Te quiero pero voy a matarte. Ingrid V. Herrera. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Ingrid V. Herrera
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Книги для детей: прочее
Год издания: 0
isbn: 9788418013287
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quisieras, ¿verdad? —Estalló en carcajadas—. Claro que no, muchacho. Pedí que me trajeran la grabación de la cámara de seguridad del recinto de las bestias para analizarla personalmente, pero... —Alcanzó la botella medio vacía de coñac y la empinó sobre su vaso de cristal tallado.

      —Descuida. —Se apresuró a guardar el CD en el bolsillo interior de su chaqueta y salió a toda prisa de la sofocante habitación.

      —¡Espero que no te pongas demasiado cachondo con el porno! —escuchó gritar a Billy tras la puerta cerrada y sus desagradables carcajadas reverberaron por el pasillo.

      Michael rodó los ojos. Lo único que quería era salir de una vez por todas.

      Afuera ya había oscurecido y el aire frío hacía que le ardieran los pulmones al respirar. Se subió el cierre de la chaqueta hasta a la altura del cuello y metió una mano en el bolsillo delantero de sus vaqueros; en la otra, sostenía su casco. Salió por una puerta lateral que era solo para empleados y dio un rodeo para llegar hasta donde había estacionado su motocicleta.

      Se detuvo en seco.

      La amarillenta luz de una farola iluminaba una pequeña figura agazapada en una banca junto a la entrada del zoológico. Michael se acercó, hipnotizado por la cascada de cabello negro que se derramaba fuera de la banca: era tan largo que casi tocaba el suelo.

      Caminó despacio, tan despacio que sus zapatos no hicieron ruido alguno. Tenía un presentimiento, una especie de déjà vu que hizo que su corazón se acelerara al observar a la pequeña chica que estaba acostada de espaldas a él, sobre un costado de su cuerpo. A pesar de que sobraba mucho espacio en la banca, ella tenía sus piernas encogidas y se abrazaba a sí misma con mucha fuerza, el frío debía estársela comiendo viva porque temblaba demasiado.

      Michael notó que a los pies tenía una maleta y reprimió las ganas de moverla. Se colocó el casco bajo el brazo y se inclinó un poco más sobre ella. Ella parecía dormida y él quiso ver el perfil de su cara. Su piel era muy blanca y...

      —¿Reby?

      Ella abrió los ojos y lo miró bajo esa luz mortecina. La cercanía de Michael la hizo pegar un grito y, de un salto, se incorporó. Él retrocedió y levantó las manos para apaciguarla debido a que lucía agitada.

      —¡Tranquila! Reby, soy yo. Michael. —Ella entornó sus ojos, tan azules que parecían dos lagunas negras, y lo escrutó con rapidez—. ¿Me recuerdas? —preguntó él, con voz queda. Sabía que le había dado un susto de muerte y se sentía muy mal por eso.

      —Sí. —Se llevó una mano al pecho y logró estabilizar sus latidos—. Sí, me acuerdo. —A su alrededor, todo estaba oscuro, solo los charcos de luz generados por las farolas iluminaban los caminos del parque—. De hecho, te estaba esperando.

      Michael esbozó una amplia sonrisa. Volvió a meter la mano en su bolsillo al sentir que el frío se la castigaba.

      —¿De verdad?

      —De verdad. Pero no sonrías así, vengo a pedirte mi pulsera —pidió con calma.

      Él la miró durante unos segundos y, luego, fijó la vista en la maleta y en el estuche de la guitarra.

      —¿Te vas de viaje? —Apuntó sus pertenencias con un gesto de la barbilla.

      —Dame mi pulsera, por favor —insistió.

      Michael la observó de pies a cabeza: sus botas eran toscas, con un aspecto demasiado rudo, y hacían que sus piernas parecieran dos palitos de helado; además, su jersey era muy holgado y se veía como una niña pequeña que usaba la ropa de un adulto.

      —¿Te quedaste dormida mientras me esperabas? —No pudo evitar sentirse enternecido por un segundo—. ¿Llevas mucho tiempo aquí?

      —No te preocupes, solo dame mi pulsera. —Extendió una mano para apurarlo a que se la diera.

      —¿Y tu amigo? —Lo buscó con la cabeza—. ¿Estás aquí sola?

      —Michael...

      —De acuerdo. Está bien, tranquila. —Se sentó junto a ella. Los brazos de ambos se tocaron y Reby tuvo el reflejo de distanciarse, pero el apoyabrazos de la banca se lo impidió. Michael rebuscó en uno de sus bolsillos—. Ya te la doy... —Logró agarrarla y la sacó en la palma de su mano—. Aquí la tienes.

      Las puntas de los dedos de Reby rozaron su palma cuando tomó la pulsera, estaban helados. Él la observó sacar una mano de las mangas del jersey y vio cómo se ajustó la pulsera alrededor de la muñeca con el pequeño broche. Michael notó que su delgado cuerpo se tensó con incomodidad o, quizá, volvió a temblar por el frío. Decidió que no era momento para preguntarle por su pequeña «broma», seguramente quería llamar la atención.

      «¿Ponerle su pulsera a una pantera? ¿Está loca?».

      —Gracias, eso era todo.

      Era claro que ella quería que la dejara sola, pero él tenía muchas dudas y no quería irse sin tener alguna respuesta.

      —¿Te quedarás aquí? —preguntó.

      —Claro que no —contestó Reby, ofendida. Sin embargo, él tenía razón, ella no tenía a donde ir.

      —¿Esperas a alguien más? —insistió, curioso.

      —Sí, mi amigo Allan vendrá por mí en un momento. No hay problema, tú ya deberías irte.

      Tal vez fue por el temblor en su voz, tal vez, por el hecho de que Reby evitaba mirarlo a los ojos y estaba concentrada en sus pequeñas manos que descansaban sobre sus rodillas… pero, por lo que fuera, Michael supo que estaba mintiendo.

      «¡Demonios, qué misteriosa!».

      —Está bien. —Entendía que no podía forzarla a hablar. Se levantó de la banca y se pasó el casco de una mano a otra—. Te dejaré en paz. Espero que tu amigo no tarde demasiado, hace demasiado frío esta noche. Se puede ver nuestro aliento.

      Sin saber qué más decir o hacer, Michael siguió su camino. ¡Maldición! Se sentía muy intranquilo.

      Cuando estuvo lo bastante lejos, se volteó. Reby seguía ahí, inclinada sobre su maleta, buscando algo. Sacaba algunas prendas y las volvía a meter, como si quisiera encontrar algo más decente para cubrirse del frío. Michael supuso que no halló lo que quería porque cerró su valija de un golpe y regresó a la banca, sin ninguna otra cosa encima. Pronto, comenzó a toser y se abrazó a sus piernas, como si su vida dependiera de eso.

      Michael caminó hasta la farola donde había dejado su moto. Se puso el casco, pasó una pierna por encima del asiento, giró la llave dentro del contacto e hizo rugir el motor. Sus propios pensamientos lo asustaban, no lo dejaban irse a pesar de que sus manos asían el manubrio y giraban el acelerador.

      Le daba miedo pensar en Reby.

      Ahí, sola.

      Hacía tanto frío. Y estaba indefensa...

      «Mi amigo Allan vendrá por mí en un momento». Sí, claro.

      Subió el pie en el estribo, dio la vuelta y se marchó.

      —¿Dónde te estás hospedando? —Dijo, de pronto, alguien que llegó en motocicleta.

      El hombre apoyó un pie en el suelo y se quitó el casco de la cabeza: era Michael. Reby no lo podía creer. Bajó los pies de la banca y enderezó la espalda.

      —Oye, ¿y a ti qué te importa?

      —Ya déjate de eso, nadie vendrá por ti.

      Ella abrió la boca medio sorprendida, medio ofendida, medio para objetar:

      —¡Claro que sí! —se limitó a decir—. Tonterías, trae tus cosas y dame una dirección, te llevaré. —Michael se pasó una mano por