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un pequeño empujón con el hombro, Michael logró abrirla. De inmediato, una extraña criatura, parecida a un labrador con poco pelo, salió como una ráfaga para recibir a su dueño. Sin embargo, en cuanto se percató de su presencia, el animal metió la cola, bajó las orejas y comenzó a gruñir.

      —Eh, calmado —lo reprendió Michael, con voz firme.

      Reby no le agradaba a ningún animal y ese perro no era la excepción. El pequeño parecía darse cuenta de la clase de persona que era: olía el peligro en ella. Lo miró a los ojos y los gruñidos del animal se agudizaron hasta volverse un lloriqueo.

      Michael frunció el ceño.

      —¿Qué te pasa, Pimienta?

      El perro entró corriendo, con la cola entre las patas, y se dejó engullir en la segura oscuridad de un cuarto.

      —Discúlpalo, él no suele actuar así —dijo y luego oprimió un interruptor cercano al umbral.

      La estancia se iluminó y él sostuvo la puerta para que ella pasara, pero Reby no se movió. Una pequeña farola colgante era lo único que derramaba luz en el pórtico. Las sombras parecían remarcarse con dureza en el rostro de la chica, con un resplandor amarillento que la hacía lucir enferma.

      —No está bien que me quede aquí.

      Michael esbozó una leve sonrisa y abrió aún más la puerta.

      —No será ninguna molestia, de verdad. Vamos, entra. —Hizo un ademán rápido con la mano para que entrara.

      —Creo que no lo estás entendiendo. —Se bajó el cierre de la chaqueta hasta el cuello, tal vez Michael no la escuchaba bien—. Es peligroso que estemos en el mismo lugar los dos solos.

      «Sin que nadie te pueda salvar», agregó Reby, en su mente.

      Al oír esas palabras, Michael pareció sorprenderse y adoptó un semblante serio.

      —Por Dios, Reby, sé que soy un imbécil al que no conoces y que no quieres confiar en mí; pero que me caiga un rayo de fuego si sería capaz de hacerte algo malo. No te va a pasar nada estando conmigo.

      Ella negó con la cabeza.

      —Permíteme escoger mejor mis palabras. Es peligroso para «ti» que «yo» me quede a solas contigo.

      El desconcierto inmovilizó a Michael por un momento. Clavó sus ojos en Reby hasta que una de las comisuras de sus labios tembló y soltó una gran risa. Salió, se colocó detrás de ella y la empujó con suavidad para que ingresara dentro de la casa.

      —Eres muy graciosa, sobre todo por el hecho de que lo dices demasiado seria. —Cerró la puerta tras de ellos con una gran sonrisa divertida—. ¿Qué es eso tan peligroso que planeas hacerme? ¿Vas a arrojarme uno de tus zapatos de asesina a la cabeza? —Hizo una pausa para reírse de su propio chiste. Cuando se calmó, aclaró su garganta: su voz sonó profunda y ronca—. Realmente tengo mucha curiosidad de saber qué es eso tan peligroso que puedes hacerme, princesa.

      «Romperte el cuello, aplastarte, arrancarte las tripas, descuartizarte… lo normal».

      Reby lo miró con los ojos entornados y el ceño fruncido. Por primera vez en su vida, sintió unas ganas urgentes de mojarse con una cubeta de agua. Quería atacar a ese idiota.

      ¿Por qué tenía que pasar por aquello?

      Se bajó el cierre de la chaqueta, se la sacudió de los hombros y se la arrojó al pecho.

      —Oye, tranquila, era una broma.

      Acto seguido, ella dio media vuelta y abrió la puerta con tanta fuerza que se azotó contra la pared. Salió de la casa airadamente sin sus cosas. Estaba hecha una furia.

      Cuando empezó a bajar por las escalinatas, un ensordecedor trueno hizo reventar las nubes, como si se tratara de una aguja que acaba de pinchar un globo lleno de agua. La primera gota de lluvia explotó en la nariz de Reby. Ella pegó un respingo y regresó sobre sus pasos. Subió la escalerilla de un solo salto, entró a la casa como alma que se lleva el diablo y cerró la puerta con la desesperación de alguien que es perseguido por una horda de zombis hambrientos.

      Entre jadeos de adrenalina, miró sobre su hombro. Michael estaba con la boca entreabierta y tenía cara de estar frente a la loca más zafada de un psiquiátrico.

      —Toma, princesa. —Reby frunció el entrecejo, pero aceptó la taza humeante con té que Michael le ofrecía.

      —No me digas así.

      —Ponte cómoda. —Le regaló una sonrisa antes de dirigirse hacia una habitación.

      Reby soltó un suspiro contenido cuando él salió de su vista. Bajó la mirada hacia la taza caliente que descansaba sobre sus rodillas, la tenía acunada con ambas manos para calentarse a sí misma. Era un calor reconfortante, agradable. El vapor que ascendía tenía un leve rastro de menta, ella lo aspiró hasta que se le entibiaron los pulmones.

      Michael había encendido la calefacción, así que rechazó el cobertor que él le había ofrecido minutos atrás. Se encontraba doblado a un lado de ella, en el sofá de la sala, y no se atrevía a tomarlo. Él le sirvió un plato de estofado recalentado y su estómago agradeció con espasmos de alegría. Le explicó que era del día anterior y le aseguró que estaba buenísimo, cuando él malinterpretó su expresión contraída.

      La casa del chico era adorablemente pequeña, tenía justo lo necesario para vivir de forma confortable. La sala parecía ser el centro de la estructura y, a los lados, había dos alas que daban acceso al resto de la vivienda. Reby deslizó los ojos por las pertenencias de Michael y enarcó una ceja.

      «Para ser un mono de selva, es bastante ordenado».

      Frente al sofá había una mesita baja que exponía algunas fotografías enmarcadas con madera. Su anfitrión aparecía en la mayoría, pero en versiones algo más jóvenes. En una, estrujaba los hombros de un hombre mayor con aspecto incómodo y un ridículo monóculo en el ojo; en otra, posaba con varias personas —Reby supuso que eran sus compañeros de trabajo— frente al cartel del zoológico; en la siguiente, sostenía con el brazo a un guacamayo colorido y le ofrecía una almendra que sostenía entre los dientes, el ave se había acercado para tomarla con el pico y daba la sensación de que se habían besando. Pronto, un escalofrío reptó por la columna de Reby al fijarse en la última fotografía: Michael sonreía en cuclillas y mostraba el pulgar arriba mientras que su otra mano descansaba sobre el lomo de una pantera que ella recordaba muy bien de su estancia en el zoológico.

      Él aparecía en todas las fotos con una gran sonrisa en el rostro… una sonrisa con dientes derechos, blancos; una sonrisa vibrante, increíble. Reby endureció las comisuras de sus labios cuando se dio cuenta de que le estaba devolviendo el gesto a las imágenes.

      Volteó y se encontró con el mueble donde descansaba la televisión y más fotos que mostraban Michaels sonrientes. Reby apartó los ojos de ellas y prefirió inclinarse en el asiento para husmear lo que había en el ala derecha de la casa. La luz de la sala alumbraba parcialmente lo que parecía ser la cocina. Giró la cabeza hacia la izquierda, pero el borde de un mueble le impidió ver lo que había en el fondo de ese pasillo. Se inclinó más, tanto que su pecho casi tocó la taza de té que tenía sobre rodillas.

      Cuando logró ver lo que había, sus ojos se abrieron de par en par. Michael estaba de espaldas, con el torso desnudo. Las sombras de la habitación, mezcladas con el resplandor que se colaba por la ventana, marcaban los contornos de sus desarrollados músculos de tal manera que ella casi podía contarlos. Sin duda alguna pensó que ese cuerpo tan increíble solo se podía conseguir como producto de años de trabajo pesado. Sin poder evitarlo —o sin querer evitarlo—, Reby lo recorrió con la mirada. Él se había puesto unos pantalones deportivos cuyo resorte le abrazaba el borde de las caderas y dejaba notar dos hoyuelos formados en su espalda baja. Se inclinó sobre el cajón abierto de una cómoda alta y revolvió su interior