguir corriendo.

      Y eso solía llevar implícito vivir en casa, pidiendo dinero para echar gasolina, tener un trabajo a media jornada, intentar entrenar lo más posible y acabar pareciendo un auténtico perdedor en comparación con tus amigos universitarios. Miraba con desdén a aquellos ciclistas a los que les había ocurrido, aunque yo mismo estaba a punto de convertirme en uno de ellos.

      Yo quería ser como Lance o Bobby Julich. En cuanto salió de la categoría júnior, Lance firmó con un gran equipo, el Subaru- Montgomery, que le pagaba una pasta. No vivía en casa: tenía su propio apartamento, sus ingresos propios y su propio Camaro. Era la vida con la que yo soñaba.

      Envié currículos, hice llamadas, intenté pedir favores, todo lo que pude para conseguir llamar la atención de alguien, que alguien me llamara. Y por fin sucedió.

      Cuando me telefonearon fue mi madre la que cogió el teléfono y me llamó desde la planta de abajo. Al tomar el auricular escuché una voz extrañamente áspera y quejumbrosa.

      «Hola, Jonathan, soy Warren Gibson».

      Warren Gibson había dirigido unos años antes el equipo Plymouth-Reebok y era un buen amigo de Greg LeMond. En el mundo del ciclismo era conocida su displicencia, aunque se le reconocía su habilidad a la hora de hacer tratos. Había sido responsable de lograr que Paul Willerton fichase por el Z de LeMond, así que era un buen contacto que tener en tu agenda.

      Me explicó que se había fijado en mi actuación en la Mammoth Lakes y que le había impresionado mi capacidad para plantarles cara a los rusos. Estaba organizando un nuevo equipo para la temporada de 1992 y quería contar conmigo.

      Me dijo el sueldo que tendría (¡1500 dólares al mes!), las carreras en las que participaría el equipo e incluso me comentó cómo haría para ayudarme a entrar en el equipo de Greg LeMond en Europa. Estaba tan excitado que quería ponerme a gritar. Por fin. Así es como saldría del sótano de mis padres.

      El equipo estaría patrocinado por la compañía automovilística Saturn, una nueva filial de General Motors, y giraría alrededor de Bob Mionske, quien había sido cuarto en los Juegos de 1988.

      Oficialmente sería un equipo amateur -nuestros sueldos serían, técnicamente, «dietas y gastos básicos a reembolsar»- y nuestro objetivo era el de meter al mayor número posible de gente en el equipo que iría a los Juegos de 1992; sobre todo a Bob. Después de escuchar la voz, nada relajante, de Warren durante más de una hora corrí escaleras abajo, contento de poder decirles que ya no seguiría siendo una carga.

      Estaban contentos de que me fueran a pagar, pero no les hacía tanta gracia que a partir de la primavera no siguiera en la universidad. Pero aquello no tenía vuelta de hoja, era mi primer paso para convertirme en un auténtico ciclista profesional.

      Justo después de Año Nuevo recibí por correo mi prima por haber fichado por el Saturn y me fui a comprar un oxidado Porsche de 1971 que me costó 2000 dólares. Meter la bici en aquel Porsche era de lo más complicado, pero eso apenas me importaba. Necesitaba que mi coche fuera una prolongación de mi personalidad, y un Porsche naranja lleno de óxido, y que apenas funcionaba, era la elección perfecta.

      En cuanto llegué a Los Gatos, California, al día siguiente, vi a un corpulento hombre con pinta de morsa, con bigote y una brillante calva, que se acercó caminando de manera extraña hacia mi coche en cuanto entré en el aparcamiento. Era Warren.

      Me saludó de la misma manera en la que un padre saluda a su hijo que acaba de regresar a casa tras años en la guerra. Me tomó en brazos y me abrazó, llamándome todo el rato «amiguito», y lleno de alegría se puso a enseñarme el mejor hotel de carretera de Los Gatos. Hombre, el tío estaba contentísimo de tener su propio equipo, y su alegre entusiasmo era de lo más contagioso.

      La gente llamaba a Warren «Gibbo» (también le llamaban «la morsa», aunque jamás se lo decían a la cara) y Gibbo parecía un chico con un enorme juguete nuevo. No podía creerme la cantidad de dinero que se estaba gastando en aquel equipo. Nos dieron unos polos en los que estaba cosido el nombre del equipo, y teníamos coches de asistencia en los que estaban rotulados los logos de los patrocinadores. A cada uno de nosotros nos daban gratis la ropa ciclista y un casco. Nos pagaban todos los gastos que teníamos en los viajes. Era una especie de nirvana ciclista para un chico de dieciocho años. Yo estaba acostumbrado a pagar la gasolina con el dinero que obtenía con los premios y a dormir en los sofás de otros. Ahora me alojaba en hoteles y no tenía ni que preguntarme cuánto costaba la inscripción para las carreras. ¡Y cada mes me pagaban! Aquel equipo tenía pasta.

      Cenábamos chuletones en el Chart House, nos hicieron reportajes fotográficos en la sede de la revista Sunset y nos grabaron en vídeo para usar nuestra imagen en anuncios de coches. Nos creíamos las estrellas del rock de la escena ciclista de California. La verdadera estrella de rock del equipo, Bob Mionske, apareció muy pronto en la concentración. Para nosotros aquello fue como la segunda venida del profeta.

      Bob era el motivo por el que existía aquel equipo, ya que iría a los Juegos y la gente creía que incluso tenía posibilidades de medalla. Desde luego, los de Saturn creían que la iba a conseguir. Esta creencia se sustentaba sobre la cuarta plaza que había logrado en los Juegos de Seúl de 1988. Aquella llegada a meta también había alumbrado un apodo de los más gracioso.

      A Bob le encantaba broncearse al sol. No le gustaba tener el moreno tan característico que tienen todos los ciclistas, y se pasaba horas tumbado al sol, bronceándose. Durante muchos años la gente le llamó «Bronce Bob». Pero el caso fue que, después de haber terminado cuarto en los Juegos, cuando casi logró la medalla de bronce, el apodo mutó a «Casi Bronce Bob»

      Pero, a él, aquello no le hacía mucha gracia.

      En la recepción de Los Gatos también conocí a mis nuevos compañeros de equipo y de habitación durante la concentración. Andrew Miller era un licenciado en ciencias e ingeniería computacional o algo así. Leía un montón, estudiaba matemáticas como hobby y le gustaba contar historias de cuando partía planchas de boro con un láser en el laboratorio de ciencias de la universidad.

      El otro era Dave McCook. La mayor afición de Dave era mirar a través de la ventana del estudio para ver a las mujeres hacer yoga y aerobic. Se podía tirar horas haciendo aquello, señalando a las que le parecían más atractivas.

      A pesar de la diferencia de intereses entre nosotros nos divertíamos viajando y entrenando juntos en las carreras del norte de California. Y cocinábamos juntos, sobre todo usando mi olla eléctrica Crock-Pot. Era una olla milagrosa: metíamos en ella un montón de comida y cuando regresábamos a casa después de un largo entrenamiento aquello se había convertido en una suerte de masa comestible que nos comíamos para cenar.

      Por desgracia, en una ocasión en la que fuimos a Oregón para una carrera de una semana nos olvidamos de que nos habíamos dejado la Crock-Pot haciendo unas judías pintas en nuestro palacio de Los Gatos. Por fortuna, una mujer del servicio del hotel la desconectó tras un par de días. En lugar de que nuestra habitación quedara calcinada por las llamas de un cortocircuito eléctrico, a nuestro regreso nos encontramos el soso y prístino rezumar de unas judías pintas cocinadas una semana atrás, pudriéndose en el fondo de la olla.

      Aquel año competimos por todo el país, participando en las carreras más importantes y, en ocasiones, enfrentándonos a los mejores equipos